miércoles, 28 de abril de 2010

Garzón

El mediático juez Baltasar Garzón se ha convertido en los últimos meses en el gran perseguido por el rigor jurídico en España, por el superviviente fascismo y por la envidia insana de muchos de sus colegas. Por haber accedido a las peticiones de las víctimas del Franquismo, ha sido acusado, interesadamente, de prevaricación. Prevaricar es, según el diccionario, "dictar a sabiendas una resolución injusta". La definición debería hacernos caer en la cuenta de que, en este caso, Garzón no ha podido prevaricar porque no ha dictado resolución alguna, ni justa ni injusta. Lo único que ha hecho es admitir a trámite una denuncia por parte de las víctimas del Franquismo que, en última instancia, no busca sino el reconocimiento de tales víctimas. De modo que acusar de prevaricación a quien no ha dictado resolución alguna; hacerlo porque se presupone la resolución que dictará, en arriesgado futurible, se parece más al verbo prevaricar que las acciones que, hasta el momento, ha emprendido Garzón.

En cualquier caso, si se considera que la presunta prevaricación no responde a la ausencia de resolución sino al mero hecho de tocar el tema del Franquismo se estará dando por sentado que el Franquismo es intocable. Así parece deducirse de quienes esgrimen ahora contra este juez la Ley de Amnistía que nos dimos (se dieron quienes vivían y decidían entonces) en la Transición. De este razonamiento se desprende fácilmente no sólo que el Franquismo, gracias a la Ley de Amnistía que empezaron por impulsar los comunistas, es intocable, sino que la única persona que le ha hecho frente desde la Justicia, y desde la distancia de casi cuatro décadas después, lo puede pagar carísimo. Tanto, como ser expulsado de la carrera judicial. Y eso, de cara a la imagen internacional de la Justicia Española, donde se integra como magistrado el único juez por el que ésta es conocida y admirada en el mundo entero, el único juez que ha perseguido con el aplauso global a dictadores como el chileno Pinochet, es inadmisible.

Si continuamos reflexionando en clave internacional, que en el mundo global de hoy es lo más razonable, podríamos calificar de auténtica chapuza nuestra Ley de Amnistía, que no fue sino un lavado de cara urgente para salir del atolladero del Franquismo muerto una vez que nos vimos en la tesitura de alargar su sombra o empezar un régimen nuevo, democrático e innovador. Aquella prisa por mirar para otro lado, por hacer borrón y cuenta nueva, pudo estar muy bien en el Congreso, pero ni los millones de víctimas reales pudieron olvidar tan fácilmente, pues eran seres humanos y no máquinas, ni los múltiples tratados internacionales referidos a genocidios varios pudieron admitirla, de modo que desde entonces hay víctimas -cada vez menos porque van muriendo- y juristas internacionales con tales tratados en la mano que reclaman una revisión de dicha Ley de Aministía y una corrección ahora que los franquistas ya no están de cuerpo presente, ahora que sobreviven víctimas y herederos esperanzados en la democracia y ahora que, consolidada y madura ésta, podemos calibrar más fríamente lo que supuso aquel golpe de estado de 1936 y sus funestas consecuencias. En denitiva, ahora que ya somos mayores de edad.

Contra este criterio, de perspectiva internacional, pues, y no de miope españolismo interesado, se han rebelado dos minorías que deberían avergonzarnos a la mayoría de demócratas en este país: el partido Falange Española (con unos 14.000 votos en las últimas elecciones) y el sindicato Manos Limpias (supuesto sindicato de funcionarios que a nadie le suena si no es por estas querellas surrealistas que enarbola su único dirigente conocido, Miguel Bernard, militante ultraderechista y responsable de la organización Frente Nacional). Estos dos colectivos son los que han interpuesto una denuncia contra el juez Baltasar Garzón no porque éste haya admitido a trámite la demanda de las víctimas del Franquismo, dicen (lo cual no se lo cree casi nadie), sino por puro delito de prevaricación. ¿Y qué es lo que ha hecho el juez Luciano Varela, del Tribunal Supremo? La respuesta que nos hubiera dictado el sentido común hubiera sido, en román paladino: no echarles cuenta, pasar olímpicamente. Pero no. No sólo las ha tenido en consideración para mirar inquisitivamente a Garzón sino que, y ahora se descubre para sorpresa más insoportable, les ayudó a rehacer la denuncia para que tuviera fundamento jurídico y no pecara de panfleto político y rastrero. O sea, que el juez Varela no ha actuado de objetivo instructor, sino de subjetivo asesor de estos fascistas redomados. ¿Quién es, entonces, el prevaricador?


domingo, 11 de abril de 2010

Manuel Bernal: exilio y versos de hace ya tanto...

Es el último, pero tal vez sea el primero. El poemario que ha salido ahora de la imprenta para que los lectores saboreen los versos de este Manuel Bernal (Los Palacios y Villafranca, Sevilla) que con el tiempo se hizo profesor, periodista y escritor de sarcásticas maneras fue concebido y grabado en papel entre 1980 y 1987, la época en que la República, Machado y sus propios abuelos sostenían la nostalgia fresca e imposible de unos años que a él no le hubiera importado vivir. Su título: El exilio de las alas.

La línea imaginaria que une al poeta sevillano por nacimiento y castellano por devoción Antonio Machado, a los años esperanzadores y convulsos de la II República y a los abuelos pueblerinos y visionarios de Manuel Bernal fue la misma que aprovechó éste durante su juventud veinteañera para trazar a mano unos versos que le sirvieron de ventana al mundo y que ahora han sido rescatados por la editorial granadina La Compañía de Versos con toda la fuerza ineluctable de la reinterpretación reciclada. Lo que entonces quiso decir, ahora sirve para decir aquello mismo y tal vez otras muchas cosas, porque el drama del exilio, el de la guerra o el de cada cual por los caminos inescrutables de su destino, es siempre un drama profundamente poético, profundamente humano.

El exilio de las alas, compuesto por 30 poemas y uno más titulado ‘Punto y seguido’, está pintado con el trazo azul de Rubén, el azul marino, el azul de aquellos días que hallaron escritos para la eternidad en el bolsillo zarrapastroso de don Antonio allende los Pirineos un día triste de 1939. Ese azul conecta directamente con el poeta que fue entonces Manuel Bernal, allá por los días azulados, grisáceos, de su juventud, cuando todo era un laberinto de la soledad descubridora. Y ese mismo azul sigue conectando con el mismo poeta que hoy es, más maduro y más consciente de que la palabra exilio es tan polisémica.

Entonces, cuando se estrenaba inmáculo como poeta, era capaz de reconocer dramas íntimos como éste: “Me duelen las alas: / quiero entre-abrir los brazos y sentir / el ansia del vuelo entre las venas”. Y de aprovechar la creación de tantos maestros de un siglo atrás que, de perdedores y solitarios, habían terminado por insuflar tantas palabras exactas a la memoria colectiva de una España que sentía con tantos corazones al unísono. Cuando Bernal escribe “Una mujer ha golpeado los cristales esta tarde”, las golondrinas de Bécquer vuelven a batir sus alas pardas. Cuando escribe “Y una mañana me encontrarás con las manos / abiertas / los ojos / y el pecho hendidos por el rayo”, el rayo incesante de Miguel Hernández continúa haciendo de la suyas, como la fatalidad surrealista lorquiana cuando dice que “los niños heridos del aire ya casi no cantan. / En sus ojos las lagartijas se hunden y alguna alondra / se escapa”. Su ansia de vuelo automático se revela poderosa cuando asegura y pregunta: “Una mirada y una palabra sostienen mis alas. / ¿Quién pudiera abrazar como entonces los muros / y deshojar entre los dientes una rosa ensangrentada?”. Y su nerviosa voluntad de enamorado adolescente parece clara cuando pide: “No me mandes nunca sensaciones grises, / como si fueran una carta de amor, / margaritas de papel por deshojar, / plegarias inútiles, / alabanzas estériles”.

El joven poeta que entonces era capaz de adivinar el exilio del surrealismo en imágenes adaptadas a su marisma natal con observaciones tan metafóricas como que “se ha roto la luna sobre la noche de los ánsares”, es capaz más de 20 años después de calibrar el valor humano del recuerdo de su abuelo, que se llamaba como él, al que “laureles de plata abruman su cara de luna” y en cuya casa ya vacía “los geranios se van a la deriva”, aunque “huéspedes azules” ya “nunca podrán abandonarla”. Como él, que recuerda todavía cuando su abuelo, que no era precisamente un político, le contaba que los años de la República habían sido los mejor vividos, los más felices. No es casual entonces que la obra se cierre con un “punto y seguido” de homenaje permanente al que se fue “ligero de equipaje / en Colliure”, al que dejó “los versos a punto / siempre. / Como estos días azules y este sol de la infancia”.