jueves, 26 de febrero de 2009

Sobrevivir para volver a empezar


Todos los días oye uno la historia en los medios de comunicación, con esa estampa de negros fornidos o no tanto que se deslizan por las playas canarias o gaditanas envueltos en mantas brillantes que les ofrecen los voluntarios de las ONG o incluso los agentes de la Guardia Civil. Otras veces, la estampa se tiñe de tragedia con cuerpos arrojados por el mar, salitrosos y destrozados por la desesperación de tantos días sobre las olas. Pero, vivos o muertos, los inmigrantes que llegan a un nuevo mundo que no se parece al paraíso que imaginaron sino a una terminal burocratizada de ida y vuelta han acostumbrado a nuestros ojos hasta el punto de narcotizarlos contra el drama humano de huir constantemente para sobrevivir. A muchos de estos inmigrantes, salidos del África profunda, les merece la pena este ir y venir por el continente antes que quedarse en su rincón de podredumbre hasta que un mal aire se los lleve.

Sin embargo, el cuadro cambia cuando uno conoce a uno de los personajes, convertido en persona, o al menos a una parte de ellos, como pueda ser su hija, una negrita de tres años, con trencitas traviesas, que se llama Esther y que corretea por un parque de mi pueblo, hecha pura fibra infantil y juguetona. La madre, Happy -"feliz" en inglés, ironías o profecías de la lengua, quién sabe- trabaja en Sevilla, limpiando. Y el padre, Vicent Moses, sobrevivió hace un par de semanas al absurdo naufragio de una patera que arribaba en Lanzarote. Estaban a 20 metros de la orilla cuando volcó la embarcación y se ahogaron 21 personas, lo habrán oído en la tele. En la otra patera, venía Vicent Moses, que se salvó gracias a la intervención de la Cruz Roja. Desde entonces está en un centro de Tarifa, de donde será repatriado en los próximos días, pues al ser de Nigeria no tiene posibilidades de acceder a ese milagro que a veces se produce en la kafkiana burocracia llamado reagrupación familiar. Su mujer, Happy, ha presentado su identidad española -pues pudo quedarse en nuestro país al dar a luz a Esther nada más desembarcar en tierra española-, su contrato de trabajo, su libro de familia.. pero ninguno de estos papeles sirven. Ni siquiera el documento invisible de amor entre los tres. Es de Nigeria -el país más poblado de África, con casi 140 millones de habitantes- y eso lo convierte en ilegal de origen; no hay acuerdo de reagrupación familiar entre Nigeria y España. Punto. Se tiene que marchar por donde vino; por esos desiertos africanos y esas noches inciertas en alta mar, por esa esperanza baldía de hace cuatro meses, cuando emprendió la aventura de reunirse con su mujer y su hija.

Esther vive acogida con una familia de mi pueblo, que se desespera ahora por que la Ley haga una excepción. Incluso el abogado voluntario que los asesora les dice que el milagro que esperan es imposible. Pero ellos siguen aferrados a la esperanza de que sea verdad aquello de que todos los hombres somos iguales, independientemente de dónde hayamos nacido, nuestra raza y todo ese etcétera que se convierte en pura farsa en casos como éste. Happy reza cada tarde en una iglesia de Sevilla, cuando termina su jornada. En la Administración no la escuchan. A ver si el Cielo pone más oído.

jueves, 19 de febrero de 2009

La brecha

Mientras crece como con un cuentagotas la lista de parados y mengua tristemente la esperanza de encontrar a Marta en el gran río de Andalucía, los ciudadanos asistimos boquiabiertos y hastiados al circo de la élite mediática que nada sabe del frigorífico de cada cual. Lo que crece, por encima de todo, es la brecha abismal entre la ciudadanía (otra vez la dichosa palabra) y la clase dirigente, es decir, políticos, banca y medios de comunicación. En la calle retumba la palabra crisis; en el café (sin tostada), en el súper (de marcas blancas), en la rúa misma, por donde cada día es más fácil encontrar aparcamiento. Pero en las teles, los cajeros y los parlamentos, cuyos mandamases olvidan fácilmente los eres propios o ajenos, la conversación es siempre otra. Y esa falta de solidaridad, siquiera aparente, con la otredad callejera es la que desanima formal y profundamente a seguirles la corriente (¡si fuera de la cuenta!) a estos personajes de otra galaxia que se suben el sueldo para luego presumir de congelación, que ostentan escandolosos beneficios en sus consejos de administración, que se gastan fortunas en sus sillones, que cacarean diariamente por sus im-putados y tú más y que encima presumen de no llevar suelto encima. La chatarra o chatarilla molesta siempre y sobrecarga los bolsillos. La tarjeta es más fina y, sobre todo, la caradura.

La brecha aumenta y así decrece el índice de votantes y la calidad democrática, cuyo sentido se cuestiona ante el plato vacío. Más allá de las lentejas de la suegra -tras el plasma por pagar de la tele-, se amontonan los menores manipulados, asesinos y asesinados, las infinitas corruptelas que no acaban jamás, los jueces que se van de huelga, de caza o de romería.

Y a todo ello, otras dos campañas electorales, como churros chorreantes recién sacados de la sartén, ropavieja para ser consumida. Galicia y País Vasco, 1 de marzo. Cada vez me extraña menos que el televidente mire de reojo y acabe en Gran Hermano. La cosa es esconderse. Lo peor de todo llegará cuando los profesionales del circo nos persigan por los escondites. Y el mundo, nuestro mundo real, se quede vacío.

sábado, 7 de febrero de 2009

Chivatos



Los médicos no tenían bastante con su mala prensa de matasanos que ahora el Gobierno italiano se ha empeñado en que también disminuyan su ya raquítico prestigio con la mala fama de chivatos. En el argot carcelario, el chivato es un ser despreciable; y fuera de las rejas, o sea, en el argot extra o pre carcelario, véase la escuela, el trabajo o la vida misma, el inquietante verbo chivatear es igualmente despreciable. El chivato se aparece en nuestra imaginación como un ser vil, rastrero y serpentino al que hay que evitar a toda costa. De ello se encargarán los inmigrantes sin documentación legal que vagan o trabajan clandestinamente por el país donde germinó el Imperio, pues terminar en las urgencias médicas por algún accidente imprevisto podría ser sinónimo de terminar en la cárcel o, lo que es peor, en su país de origen, en el que nunca quisieron nacer.


El Senado de Italia acaba de aprobar una enmienda, propuesta por el dirigente de la Liga del Norte, el ultraconservador Roberto Maroni, por la que cualquier médico puede denunciar a su propio paciente si éste carece de papeles que acrediten su legalidad en el país. Ello, según se han encargado de denunciar ya diversas organizaciones humanitarias, alentará la creación de una red sanitaria tan clandestina como peligrosa. Los sinpapeles buscarán sus maneras de evitar la sanidad pública, aunque anden desangrados y zarrapastrosos por las periferias del país. Entregarse a la consulta puede ser su perdición. Y eso, evidentemente, es fatídico para la salud ciudadana y ambiental. De modo que lo que ha sido propuesto como una medida estrella para coronar un paquete de seguridad no será sino el puntillazo más absoluto del desmadre sanitario.


Los conservadores no aprenderán jamás que su obsesión por conservarlo todo se contradice con la tendencia natural del mundo al cambio. Ellos no toleran las migraciones ni los mestizajes, pero sólo a través de estas mezclas territoriales y sanguíneas avanza la sociedad.


Al margen de tales aspectos pragmáticos, a uno le defrauda enormemente el pensar que los médicos se conviertan en espías gubernamentales. Donde manda patrón no manda marinero, es posible que piense alguno, con su bata blanca y su nómina brillante. Y que contribuya a ese deseo del Gobierno perseguidor de exterminar a los inmigrantes ilegales de la faz italiana. Como ocurrió en la Alemania nazi con los judíos. O por aquí con los moriscos y los gitanos tanto tiempo ha para mayor gloria de sus majestades católicas. O por Israel y su Franja con los palestinos, que son, como todo el mundo sabe, terroristas por naturaleza.


Hubo un tiempo en que existían zonas de alivio para el perseguido por la Justicia, no sólo en las Bienaventuranzas de Cristo, sino en los templos a los que no podían entrar con sus pistolas ni el ejército ni la poli, o en los hospitales, donde la salud no se le negaba a nadie, como tampoco el agua ni siquiera a los vagabundos de mi calle cuando el mundo era más pequeño y yo también. Aquella era la época en que todavía cesaban las bombas en cualquier guerra cuando llegaba Nochebuena. Se trataba de una ingenuidad humanitaria que hacía posible la existencia razonable del policía y el ladrón, del guardia civil y el gitano ladronzuelo, de un bando y del de enfrente, con un respeto admirable, casi poético, por la otredad. Pero todo eso fue antes de que esta globalización maquiavélica terminara por arrebatarnos nuestra condición de humanos ante todo para convertirnos en kafkianos instrumentos de un poder salvaje e invisible. El poder de "lo han dicho arriba", aunque no sepamos de qué piso estamos hablando.
  • Este artículo aparece publicado también en el nº 1.943 del semanario Cambio16.