domingo, 1 de septiembre de 2013

La feria como castigo

Cuando mi hermana y yo éramos tan pequeños como para ilusionarnos con cualquier cosa celebrábamos como una fiesta que llegara la feria y papá sacara una mesa al patio, friera pimientos y cortara el jamón que había comprado con mucha propaganda familiar en casa de Encarnita Salguero. Cenar bajo la brisa caliente de agosto, sin escuela y con la promesa segura de una mañana reculona entre las sábanas bastaba para ser felices. Luego, papá hacía de cocinero en una de aquellas casetas de tronío local, en la época en que la gente pudiente sacaba billetes de diezmil pesetas a manojos para pagar una convidá, como se decía entonces. Y yo iba al mediodía de ayudante, como si pelar papas o ajos en un rinconcito para que no estorbara fuera un juego envidiable. En aquella época, entre las décadas de los 80 y los 90, la feria de mi pueblo era un acontecimiento provincial. Uno tenía que caminar por las calles del pradillo con la paciencia de quien avanza por un rincón del mundo al que todo el mundo tiene derecho a acudir, como en una procesión laica, sintiéndose un grano de arena en la turbamulta de las dos o las tres de la mañana, con un gentío innúmero de personas que iban, venían, por esta calle, por la otra, formando tapones que se resolvían con sonrisas y la alegría colectiva de formar parte de una comunidad al unísono. Todo el mundo estaba de feria, no había otra alternativa: unos bailaban sevillanas hasta la extenuación, otros se gastaban los ahorros del año en las casetas de tiros, para otros había varias casetas de música ratonera, que se llenaban hasta las tapias de madera de jóvenes de todos los colores como teletransportados a esa dimensión ebria de los pueblos cuando bullen en fiestas patronales, y nosotros, ya adolescentes, peregrinábamos felices e ingenuos en busca de varios grupos de chavalas que nos hacían tilín, por la caseta del Club de Baloncesto, por Pepepormuntanque, por Caldito Puchero, mientras los más viejos contaban las glorias pasadas de Aplauso y otros hallazgos feriantes de esa doctrina manriqueña de que cualquier tiempo pasado fue mejor. En fin. Todo eso pasó ya. 

Llegó el cambio de recinto, el boom, los todo incluidos y la crisis, solapándose al ritmo vertiginoso de una época sin ritual en la que cualquier día era bueno para cualquier cosa. Ya el tiempo empezó a acelerarse. De unos Reyes a otros no había tanto, ni de un verano al siguiente. Y los niños empezaron  a tener chucherías y juguetes cualquier tarde, por cualquier cosa. Cualquier noche se pedía una pizza o se llamaba a la hamburguesería o se iba al McDonald o instalaban cacharritos por cualquier velada. Y fue así como el delirio ya pasado empezó a ridiculizar las ferias pueblerinas a la que todo el mundo llegaba ya saturado de todo, presumiendo de faltar porque había reservado en un hotel en cualquier punto de la costa andaluza, o en Canarias. Llegó la moda de los cruceros, de la quincena en Chipiona, de comprarse un pisito, de quitarse de en medio. Se marchó de la feria hasta la Virgen, cuyo patronazgo era ya innecesario para la fiesta de los farolillos. Y se quedaron en la feria los feriantes.


Hasta que se vieron muy solos. De un año para otro, se recuperó la feria del ganado, la feria de la tapa, la del stock, la de las vanidades... Y en el colmo del delirio y de la sensación de abandono, quienes resistían en la feria porque era su caprichito estival, presionaron tanto que el Ayuntamiento ideó hasta un referéndum. ¿Se acuerdan? Yo sí, no sólo porque en este pueblo no se ha hecho un referéndum, con lo que vale, para nada serio y sin embargo se hizo para la feria, con cuatro opciones para el cambio de fecha, porque se culpaba al calor de la falta de seguimiento del populacho, como si una década y dos y tres antes no hubiera hecho calor, sino porque yo trabajaba entonces en un periódico de Sanlúcar, y me enteré por curiosidad de las fechas posibles que se proponían, y me sorprendí al enterarme de que, al final, no se eligió ninguna de las cuatro, sino la que a no sé quién le salió de allí abajo. Me hizo gracia que el referéndum, al final, no hubiese servido para nada. Pero es que entonces sobraba dinero para todo. 

Luego volvió a pasar el tiempo. Y desembocó la crisis como un tsunami inesperado, y la gente ya no se iba a Chipiona por moda, sino por necesidad; y a los todo incluidos y a la casita del cuñado que alquilaba quince días en Almería, porque era la única alternativa viable, porque con los 300 euritos de aquella semana no tenían ni para una noche como las de antes. Y entonces todo el mundo volvió a sacar del bául de los recuerdos sus excusas convincentes de la feria como un lugar insoportable, otra vez por el calor, aunque fuera un mes después, bajo un toldo, con garbanzos, con más calor que con una gorda bajo un plástico a las tres de la tarde, y no sé cuántos errores más, con lo fresquito y lo baratito que se estaba en el Riu Chiclana. En fin, ustedes me entienden. Y poco a poco llegó esta nueva época, la nuestra, en que la feria volvió a quedarse vacía, con un domingo de fuegos artificiales en el que todos los emigrados volvían para probar la feria sin que les costase nada, porque estaba acabando...

Y en estas estamos cuando surgen otra vez las voces que piden un nuevo cambio de fecha: volver al 5 de agosto de la patrona, solapar la del ganado en abril, hacerla en junio... La que más gracia me hace es la de llevarla a septiembre o a cualquier fecha en que los niños tengan obligación de estar en la escuela, para que sus padres no tengan alternativa o escapatoria y mamen feria por cojones, como un castigo irremisible. El debate está abierto, pero nadie quiere enterarse de que el problema no es de fechas, sino de época, de ciclo, de mentalidad... La gente tiene mucha libertad y muy poco dinero, y escapa de la feria porque le da la gana; se haga en abril o se haga en agosto. Ya se buscarán las maneras. Eso sí, a quien le gusta la feria siempre la verá oportuna pero no puede pretender imponer sus gustos a la mayoría. 

En vez de un cambio de fecha, ¿no sería más realista pensar en un cambio de expectativa, en preparar una feria para los mil o dos mil palaciegos que no pueden vivir sin ella? ¿O hacemos otro referéndum?

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