martes, 31 de agosto de 2010

Chilenos en el corazón de la Tierra


La historia de los mineros chilenos a 700 metros de profundidad da para que unos guionistas anden elaborando ya la correspondiente película. Si no colgaran de un hilo 33 vidas humanas, lo que está a un tris de convertirse en tragedia sería simplemente una aventura maravillosa digna de Julio Verne. Pero hay seres humanos de por medio. Seres humanos de verdad. Aun así, he quedado fascinado estos días con los detalles que nos llegan a través de los corresponsales, que cuentan que los mineros necesitan principalmente entretenimiento. He pensado que si fueran animales prescindirían de ello para centrar sus necesidades sólo en alimento y abrigo. Pero los seres humanos necesitamos un plus que nada tiene que ver con lo que comúnmente llamamos necesidades básicas. Hacen falta naipes, videojuegos, champús especiales, videocámaras... y alcohol. A algunos, o a todos, les parecerá tres meses un tiempo desproporcionadamente largo para estar solos en el corazón de la Tierra.

No están solos, sin embargo. Son 33, y asisten al drama individual de cada uno, porque el relato que hacen a los medios y a los videos que mandan arriba, a la superficie de sus familiares y conocidos, los entretienen mutuamente. Son 33 relatos con 33 espectadores que probablemente no los conocían, a pesar de vivir y trabajar juntos. En las situaciones extremas, uno descubre que no sabe nada de lo fundamental, ni siquiera de sí mismo, y a veces hace falta hilvanar un relato que nos lo cuente, aunque esa narración sea proferida por uno mismo y dirigida a uno mismo. Uno tiene que llegar a entenderse a sí mismo para sobrevivir 3 meses en las profundidades de la Tierra. Y además, tomarse una copa, darse una ducha o echarse un partidita en la consola.

Lo que me maravilla de esta aventura terráquea chilena es que conseguirán, finalmente, construir una vida cotidiana. En esa cueva que vemos por la pantallita del móvil que ha aparecido en el telediario; en ese agujero caliente del corazón de la Tierra, allí, tan lejos. Vida doméstica, diaria, pura rutina.

Yo nunca he estado en Chile, y dada su lejanía no me extrañaría que nunca lo pisara. Pero siento el pálpito de mis semejantes como si el drama de esa fantástica cueva de Montesinos ocurriera a sólo unos kilómetros de aquí. Tal vez porque algunos chilenos enormes se encargaron de susurrarnos al oído las cosas fundamentales de la vida humana desde su origen, tan semejantes en todas partes.

"Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, / te pareces al mundo en tu actitud de entrega. / Mi cuerpo de labriego te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra"

Son los primeros versos de un iluminado poemario titulado Veinte poemas de amor y una canción desesperada, firmado en 1924 por un tal Pablo Neruda. Del fondo de la tierra resurgirá la vida. 33 hijos desde el fondo de la Tierra.

sábado, 21 de agosto de 2010

Ole por Miguel Ortega


Se me llena la boca y el corazón cuando se me pone por delante un paisano que consigue hacerse grande desde las calles de mi pueblo natal. Miguel Ortega es un cantaor de una pieza, flamenco de verdad, no flamenquito; enamorado de los clásicos y respetuoso con el peso mayúsculo que recibe del compás de los mejores. Su único disco se titula Una mirada atrás, y dice mucho de lo que pretende expresar este cantaor de 35 años deseoso de cantar para alante. Acaba de ganar el mayor premio flamenco del mundo: la Lámpara Minera del Festival de Cantes de Las Minas en La Unión (Murcia).

Yo conocí a Miguel Ortega cuando éramos unos críos en El Círculo de mi pueblo. Creo que se llamaba El Círculo Cultural o algo así, aunque en realidad era un bar en la planta baja y unos locales arriba que servían para la protocultura o el entretenimiento que mi pueblo podía ofrecer a los chavales en la remota década de los 80. Más tarde fueron ocupados aquellos locales por los atletas y por los ajedrecistas. Cuando yo conocí a Ortega asistíamos sin saberlo siquiera a unas catequesis de evangelistas que habían aterrizado por allí, cantándonos la canción de un barco del que Cristo era el capitán. Nosotros íbamos porque jugábamos a lo que no podíamos en la calle. Un día desaparecieron aquellos misioneros del juego creativo y Ortega y yo dejamos de vernos para siempre. A lo mejor él se acuerda todavía, como yo.

Da la casualidad de que este disco que ha sacado al mercado unos meses antes de ganar la Lámpara Minera, financiado por él mismo y grabado en su pueblo y el mío, está repleto de letras escritas por un compañero en la tarea docente: José Luis Rodríguez Ojeda, al que conocí hace un par de años en el instituto de Las Cabezas de San Juan y con el que mantengo una amistad fraterna.

Estoy contento por que un conocido de mi infancia y un amigo del presente hayan hecho posible que mi pueblo, Los Palacios y Villafranca (Sevilla), salga en los papeles con letras grandes. Espero que el Ayuntamiento reciba a Ortega con los honores que merece. Aunque me temo que para ello no habría estado de más que hubiera salido en un programa-basura de la tele, como aquellas gemelas del Gran Hermano de tan aciago recuerdo, a las que recibieron por todo lo alto. La elegancia y el arte verdaderos no tienen tanto caché. Ya veremos.

lunes, 16 de agosto de 2010

Escaparate de muñecas en serie


Andando el tiempo, dicen, decimos, que la igualdad de géneros es un hecho casi irreversible en esta sociedad avanzada del siglo XXI, en la que ser mujer o ser hombre no impide desarrollar un proyecto vital enriquecido con humanistas visiones de futuro. Sin embargo, a estas alturas de la Historia, con un Ministerio de Igualdad que no logra frenar el drama del maltrato y el asesinato domésticos, la profunda desigualdad de ser macho o hembra se nos trasluce en estampas como ésta de las Miss Universo, en las que las muchachas que se postulan como han de postularse las muchachas para el mercado que las reivindica siguen soportando lo de siempre: una imagen de barbies en serie para el negocio antiestético que controlan ellos. Se afanan por aparecer guapas y diferentes, pero ya ven, terminan por engrosar la ristra de carne rosácea como la partida de perdices en las fotos triunfalistas de cualquier cazador mediocre.

sábado, 7 de agosto de 2010

Negro toro de pena


La tauromaquia, siendo un vicio casposo y bárbaro con ínfulas de arte como es, nos ha dejado un puñado de cosas positivas que es justo valorar: una silueta que empezó siendo cartel publicitario y que acabó recortándose en los horizontes bravíos de media España, para regocijo del viajero; un vocabulario riquísimo en torno a la bestia y sus derivados; y algunas de las mejores páginas literarias que se han escrito jamás. Que el toreo no sea un arte (sino una artesanía malévola de engañar al bicho con un trapo para terminar acuchillándolo) no significa que no pueda suscitar otros textos artísticos, apuntalados históricamente por genios de la pluma o el pincel. Algo parecido ha ocurrido con la mafia o los grandes psicópatas, repudiables en toda regla pero no por ello no aprovechables por los maestros de la literatura o el cine. Llamar maestro a un torero siempre me pareció una broma de mal gusto, y la defensa de la mal llamada Fiesta Nacional con el argumento de que innumerables artistas la respaldan porque han creado sobre ella, una falacia despreciable, no sólo porque también existen numerosos artistas que la rechazan, sino porque el simple hecho de inspirarse en una barbaridad para crear una obra de arte no significa en absoluto que la barbaridad deje de serlo. Creo que el mejor ejemplo para ilustrarlo es cualquiera de las estampas de Goya, que durante cierto tiempo fueron tenidas como pruebas de su afición al toreo y que más tarde, tras una mirada más sosegada, se han entendido como antitaurinas, propias del espíritu ilustrado del que no tuvo más remedio que acabar convencido el pintor; y antitaurinas no por conmiseración por el toro sino por el torero, símbolo del español brutal que acaba confundiéndose en el peligro innecesario, empujado por el instinto animal de la masa sorda que acudía a los lamentables espectáculos carniceros. Y esa mirada de lástima no hacia el toro sino hacia el ser humano que se degrada empañado en la violencia de un rito tan primitivo como miserable es la mirada europea y moderna que se arroja sobre el presunto españolismo de pacotilla que ostentan quienes se empeñan aún en defender una fiesta que nada tiene de festiva.

En España, último bastión serio de la tauromaquia –Francia, México o Colombia son sucedáneos alimentados por la Hispania de grana y oro–, existe hoy un claro conflicto entre quienes defienden la fiesta de los toros y quienes sienten que el espectáculo es horripilante e indigno de una sociedad civilizada. Y ese desajuste ético vivo entre la ciudadanía no se corresponde en absoluto con ese demagogo enfrentamiento entre la vieja España y la Cataluña independentista, como los protaurinos pretenden hacer ver, sino entre ciudadanos de todo signo y hábitat. Recuérdese, por favor, que también las Islas Canarias abolió el toreo, y nadie en España se rajó la camisa. Hay protaurinos y antitaurinos en Sabadell y en Cádiz, en Barcelona y en Sevilla, en Madrid y en Málaga. No se trata de una cuestión geográfica, sino de escalafones cualitativos propios de una sociedad madura y plural en cualquier rincón del país. Es un debate que forma parte de los dilemas morales de la modernidad. Y quienes no lo ven así, o no quieren verlo, esconden intereses de tipo pseudosentimental o claramente económicos. La España de los tópicos federalistas es una España que pasó hace ya décadas. El ciudadano de hoy, viva en Córdoba, en Vigo o en París, ha incorporado a su moral individual una dosis de compasión que antes no tenía, por haber heredado un falso concepto de antropocentrismo no entendido como ser el máximo responsable del Planeta, sino como el máximo explotador de sus recursos, sin miramiento ético para con las otras especies animales.

El proceso de prohibición de las corridas en Cataluña ha sido intachable desde el punto de vista democrático. Y sin embargo surgen voces demagogas hablando de prohibición, reivindicando la libertad y comparando todo esto con el Santo Oficio. Precisamente porque hay libertad se ha podido llevar a cabo esta tramitación en el Parlamento catalán, que representa a todos los ciudadanos de aquella comunidad autónoma. Precisamente porque ya no existe la Inquisición han podido ser los casi 200.000 ciudadanos que han firmado para elevar esa petición de debate los principales artífices de una decisión comunitaria, sin imposiciones por parte de una minoría que se crea en la posesión de la verdad. Y precisamente porque el resultado deriva de un amplio debate en el que han podido esgrimir sus razones todas las partes en conflicto, sin excepción, para luego pasar a una votación estrictamente libre y personal, no cabe aquí hablar de prohibición o decretazo, sino de decisión madura, sana y democrática. Ojalá otros procesos en la política que nos afecta a diario se desarrollaran de manera similar, sin amaneramientos dictatoriales dentro de las estructuras de los propios partidos políticos teóricamente democráticos.


Todas las Españas que intentaron dar un giro revolucionario hacia la definitiva civilización, desde el comienzo de la modernidad, han tachado los toros por su carácter bárbaro, desde el ilustre Jovellanos al noventayochista Baroja, pasando por tantos intelectuales que intentaron ver en el raciocinio una exclusiva veta de humanismo y no sólo el cauce instrumental de todas las posibilidades humanas desde el positivismo. La España espiritualista que encontraba Unamuno, como una reserva, decía él, estaba destinada, sin embargo, a preservar ese raro afán de hacer del rito y el símbolo una práctica doméstica contemplada por los demás primero como curiosidad, luego como souvenir y últimamente como indicio del atraso. Pero los aficionados –amantes– de los toros idealizan tanto sus liturgias que sienten como un ataque radical cualquier cuestionamiento de la lidia. No están por el debate ni por la reflexión ni por la discusión, porque parten del axioma de que el toreo es el culmen de lo artístico. Yo quiero pensar que lo creen verdaderamente. Y desde esa convicción, me gustaría que se abriera un coloquio social sopesado lo suficientemente amplio como para que nos llegáramos a entender todos. Los protaurinos deberían tratar de comprender lo que sienten los antitaurinos, y viceversa. Porque sólo desde la comprensión mutua se puede llegar en este país a un punto de equilibrio equidistante entre la indiferencia y el fanatismo. Hay familias que viven, y han vivido durante generaciones, del negocio del toreo. Pero también hay que reconocer que el montante total del dinero que mueve la lidia del toro en este país es similar a lo que cuestan un par de futbolistas de la talla de Cristiano Ronaldo. Y otros desmantelamientos se han llevado a cabo en España con mayor costo.

El punto artístico que puede tener la lidia radica fundamentalmente en la suspensión religiosa que llega a producirse en el instante fugaz en que las fuerzas de lo bruto y lo telúrico, de la bestia cornuda, se mide con la potencia de la sutilidad con el capote. Esos segundos que puede durar una verónica, un pase de pecho, una conexión de miradas lúcidas entre toro y torero en la infinitud del redondel pueden contener el peso de lo artístico en esta práctica. Yo, que me considero antitaurino, puedo llegar a entenderlo. El problema es que esa fugacidad se ve empañada enseguida por el peso muchísimo más contundente de la carnicería, la sangre, el sufrimiento, la saña, las voces, la lucha y el maltrato que es al fin y a la postre la corrida en su conjunto. Son absurdos los argumentos de defensa de los toros que echan mano del sacrificio de otros animales (vacas, cerdos o palomos) para el consumo humano, con más o menos sufrimiento para el animal. Y me parecen absurdos de la misma manera que los argumentos de los ecologistas vegetarianos para no consumir carne de ningún tipo, principal fuente de proteínas. Porque la motivación fundamental para que la práctica del toreo se ponga en cuestión no es que un animal es sacrificado, sino su modo y finalidad, la burla intrínseca que supone, el espectáculo, el escarnio al que se somete al toro para divertimento de una masa que en su inmensa mayoría ni siquiera va a la plaza para asistir a ninguna liturgia trascendente, sino para codearse con otros fulanos por diversos intereses o para salir fotografiada en determinadas publicaciones. La civilización del siglo XXI, creo yo, no puede consentirlo. Por supuesto que hay otras muchas cosas que tampoco podemos consentir. Por supuesto. Pero el toreo es una de ellas, y está bien que comencemos eliminando algunas.

Los Verdes de Andalucía van a emprender su particular cruzada contra el toreo en esta comunidad autónoma a partir de 2012, una vez que la ilegalidad de esta práctica tenga carta de naturaleza en Cataluña. Si reúnen 75.000 firmas –cosa facilísima–, tendrá que tramitarse en el Parlamento andaluz, aunque previsiblemente los partidos mayoritarios voten lo que crean que es políticamente correcto en esta tierra del toro bravo bravísimo, tan bravo que sólo sobrevive gracias a las subvenciones públicas. Al menos podrá abrirse el debate, y eso es ya comenzar a construir la Historia de Andalucía desde presupuestos civilizados.

  • Este trabajo se publica asimismo, como reportaje, en el nº 2.023 del semanario Cambio16.