Históricamente, cada lengua ha valido su peso en oro, y aunque creamos que los idiomas no pesan siempre hubo una directísima relación entre los ducados y maravedíes españoles del siglo XVI y la potencia del castellano incluso en ultramar; entre los sols franceses del siglo XVIII y el dominio de la lengua de Voltaire; o entre los dólares norteamericanos y la hegemonía anglo-yanki de la segunda mitad del siglo XX. Por eso cuando los lingüistas se empecinan en equiparar el inglés o el chino con alguna lengua amazónica surgen los sociolingüistas para recordar que la importancia de un idioma no reside tanto en su gramática como en su pragmática. En cualquier caso, nuestra lengua actual -el español o castellano, que a los dos nombres responde por motivos igual de legítimos- forma parte de esa veintena de idiomas del mundo civilizado que no ha dudado en las últimas décadas en gastarse una pasta gansa en su normalización e incluso en aparatitos y aparatajes de traducción simultánea, sobre todo cuando es innecesario porque los intérpretes se la saben todas y todo no es más que paripé que siempre responde a motivos ideológicos o pamplinosos pero nunca verdaderamente lingüísticos o comunicativos. (¡Ay, llanitos del Peñón; ay, congresistas monolingües!)
Me he acordado de todo esto, como ustedes estarán suponiendo, al escuchar a la Botella animando a los pijos del mundo a que tomen café en la Plaza Mayor de Madrid con ese inglés macarrónico que tanta gracia les ha hecho a tantos españoles que hablan el idioma de Shakespeare muchísimo peor pero que se sienten con la legitimidad de la risa porque ellos, al menos, no son alcaldes de ningún sitio. A un servidor, que tiene aproximadamente el mismo nivel de inglés que la mujer de Aznar, aunque en los currículos mienta como miente todo el mundo, no le ha hecho risa su acento, sino que le ha producido tristeza el hecho mismo de vernos obligados a hacer el ridículo con la fuerza de un inglispikinglis sin discusión que arrincona, por puro complejo nacional, a nuestra ilustrísima Lengua Castellana porque nosotros mismos como país no nos creemos que nuestro idioma esté a la altura del pijerío internacional. Con el hiperbólico montaje de traducción e interpretación del que presume cualquiera de estos guirigais, no es de recibo que al final todo el mundo tenga que hablar la misma lengua. ¿Para qué están entonces los traductores? ¿Por qué un país que cuenta, afortunadamente, con cuatro lenguas riquísimas tiene que acudir a una lengua extranjera en el momento decisivo de vender sus excelencias? ¿Por qué hace unos años -cuando sobraba dinero para todo- nos íbamos a matar por que en el Senado -ahí en el Madrid de las goteras eternas- se oyesen las cuatro lenguas españolas y ahora -que también sobra el dinero pero para según qué cosas- a nadie se le ha pasado por la cabeza que la Botella o quien fuera le hablase al mundo en la lengua de Cervantes? ¿Por qué ha habido que contratar por dos millones de dólares a un tipo norteamericano que la ha cagado claramente aunque le eche flores a doña Ana porque todavía espera el cheque y no se ha podido pensar en algunos de los cientos de miles de profesionales españoles que saben muchísimo de idiomas y de márketing? Yo tengo mi propia respuesta: por el mismo complejo de inferioridad que nos ha impedido calibrar la posibilidad de hablarle al mundo en español, que es una puesta en abismo de ese mismo complejo de inferioridad que acosa a muchos de mis paisanos cuando salen de la emisora hacia el Norte, que pierden su idiolecto palaciego para adoptar un ridículo acento de amalgama sevillana-madrileña que les hace pifiarla en cuanto se despistan, que es al medio minuto aproximadamente.
Durante décadas, los gobiernos españoles se han dejado un dineral en los Institutos Cervantes que han repartido por medio mundo, pero al contrario de las grandes potencias europeas no han sabido estar a la altura de su lengua nacional cuando las circunstancias lo han requerido. Si un país arruinado pone a una alcaldesa de rebote hablando de prestado en un idioma ajeno, ¿quién iba a pensar que le íbamos a hacer sombra al Japón del siglo XXV? Pues había quien lo pensaba, porque no hay más ciego que quien no quiere ver, ni más sordo que quien no se entera de nada ni en la lengua de sus padres, aunque sus padres hubieran vivido una dictadura que catapultó al nivel de industria cultural el doblaje por cojones.
Tras el fracaso de la candidatura española a esos Juegos Olímpicos, sigo sintiendo el alivio del primer día por los mismos motivos económicos, a los que se suma ahora cierto resarcimiento por la humillación que hemos sentido los que amamos tanto nuestra lengua. Si sin haber ganado nada se habían gastado ya esas millonadas, ¿se imaginan ustedes lo que hubieran seguido gastando con el cheque en blanco que les hubiera proporcionado la inflada legitimidad de haberse hecho con los Juegos? ¿Quién se hubiera atrevido a chillarle a la Botella? ¿Y en qué idioma?
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