domingo, 22 de septiembre de 2013

La felicidad y sus vísperas

Hoy es mi cumpleaños, pero apenas tiene ya importancia, no sólo porque cuando uno cumple más de 20 años, la sucesión del tiempo deja de medirse tan radicalmente, y yo ya voy por 34, sino porque ayer, y el ayer siempre viene antes que el hoy, lo precede, lo intuye, lo pare, nació mi hija. Le hemos puesto el mismo nombre de su madre: Marina. Así que, decía yo ayer, viendo sus ojitos rasgados, sus mofletes rosáceos, sus uñas tan perfectas de señorita precoz, ya tengo a mis dos Marinas en mi mundo. ¡Para qué quiero más! El nombre de ambas, de la mujer que me cambió la vida y de la niña que empezó a cambiármela más aún desde ayer, remite al mar, que es ese concepto infinito que nos sobrecoge porque la vida empezó en él. Ayer, mientras nacía saliendo de ese mundo acuático que es el vientre, y luego, cuando intuía la vida con sus ojitos cerrados, y más tarde, cuando lo descubría todo con sus ojitos abiertos de niña despistada y guapa, yo pensaba que llamarse Marina tiene algo de pleonasmo, algo así como decir "se nace naciendo" o "me llamo Marina y todo empezó en el mar"... Supongo que todo esto serán chocheos prematuros de un papá que ha perdido el norte..., pero repito que mirándola, porque uno la mira y el tiempo no pasa o pasa y uno se queda -qué sé yo-, no me importan lo más mínimo ni el norte ni el sur, porque uno encuentra en sus miradas, la de la madre enamorada y la de la niña estrenando la vida, la brújula ineluctable para seguir viviendo y no parar de vivir jamás, sólo en sus ojos...

Hoy es mi cumpleaños, y lo será cada 22 de septiembre hasta no sé cuándo, pero insisto en que eso ya no tiene importancia: es simplemente el día después del cumpleaños de mi niña, y es cierto, certísimo, que la felicidad se vive mucho más intensamente en las vísperas. La vida feliz es siempre la víspera de la felicidad auténtica, siempre al alcance de la mano. Así que cuando todos le digan a mi niña Marina "Felicidades" el 21 de septiembre, yo sentiré en su carne, que es carne de mi carne, que me felicitan en la víspera, que es una felicidad más real.

Y es en la felicidad real, no en la que cuentan por ahí, donde uno descubre los auténticos milagros, como por ejemplo el de tener una niña y seguir derrochando todo el amor que siempre pensamos haber gastado ya con Jaime. Con dos hijos, y amándolos igual, es cuando descubrimos que es verdad, que el amor no se acaba nunca... Debe de ser por eso que sigue la vida. Brindo por ella. Felicitadme.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Camino de rosas

La mayor injusticia en esta vida consiste en aplicarles tan dispares varas de medir a seres que nacieron del mismo modo pero que el tiempo y las circunstancias se han encargado de que vivan y mueran de formas muy diferentes. Por ejemplificar, imagínense qué oportunidades de mierda les dio la vida a esos cientos de niños sirios que murieron en el acto, o peor, que tardaron horas o días en morir por las heridas espantosas de cualquier bomba de tres al cuarto. Y fíjense en cuántas oportunidades lleva ya arrojadas a la papelera porque se sabe con muchas más Bachar el Asad, al que ahora le exigen los amos del mundo que entregue las armas en cierto plazo pero nadie le habla de un juicio por genocidio y mucho menos de un tiro definitivo por donde usted está pensando. No, con toda probabilidad los veremos a todos con las manos juntas y mirando a cámara, degustando unos canapés a continuación, mientras otros gusanos se estarán dando un festín con la carne tierna y muerta de aquellos cementerios. 

Imagínense qué oportunidades de mierda les ha dado la vida a los miles de chavales de clase media y baja que alguna vez soñaron no ya con triunfar, sino con vivir de algún deporte al que le entregaron seriamente su vida a costa de los sacrificios de sus padres, que no se fueron jamás de vacaciones con tal de que el niño o la niña tuviera para el autobús y el bocadillo tras el entrenamiento. Y fíjense cuántas oportunidades ha tenido esa entelequia del Madrid Olímpico cuyos millones de euros nadie sabrá nunca quién se llevó de verdad, aunque desde luego no fue Ronaldo, la estrella del nuevo pan y circo que al convertirse en el mejor futbolista (y por tanto deportista) pagado de la historia del mundo aún le sobra cinismo para decir que el dinero no es lo más importante. Claro que no.

Imagínense cuántos males remediarían en nuestra Andalucía miserable de hoy los millones y millones de euros que se llevó hace un rato el desagüe insaciable de los falsos ERE, mientras la nueva presidenta que nos han anunciado, a la que con toda la lógica del mundo apellidan la ere-dera -así sin hache, como les gusta provocar a la nueva camada de pseudopedagogos que encontraron el filón perfecto por el espontáneo Sur-, dice ahora que el caso de los ERE le causa dolor y vergüenza. Claro que sí. 

Ya sé que imaginando casos concretos y relacionándolos con casos específicos corro el riesgo de hacer demagogia. Por eso no sigo; porque la vida es un camino de rosas para algunos porque otros cargaron con todas las espinas. Y me encomiendo al consejo paternal con el que comienza la novela de El Gran Gatsby: "Cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú". Lo más doloroso es que quienes consiguieron todas las oportunidades del mundo se olvidaron de criticar a nadie. Están en otra onda, por favor.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Español acomplejado y relaxing cup

Históricamente, cada lengua ha valido su peso en oro, y aunque creamos que los idiomas no pesan siempre hubo una directísima relación entre los ducados y maravedíes españoles del siglo XVI y la potencia del castellano incluso en ultramar; entre los sols franceses del siglo XVIII y el dominio de la lengua de Voltaire; o entre los dólares norteamericanos y la hegemonía anglo-yanki de la segunda mitad del siglo XX. Por eso cuando los lingüistas se empecinan en equiparar el inglés o el chino con alguna lengua amazónica surgen los sociolingüistas para recordar que la importancia de un idioma no reside tanto en su gramática como en su pragmática. En cualquier caso, nuestra lengua actual -el español o castellano, que a los dos nombres responde por motivos igual de legítimos- forma parte de esa veintena de idiomas del mundo civilizado que no ha dudado en las últimas décadas en gastarse una pasta gansa en su normalización e incluso en aparatitos y aparatajes de traducción simultánea, sobre todo cuando es innecesario porque los intérpretes se la saben todas y todo no es más que paripé que siempre responde a motivos ideológicos o pamplinosos pero nunca verdaderamente lingüísticos o comunicativos. (¡Ay, llanitos del Peñón; ay, congresistas monolingües!)

Me he acordado de todo esto, como ustedes estarán suponiendo, al escuchar a la Botella animando a los pijos del mundo a que tomen café en la Plaza Mayor de Madrid con ese inglés macarrónico que tanta gracia les ha hecho a tantos españoles que hablan el idioma de Shakespeare muchísimo peor pero que se sienten con la legitimidad de la risa porque ellos, al menos, no son alcaldes de ningún sitio. A un servidor, que tiene aproximadamente el mismo nivel de inglés que la mujer de Aznar, aunque en los currículos mienta como miente todo el mundo, no le ha hecho risa su acento, sino que le ha producido tristeza el hecho mismo de vernos obligados a hacer el ridículo con la fuerza de un inglispikinglis sin discusión que arrincona, por puro complejo nacional, a nuestra ilustrísima Lengua Castellana porque nosotros mismos como país no nos creemos que nuestro idioma esté a la altura del pijerío internacional. Con el hiperbólico montaje de traducción e interpretación del que presume cualquiera de estos guirigais, no es de recibo que al final todo el mundo tenga que hablar la misma lengua. ¿Para qué están entonces los traductores? ¿Por qué un país que cuenta, afortunadamente, con cuatro lenguas riquísimas tiene que acudir a una lengua extranjera en el momento decisivo de vender sus excelencias? ¿Por qué hace unos años -cuando sobraba dinero para todo- nos íbamos a matar por que en el Senado -ahí en el Madrid de las goteras eternas- se oyesen las cuatro lenguas españolas y ahora -que también sobra el dinero pero para según qué cosas- a nadie se le ha pasado por la cabeza que la Botella o quien fuera le hablase al mundo en la lengua de Cervantes? ¿Por qué ha habido que contratar por dos millones de dólares a un tipo norteamericano que la ha cagado claramente aunque le eche flores a doña Ana porque todavía espera el cheque y no se ha podido pensar en algunos de los cientos de miles de profesionales españoles que saben muchísimo de idiomas y de márketing? Yo tengo mi propia respuesta: por el mismo complejo de inferioridad que nos ha impedido calibrar la posibilidad de hablarle al mundo en español, que es una puesta en abismo de ese mismo complejo de inferioridad que acosa a muchos de mis paisanos cuando salen de la emisora hacia el Norte, que pierden su idiolecto palaciego para adoptar un ridículo acento de amalgama sevillana-madrileña que les hace pifiarla en cuanto se despistan, que es al medio minuto aproximadamente. 

Durante décadas, los gobiernos españoles se han dejado un dineral en los Institutos Cervantes que han repartido por medio mundo, pero al contrario de las grandes potencias europeas no han sabido estar a la altura de su lengua nacional cuando las circunstancias lo han requerido. Si un país arruinado pone a una alcaldesa de rebote hablando de prestado en un idioma ajeno, ¿quién iba a pensar que le íbamos a hacer sombra al Japón del siglo XXV? Pues había quien lo pensaba, porque no hay más ciego que quien no quiere ver, ni más sordo que quien no se entera de nada ni en la lengua de sus padres, aunque sus padres hubieran vivido una dictadura que catapultó al nivel de industria cultural el doblaje por cojones.

Tras el fracaso de la candidatura española a esos Juegos Olímpicos, sigo sintiendo el alivio del primer día por los mismos motivos económicos, a los que se suma ahora cierto resarcimiento por la humillación que hemos sentido los que amamos tanto nuestra lengua. Si sin haber ganado nada se habían gastado ya esas millonadas, ¿se imaginan ustedes lo que hubieran seguido gastando con el cheque en blanco que les hubiera proporcionado la inflada legitimidad de haberse hecho con los Juegos? ¿Quién se hubiera atrevido a chillarle a la Botella? ¿Y en qué idioma? 

viernes, 6 de septiembre de 2013

Adiós al archivo

Tocábamos las campanas y charlábamos, como dos adultos con memoria y poso suficiente para la reflexión, aunque yo no fuera más que un mocoso de diez o doce años con una curiosidad por el mundo que iba más allá de lo que aparentaba. Pese a mi juventud, llevaba ya varios años de monaguillo, y había aprendido hacía mucho que la señal en los entierros de las mujeres era una tin y una tan, mientras que en los de los hombres era dos tan, monótonos, periódicos, cada minuto o así, a lo largo de todo el funeral. Como éramos dos monaguillos, yo disfrutaba cuando la misa le tocaba al otro y yo compartía con Francisco Mayo, que iba para los 80 años, la aprovechable velada de sus conocimientos mientras nos turnábamos en el toque. De siempre me pareció un caballero educado y memorioso. No olvidaré jamás el contraste entre su conversación fluida y genial y la de otro viejo que yo había conocido al principio de mi llegada a la parroquia, Pepe el Moreno, el sacristán, que estaba ya a un paso de la agonía y que se desesperaba cuando me veía barrer tan torpemente. Pepe me arrancaba el escobón de las manos, barría con suavidad, haciendo montoncitos del arroz de las bodas para irlos a recoger después, mientras mascullaba con su dentadura postiza inadaptada: "Mira que es sencillo barrer"... A Pepe lo conocí poco porque, como digo, yo llegué cuando el Señor empezó a llamarlo, así que me dejó una imagen de hombre serio que no se correspondía probablemente con la realidad de sus buenos años, de aquella época en la que, según me contaron luego, tenía graciosas salidas como decir en los entierros: "Yo no quiero que se muera nadie, pero que no se acabe el chorro". A Francisco me dio más tiempo conocerlo y tratarlo. Me enseñó muchas cosas, siempre mientras tocábamos las campanas de los entierros como quien echa un cigarro al atardecer. Francisco no era sacristán ni nada. Iba porque quería, porque tenía ese espíritu colaborador de la casta de los Mayo que se le acrecentó una vez jubilado... 

En la misma época, yo aprendí mecanografía, informática, taquigrafía y hasta principios básicos de contabilidad en la academia que regentaba una de sus hijas, Rosario. Y conocí a uno de sus nietos, Julio, que ya apuntaba maneras de historiador y reportero y que, con el tiempo, se convertiría en el archivero municipal del pueblo. De modo que intimé con buena parte de su familia. Pero lo más conmovedor es que, también por la misma época, conocí una de las anécdotas que él me contaba mientras tocábamos las campanas que yo nunca hubiera conocido por otra fuente y que a mí desde aquel momento me pareció providencial para intimar con la mía sin tratarla siquiera. Francisco hizo la mili y participó en la guerra civil con mi abuelo parterno, Manolo Romero Castellano. Durante varios años fueron compañeros muy unidos. Pero yo, por motivos familiares que no vienen al caso, lo conocía poco. Apenas hablé con él unas cuantas veces. Y tal vez por ello me deslumbró más que Francisco me contara, entre risas que lo rejuvenecían, que durante aquellos difíciles años de la guerra, como mi abuelo tenía novia -mi abuela- y él no, Francisco le cedía el pase que le pertenecía para que se viniera a ver a mi abuela. "Iba a ver a María cuando le tocaba a él y cuando me tocaba a mí", decía Francisco con una risa que lo hacía retorcerse hacia adelante, con los ojos chiquititos. "Yo le decía: 'Toma, Manolo, vete con María', y allá que iba tu abuelo para ver a la novia", me contaba. Aunque yo fuera un chiquillo, no se me escapaba la causalidad de que gracias a aquellos pases que Francisco Mayo le cedía a mi abuelo, la relación con su novia, es decir, con mi abuela, se consolidó hasta el punto de casarse con ella tras la guerra, tener a siete hijos, incluido el penúltimo que fue mi padre y que, consecuentemente, yo mismo viniera al mundo. 

Muchos años después, cuando Francisco y mi abuelo murieron, a mí me siguió resonando en la memoria la risa franca y pueril de Francisco Mayo contándome aquellas batallitas de la guerra, y se me disparaba la imaginación para concluir que, de alguna manera, yo nací gracias a la generosidad soldadesca de Francisco Mayo con uno de sus compañeros de pelotón. No se lo conté nunca a su nieto, Julio Mayo, a quien la vida me acercó por el amor común a las letras y a la cultura en general, y que ayer, cuando el archivo municipal del que él es responsable salió ardiendo, parecía un chiquillo consternado con el mundo, abrazado al único libro, el del Becerro, del siglo XVII, que consiguió salvar de las llamas. 

Viéndolo llorar, me acordé de su abuelo, no sólo de cuando tocábamos las campanas, sino de cuando, ya muy mayor, coincidimos alguna vez en su casa del campo, mientras el hijo de Francisco y el padre de Julio, que también se llama Julio, nos preparaba una bandeja extraordinaria de tomate del pueblo bien aliñado. Viéndolo llorar, me pareció injusto para el pueblo que las llamas se llevaran en un rato toda la historia de un pueblo a la que él se ha entregado en cuerpo y alma, y no sólo él, sino el espíritu de su familia desde la afición a la historiografía de su propio abuelo Francisco. Viéndolo llorar, me pareció injusto que Francisco hubiera muerto, que su hijo Julio sufriera ahora Alzheimer y que su nieto Julito tuviera que llorar delante de un archivo carbonizado que es del pueblo entero pero que, sobre todo, era su archivo. 

Fíjense si Julito Mayo y el archivo y el pueblo son una misma cosa que la dirección de su correo electrónico, antes de la arroba, es "archivo41720". Nunca he conocido a nadie que, al margen de la lógica o ilógica vocación por su oficio, no pensara además en su trabajo como una forma de llegar a fin de mes, sino como una forma de vida. Así es Julio Mayo Rodríguez, nuestro archivero municipal. Un ser de una pasión inagotable por la historiografía, sobre todo por la local, y con una capacidad de trabajo realmente asombrosa. Jamás le he preguntado nada a Julio, fuera de día o de noche, que no me haya respondido o ayudado al momento. Y creo que no soy el único. Hablo literalmente. Y eso es muy difícil de decir del resto de los mortales.


Julio siempre ha dicho que se aficionó a la Historia por su abuelo Francisco, que tenía un diario en el que apuntaba cada día lo más relevante del acontecer del pueblo. Cada día apuntaba quién se había muerto, quién había nacido, quién se había casado con quién, qué hecho memorable había que recordar. Y así durante años. Esas libretitas empolvadas las guarda Julio en su casa como oro en paño. Y ayer se salvaron de la quema. 

Al acordarme de ellas, me acordé también de Francisco, de mi abuelo, de las campanas, del arroz de las bodas, de mi cara de asombro descubriendo el mundo desde el porche de la parroquia... como si las llamas que han destruido el archivo municipal me iluminaran la memoria hacia el origen de cómo empiezan los archivos personales de quienes no pueden vivir sin la Historia, la suya y la de todos.

Y mientras el pueblo dictaba sus propias sentencias, haciendo coincidir los indicios con los incendiarios; mientras los políticos se dedicaban a su estéril pelea de siempre; mientras mucha gente que nunca se ha ocupado ni de la cultura ni del archivo, que en tan malas condiciones estaba, se rasgaba las vestiduras asegurando que le habían arrebatado la memoria... mientras crepitaban tantos disparates en el fuego amasado del odio y de la hipocresía, yo me acordaba de los diarios de Francisco Mayo, a los que ahora tendrá que acudir su nieto para empezar a reconstruir la memoria de tantos desmemoriados. Que Dios le ayude. Y su abuelo desde la Gloria.

  • Este artículo, más resumido, se publica también como Tribuna en la edición del 9 de septiembre de 2013 de El Correo de Andalucía

martes, 3 de septiembre de 2013

El vuelo rasante de las gallinas

Desde siempre viví con gallinas en casa. En la mía o en la de mi abuela. Y desde pequeño me produjeron desconfianza sus ojos en lados opuestos de la cara, su mirada oblicua, su condición de aves sin vuelo, su falta de horizonte vital, entre el canto madrugador del gallo y su recogida vespertina encima de un palo. Yo nunca vi tan dantesco espectáculo, pero mi madre solía contar que mi abuela le cortó el pescuezo a más de una y que, sin cabeza, seguía corriendo sobre las tapias del corral, como le ocurren a los rabos de lagartija cuando los chiquillos hacíamos de las nuestras, antes de que llegaran los chismes esos que hoy los tienen tan embelesados que creen que la leche la produce el Mercadona. 

Hoy me he acordado de las gallinas y toda su gramática doméstica al oír las triunfalistas declaraciones de los de siempre porque el paro ha bajado en 31 personas. Me gustaría saber quiénes son, porque no dejaría de tener cierto regusto arqueológico rastrear entre los millones de españoles las caras concretas de esas 31 personas que protagonizan hoy, sin rostro, en medio del frío maremágnum estadístico que unos manejan a favor y otros en contra, el canto altanero de un gobierno que, como todos los que pare esta época penumbrosa, se agarra a un hierro ardiendo. Como esta mañana no vi la prensa, conocí el dato porque un paisano lo puso en facebook, y pensé de inmediato que era una cifra local. Cuando vi la misma cifra -que me es familiar porque es el típico número de alumnos en cualquier clase, ahora que los profesores empezamos a manejar listas de aulas- en un periódico nacional, se me cayeron los palos del sombrajo. Seguí pensando que le faltaban ceros, hasta que lo confirmé en los periódicos afines al gobierno, que son divertidísimos en celebraciones de este calado. 31 personas han salido de la fosa oscura del desempleo en todo el país. Dicen los empresarios -los que han diseñado la nueva reforma laboral- que es un dato esperanzador. Para ellos, lo será. Para los miles de jóvenes emigrados que, según el gobierno, son aventureros, no lo será tanto.

Luego sale el Instituto Nacional de Estadística (INE) confirmando que "toda la creación de empleo" -supongo que se refieren a esa aula de 31 afortunados- se debe al 'efecto verano'. Pero da igual; el gobierno sigue sacando pecho, pues el que no se consuela es porque no quiere. Menos da una piedra.

De todas formas, a mí, de natural desconfiado, me chirría cruzar datos como que hay 31 personas menos en toda España en el paro con que la afiliación a la Seguridad Social desciende en casi 100.000 personas o con que el trabajo a tiempo parcial -ya saben, esa fórmula de 'da gracias que estás trabajando'- bate récord gracias a la reforma laboral que ya saben quiénes idearon. Pero eso es seguramente porque, como dicen los economistas que saben de verdad, yo tiendo a mezclar churras con merinas. Y ahí debe de radicar mi error, o mi desconfianza, o mi condición de hombre de poca fe. 

El caso es que cuando he oído que estamos remontando el vuelo no he podido evitar acordarme del vuelo rasante de las gallinas en el corral, cuyos ojos contrapuestos ven cada cual lo que les da la gana: el uno mira hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. Hacia adelante, sólo el pico en busca del alpiste. ¿Cómo era aquello que decía Esperanza Aguirre? Pitas, pitas... Qué señora tan campechana, como el Rey. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

La feria como castigo

Cuando mi hermana y yo éramos tan pequeños como para ilusionarnos con cualquier cosa celebrábamos como una fiesta que llegara la feria y papá sacara una mesa al patio, friera pimientos y cortara el jamón que había comprado con mucha propaganda familiar en casa de Encarnita Salguero. Cenar bajo la brisa caliente de agosto, sin escuela y con la promesa segura de una mañana reculona entre las sábanas bastaba para ser felices. Luego, papá hacía de cocinero en una de aquellas casetas de tronío local, en la época en que la gente pudiente sacaba billetes de diezmil pesetas a manojos para pagar una convidá, como se decía entonces. Y yo iba al mediodía de ayudante, como si pelar papas o ajos en un rinconcito para que no estorbara fuera un juego envidiable. En aquella época, entre las décadas de los 80 y los 90, la feria de mi pueblo era un acontecimiento provincial. Uno tenía que caminar por las calles del pradillo con la paciencia de quien avanza por un rincón del mundo al que todo el mundo tiene derecho a acudir, como en una procesión laica, sintiéndose un grano de arena en la turbamulta de las dos o las tres de la mañana, con un gentío innúmero de personas que iban, venían, por esta calle, por la otra, formando tapones que se resolvían con sonrisas y la alegría colectiva de formar parte de una comunidad al unísono. Todo el mundo estaba de feria, no había otra alternativa: unos bailaban sevillanas hasta la extenuación, otros se gastaban los ahorros del año en las casetas de tiros, para otros había varias casetas de música ratonera, que se llenaban hasta las tapias de madera de jóvenes de todos los colores como teletransportados a esa dimensión ebria de los pueblos cuando bullen en fiestas patronales, y nosotros, ya adolescentes, peregrinábamos felices e ingenuos en busca de varios grupos de chavalas que nos hacían tilín, por la caseta del Club de Baloncesto, por Pepepormuntanque, por Caldito Puchero, mientras los más viejos contaban las glorias pasadas de Aplauso y otros hallazgos feriantes de esa doctrina manriqueña de que cualquier tiempo pasado fue mejor. En fin. Todo eso pasó ya. 

Llegó el cambio de recinto, el boom, los todo incluidos y la crisis, solapándose al ritmo vertiginoso de una época sin ritual en la que cualquier día era bueno para cualquier cosa. Ya el tiempo empezó a acelerarse. De unos Reyes a otros no había tanto, ni de un verano al siguiente. Y los niños empezaron  a tener chucherías y juguetes cualquier tarde, por cualquier cosa. Cualquier noche se pedía una pizza o se llamaba a la hamburguesería o se iba al McDonald o instalaban cacharritos por cualquier velada. Y fue así como el delirio ya pasado empezó a ridiculizar las ferias pueblerinas a la que todo el mundo llegaba ya saturado de todo, presumiendo de faltar porque había reservado en un hotel en cualquier punto de la costa andaluza, o en Canarias. Llegó la moda de los cruceros, de la quincena en Chipiona, de comprarse un pisito, de quitarse de en medio. Se marchó de la feria hasta la Virgen, cuyo patronazgo era ya innecesario para la fiesta de los farolillos. Y se quedaron en la feria los feriantes.


Hasta que se vieron muy solos. De un año para otro, se recuperó la feria del ganado, la feria de la tapa, la del stock, la de las vanidades... Y en el colmo del delirio y de la sensación de abandono, quienes resistían en la feria porque era su caprichito estival, presionaron tanto que el Ayuntamiento ideó hasta un referéndum. ¿Se acuerdan? Yo sí, no sólo porque en este pueblo no se ha hecho un referéndum, con lo que vale, para nada serio y sin embargo se hizo para la feria, con cuatro opciones para el cambio de fecha, porque se culpaba al calor de la falta de seguimiento del populacho, como si una década y dos y tres antes no hubiera hecho calor, sino porque yo trabajaba entonces en un periódico de Sanlúcar, y me enteré por curiosidad de las fechas posibles que se proponían, y me sorprendí al enterarme de que, al final, no se eligió ninguna de las cuatro, sino la que a no sé quién le salió de allí abajo. Me hizo gracia que el referéndum, al final, no hubiese servido para nada. Pero es que entonces sobraba dinero para todo. 

Luego volvió a pasar el tiempo. Y desembocó la crisis como un tsunami inesperado, y la gente ya no se iba a Chipiona por moda, sino por necesidad; y a los todo incluidos y a la casita del cuñado que alquilaba quince días en Almería, porque era la única alternativa viable, porque con los 300 euritos de aquella semana no tenían ni para una noche como las de antes. Y entonces todo el mundo volvió a sacar del bául de los recuerdos sus excusas convincentes de la feria como un lugar insoportable, otra vez por el calor, aunque fuera un mes después, bajo un toldo, con garbanzos, con más calor que con una gorda bajo un plástico a las tres de la tarde, y no sé cuántos errores más, con lo fresquito y lo baratito que se estaba en el Riu Chiclana. En fin, ustedes me entienden. Y poco a poco llegó esta nueva época, la nuestra, en que la feria volvió a quedarse vacía, con un domingo de fuegos artificiales en el que todos los emigrados volvían para probar la feria sin que les costase nada, porque estaba acabando...

Y en estas estamos cuando surgen otra vez las voces que piden un nuevo cambio de fecha: volver al 5 de agosto de la patrona, solapar la del ganado en abril, hacerla en junio... La que más gracia me hace es la de llevarla a septiembre o a cualquier fecha en que los niños tengan obligación de estar en la escuela, para que sus padres no tengan alternativa o escapatoria y mamen feria por cojones, como un castigo irremisible. El debate está abierto, pero nadie quiere enterarse de que el problema no es de fechas, sino de época, de ciclo, de mentalidad... La gente tiene mucha libertad y muy poco dinero, y escapa de la feria porque le da la gana; se haga en abril o se haga en agosto. Ya se buscarán las maneras. Eso sí, a quien le gusta la feria siempre la verá oportuna pero no puede pretender imponer sus gustos a la mayoría. 

En vez de un cambio de fecha, ¿no sería más realista pensar en un cambio de expectativa, en preparar una feria para los mil o dos mil palaciegos que no pueden vivir sin ella? ¿O hacemos otro referéndum?