La línea imaginaria que une al poeta sevillano por nacimiento y castellano por devoción Antonio Machado, a los años esperanzadores y convulsos de la II República y a los abuelos pueblerinos y visionarios de Manuel Bernal fue la misma que aprovechó éste durante su juventud veinteañera para trazar a mano unos versos que le sirvieron de ventana al mundo y que ahora han sido rescatados por la editorial granadina La Compañía de Versos con toda la fuerza ineluctable de la reinterpretación reciclada. Lo que entonces quiso decir, ahora sirve para decir aquello mismo y tal vez otras muchas cosas, porque el drama del exilio, el de la guerra o el de cada cual por los caminos inescrutables de su destino, es siempre un drama profundamente poético, profundamente humano.
El exilio de las alas, compuesto por 30 poemas y uno más titulado ‘Punto y seguido’, está pintado con el trazo azul de Rubén, el azul marino, el azul de aquellos días que hallaron escritos para la eternidad en el bolsillo zarrapastroso de don Antonio allende los Pirineos un día triste de 1939. Ese azul conecta directamente con el poeta que fue entonces Manuel Bernal, allá por los días azulados, grisáceos, de su juventud, cuando todo era un laberinto de la soledad descubridora. Y ese mismo azul sigue conectando con el mismo poeta que hoy es, más maduro y más consciente de que la palabra exilio es tan polisémica.
Entonces, cuando se estrenaba inmáculo como poeta, era capaz de reconocer dramas íntimos como éste: “Me duelen las alas: / quiero entre-abrir los brazos y sentir / el ansia del vuelo entre las venas”. Y de aprovechar la creación de tantos maestros de un siglo atrás que, de perdedores y solitarios, habían terminado por insuflar tantas palabras exactas a la memoria colectiva de una España que sentía con tantos corazones al unísono. Cuando Bernal escribe “Una mujer ha golpeado los cristales esta tarde”, las golondrinas de Bécquer vuelven a batir sus alas pardas. Cuando escribe “Y una mañana me encontrarás con las manos / abiertas / los ojos / y el pecho hendidos por el rayo”, el rayo incesante de Miguel Hernández continúa haciendo de la suyas, como la fatalidad surrealista lorquiana cuando dice que “los niños heridos del aire ya casi no cantan. / En sus ojos las lagartijas se hunden y alguna alondra / se escapa”. Su ansia de vuelo automático se revela poderosa cuando asegura y pregunta: “Una mirada y una palabra sostienen mis alas. / ¿Quién pudiera abrazar como entonces los muros / y deshojar entre los dientes una rosa ensangrentada?”. Y su nerviosa voluntad de enamorado adolescente parece clara cuando pide: “No me mandes nunca sensaciones grises, / como si fueran una carta de amor, / margaritas de papel por deshojar, / plegarias inútiles, / alabanzas estériles”.
El joven poeta que entonces era capaz de adivinar el exilio del surrealismo en imágenes adaptadas a su marisma natal con observaciones tan metafóricas como que “se ha roto la luna sobre la noche de los ánsares”, es capaz más de 20 años después de calibrar el valor humano del recuerdo de su abuelo, que se llamaba como él, al que “laureles de plata abruman su cara de luna” y en cuya casa ya vacía “los geranios se van a la deriva”, aunque “huéspedes azules” ya “nunca podrán abandonarla”. Como él, que recuerda todavía cuando su abuelo, que no era precisamente un político, le contaba que los años de la República habían sido los mejor vividos, los más felices. No es casual entonces que la obra se cierre con un “punto y seguido” de homenaje permanente al que se fue “ligero de equipaje / en Colliure”, al que dejó “los versos a punto / siempre. / Como estos días azules y este sol de la infancia”.
El exilio de las alas, compuesto por 30 poemas y uno más titulado ‘Punto y seguido’, está pintado con el trazo azul de Rubén, el azul marino, el azul de aquellos días que hallaron escritos para la eternidad en el bolsillo zarrapastroso de don Antonio allende los Pirineos un día triste de 1939. Ese azul conecta directamente con el poeta que fue entonces Manuel Bernal, allá por los días azulados, grisáceos, de su juventud, cuando todo era un laberinto de la soledad descubridora. Y ese mismo azul sigue conectando con el mismo poeta que hoy es, más maduro y más consciente de que la palabra exilio es tan polisémica.
Entonces, cuando se estrenaba inmáculo como poeta, era capaz de reconocer dramas íntimos como éste: “Me duelen las alas: / quiero entre-abrir los brazos y sentir / el ansia del vuelo entre las venas”. Y de aprovechar la creación de tantos maestros de un siglo atrás que, de perdedores y solitarios, habían terminado por insuflar tantas palabras exactas a la memoria colectiva de una España que sentía con tantos corazones al unísono. Cuando Bernal escribe “Una mujer ha golpeado los cristales esta tarde”, las golondrinas de Bécquer vuelven a batir sus alas pardas. Cuando escribe “Y una mañana me encontrarás con las manos / abiertas / los ojos / y el pecho hendidos por el rayo”, el rayo incesante de Miguel Hernández continúa haciendo de la suyas, como la fatalidad surrealista lorquiana cuando dice que “los niños heridos del aire ya casi no cantan. / En sus ojos las lagartijas se hunden y alguna alondra / se escapa”. Su ansia de vuelo automático se revela poderosa cuando asegura y pregunta: “Una mirada y una palabra sostienen mis alas. / ¿Quién pudiera abrazar como entonces los muros / y deshojar entre los dientes una rosa ensangrentada?”. Y su nerviosa voluntad de enamorado adolescente parece clara cuando pide: “No me mandes nunca sensaciones grises, / como si fueran una carta de amor, / margaritas de papel por deshojar, / plegarias inútiles, / alabanzas estériles”.
El joven poeta que entonces era capaz de adivinar el exilio del surrealismo en imágenes adaptadas a su marisma natal con observaciones tan metafóricas como que “se ha roto la luna sobre la noche de los ánsares”, es capaz más de 20 años después de calibrar el valor humano del recuerdo de su abuelo, que se llamaba como él, al que “laureles de plata abruman su cara de luna” y en cuya casa ya vacía “los geranios se van a la deriva”, aunque “huéspedes azules” ya “nunca podrán abandonarla”. Como él, que recuerda todavía cuando su abuelo, que no era precisamente un político, le contaba que los años de la República habían sido los mejor vividos, los más felices. No es casual entonces que la obra se cierre con un “punto y seguido” de homenaje permanente al que se fue “ligero de equipaje / en Colliure”, al que dejó “los versos a punto / siempre. / Como estos días azules y este sol de la infancia”.
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