sábado, 27 de octubre de 2012

Javier Marías, héroe nacional


Creo que Javier Marías (Madrid, 1951) es hoy por hoy el novelista español más prestigioso con vida, y no lo creo porque yo sea un asiduo lector suyo, pues sólo me he leído un par de novelas y algún relato corto firmados por él, sino porque en esas pocas lecturas he comprobado que, como dice la crítica especializada, ha logrado fusionar, con un poder hipnótico sin precedentes, las gracias de la narrativa literaria y del ensayo profundo como ningún literato al uso ha conseguido que yo sepa. Me parece algo así como el intocable Cervantes, que también tiene mucho de ensayista en sus a veces deshilachadas digresiones, pero con más rigor y antipatía que el autor del Quijote. Además, por los artículos periodísticos que le he leído, es uno de esos pocos autores a los que no les duelen prendas en decir, literalmente y sin ambages, lo que piensa, cueste lo que le cueste. Y el mundo intelectual no ha tenido más remedio que reconocerle todo esto, aunque a veces le pese. Tal vez que no sólo sea novelista sino también traductor y editor y hasta tenga mucho de filósofo pese sobremanera en esta condición de escritor prestigiado a la que me refiero. Insisto, porque creo que una cosa es la fama o la popularidad o el reconocimiento y el aplauso y otra, más allá, el prestigio. 
Javier Marías, hijo del filósofo más próximo a Ortega y Gasset, el exiliado durante el franquismo Julián Marías por su condición de republicano con principios, criado en EEUU, educado en los preceptos de la Institución Libre de Enseñanza y rodeado desde siempre de algunos de los mejores intelectuales españoles y extranjeros, reúne en su vida todo lo que un envidioso consciente como yo hubiera deseado para bañar su cotidianidad de un mínimo de interés. Y es posible que sea algo así como el antónimo más claro del español medio del pelotazo que por aquí hemos conocido en las últimas décadas, es decir, del presumido con dinero de plástico al que le importa más que nada en el mundo la vanidad y el corto plazo y se hipoteca su vida para conseguir nunca se entera muy bien el qué.

Por eso cuando he conocido la extraña noticia de que Marías rechaza el Premio Nacional de Narrativa por su última novela, Los enamoramientos, se me ha conmovido el cuerpo y el alma como quien oye un comentario surrealista en un velatorio o una broma de mal gusto, un disparate increíble en medio de este drama mortuorio que es esta crisis que me niego a escribir en mayúsculas pero tal vez debería. Más me he estremecido aún cuando he sabido que el premio eran 20.000 euros, que hace meses rechazó otro de 15.000 y he oído las razones de su rechazo, en primerísimo lugar porque no me imagino a mí mismo -y eso que hace días que lo admiro mucho más- haciendo eso en su lugar. Por lo visto, al menos desde 1998 viene declarando Marías que no estaría dispuesto a recibir un premio en metálico procedente del erario público, pero hasta ahora, en la cresta de esta desgracia nacional que no acaba, no se le había presentado la ocasión, y ha dicho que estaría feo, que sería incoherente o impresentable, tragarse sus declaraciones y recoger el premio, por mucho que le tiente y mucho que le agradezca al jurado su decisión. Además de esto, ha recordado que el Gobierno actual del PP, al que ha comparado con el franquismo en materia cultural, ha destinado cero euros en el presupuesto de 2013 para bibliotecas públicas. Y, por último, ha señalado que podría haber recibido el dinero y donarlo a continuación pero que le parecería demagógico porque no es él el encargado de decidir a qué destinar el dinero, sino más bien el libre responsable de dejarle el dinero al gobierno para que el gobierno decida qué hace con él. Ha sido como pasarle la patata caliente al gobierno, que para eso gobierna, o como decirle al gobierno que se meta el premio por donde le quepa y lo saque en forma de dinero por donde más falta le haga a la sociedad. O sea, una faena propia de un intelectual de altura. Y quizás por eso algunos le han reprochado con la boquita pequeña que lo ha hecho por vanidad o afán de notoriedad o, más peregrinamente aún, que la novela por la que ha sido premiado era malísima.

Yo no la he leído, pero he leído críticas maravillosas. En cualquier caso, conociendo a Marías tampoco debe ser ningún bodrio y el fondo del asunto es que el premio era suyo y él se lo ha devuelto al Estado sin tocarlo siquiera. Eso, en esta España nuestra tan dada al aplauso fácil, al éxito llovido del cielo y a la oportunidad aprovechada incluso en el despropósito, digan lo que digan, es dificilísimo. Vivimos en un país, conviene recordarlo, que históricamente -y hoy, que es lo más triste- le sonríe al listillo de turno, al aprovechado, al espabilado, al granuja, al pícaro, al que defrauda al fisco, al gracioso zoquete, torerete, al que se las sabe todas, al que viene de vuelta de ser engañado y engañar, al que te guiña el ojo, al que no hace nada, al bromista de la pereza y el bostezo sin rezo, al que se escaquea, al que se burla de las causas nobles, al que hace chistes de la generalizada desfachatez, al que infla su beneficio y siempre desinfla el del prójimo con mucho arte, y sin fe... 

Vivimos en un país donde es esperable el demérito generalizado de una acción como la de Marías, porque siempre habrá quien le reproche rechazar el dinero porque no le hace falta o por afán de protagonismo, sin reparar en que poderoso caballero siempre es bienvenido, que le pregunten a los anacrónicos chupatintas de la corte, y que a quien trabaja bien, como es el caso, no le hacen falta este tipo de protagonismos, que más bien desearían para sí quienes, criticando desde la barrera, tienen la convicción de que nunca se verán en esas y por eso especulan con sus propios sentimientos, jugándose, traicionándose su propia indubitable identidad. Por eso un servidor, en un esfuerzo identitario, reconoce: yo no lo haría. 

Me apena vivir en un país que aplaude a los peloteros millonarios, a los toreros sanguinarios y a los ricos medievales que donan un 0,05 de sus inmensas fortunas a Cáritas, después de haberse enriquecido a costa de destruir a los más pequeños con su afán de capitalismo acaparador, para que el pueblo paupérrimo les siga comiendo en la mano. Me apena vivir en un país con profesionales de la política que ven cómo el mundo se derrumba pero son incapaces de renunciar a ninguna prebenda y privilegio, mientras se les llena la boca de palabras vanas que ya nadie cree, porque la gente quiere simplemente pan y cuando la gente comienza a tener hambre es cada vez más hambre de pan y menos de justicia, paz y libertad, sino pan a secas, para no ahorcarse antes de que lleguen los usureros y otros cuervos del montón. 

Cuando he conocido los hechos y las razones de Javier Marías no he podido sino pensar: si todos los españoles fuéramos así, España no sería así.


domingo, 21 de octubre de 2012

'Un mundo cuadrado'

La segunda y última película del cineasta sevillano Álvaro Begines (Los Palacios y Villafranca, 1963) demuestra que, con la edad, pasamos ineluctablemente de la comedia al drama. Debe de ser ley de vida, o ley de mercado, o signo de los tiempos. El caso es que quien fuera letrista del grupo No me pises que llevo chanclas e ideólogo de aquel neogénero musical que dio en llamarse agropop, con todo su cargamento de sandías y buen humor en la descubridora brecha que se abría entre dos generaciones -la de los viejos agricultores lugareños y la de aquellos músicos que hacían conciertos para pasárselo bien-, continuó su senda de artista por los vericuetos del cine, y tras pasar por la prestigiosa Escuela Internacional de Cine de San Juan de los Baños, en Cuba, rodar algunos cortos interesantes y un largo con ingrendientes de su casa, música y humor, ¿Por qué se frotan las patitas? (2006), de éxito definitivo en su carrera, vuelve a las pantallas con un drama largamente gestado desde sus tiempos de chancla en caravana por esos pueblos de dios, desde su belle époque al alimón con su hermano Pepe construyendo canciones inspiradas en el divertido contraste entre el campo y la ciudad, entre el terrón retorcido y la cursilería urbana. Por eso su última película, Un mundo cuadrado, cuenta con esos mismos ingredientes, pero sin risas: un pueblo remoto, un grupo de rock, otro de currantes y otro más de mandamases menores donde dios pegó las tres voces, y todo ello en gazpacho bien guionizado que abre una ventana de esperanza justo al puente del Quinto Centenario, en la Sevilla que nada sabe de rincones rurales como el que aparece retratado en la cinta. El guión es de Álvaro Begines y de Miguel Ángel Carmona, otra promesa palaciega del cine que también colaboró con Begines en su primer filme y que ya ha apuntado maneras con varios cortos premiados, entre ellos 70m2, galardonado en una veintena de festivales. La productora de Un mundo cuadrado es La Zanfoña, la misma empresa que está detrás, por ejemplo, de Grupo7.

    La película, 95 minutos con oportuna música de Manuel Ruiz del Corral, es buena y recomendable porque cuenta con varios niveles de lectura: la de la anécdota dramática que da pie a su trama -la muerte por accidente del vocalista de un grupo de jóvenes que juega al rock mientras se aventuran por el Parque Natural de Doñana y las consecuencias que se derivan-; el drama de una sociedad de 800 vecinos sin pasado ni futuro que viven a expensas de lo que les permita trabajar o descansar el capataz de la hacienda; el drama familiar de una gente a la que se le han agriado las relaciones; y el drama individual de quienes se han resignado a la cuadratura de su mundo o quienes aprovechan esa misma cuadratura -incluso como eslogan- para cambiarlo.

    El protagonista -que hace de ajustado narrador en off-, interpretado con nota por Samuel Galiardo -un actor de 25 años desconocido hasta ahora- es el culpable de que se desencadene el conflicto pero también el responsable de que se resuelva. Y para ello se acompaña de otros amigos del grupo de rock, interpretados por el ganador del Goya al actor revelación por 7 vírgenes Jesús Carroza -Esteban-, Rocío Peláez -María- y Alejandro Astola -el vocalista muerto de un disparo. Un papel esencial en la cinta tiene Juanfra Juárez, disminuido psíquico que hace de hermano del prota y que con sus obsesión de ser torero y sus ingenuas apreciaciones dota a la historia de una pátina rotunda entre lo que supone de entrañable, literalmente, y lo que supone de símbolo del afán de superación humano. La película cuenta también con actores veteranos como Juan Carlos Sánchez, Manuel Monteagudo, Sebastián Haro o Álex O'Dogherty como actor invitado.

    El mundo cuadrado al que hace alusión el título es literalmente cuadrado porque se trata de una de las parcelas señaladas con esa forma geométrica desde la colonización de las marismas del Guadalquivir a mediados del siglo pasado -algo así como los poblados de San Leandro o Marismillas, por ejemplo-, al modo como se hizo en la colonización africana, con escuadra y cartabón. Un cuadrado irresoluto de Rubik, omnipresente hasta el final, funciona muy bien como metáfora de esa cuadratura como problema que el abuelo del protagonista -espectacular Juan Carlos Sánchez- le explicará en una de las mejores secuencias de la cinta, trazando con un palo un cuadrado sobre la tierra, a orillas del Guadalquivir y abrazando al nieto en pleno punto de inflexión de la historia. Ésta trascurre ya en los años 90, pero sigue teniendo algo de la injusticia de los santos inocentes de Delibes -llevados al cine por Mario Camus- y algo del oscurantismo del Obabakoak de Atxaga -hecha película por Montxo Armendáriz.

    La película, que tal vez adolezca de completos efectos especiales -y a veces innecesarios- o de algunas resoluciones del guión verosímiles o libres de maniqueísmo pero que cuenta con justificación en sus escasos 800.000 euros de presupuesto, tiene gancho porque en rigor es una película del maltrato a todos los niveles: el maltrato social ejercido por los más fuertes y el maltrato doméstico en cualquiera de sus aristas -de los machos ibéricos hacia sus mujeres o de las generaciones intermedias hacia sus opacos mayores. Con todo, el mayor drama de la cinta no está dentro de ella, sino fuera, en el descubrimiento por parte del espectador de que ese desgraciado mundo de gente asustada por su falta de mundología y educación no está ni tan lejos por el pasado -hechos reales ocurridos en los años 90- ni por el futuro, a la sombra de tantos recortes sobre recortes en materia educativa para construir, otra vez, un mundo cuadrado de jóvenes sin posibilidad de escapatoria, controlados como siempre por ese fluido caciquil de señores que van y vienen, privilegiadamente, a la luz de la luna llena. 

jueves, 4 de octubre de 2012

Qué poca educación

La Educación pública en España tiene mala prensa, y aunque existen ilustrísimos ejemplos de cómo esa educación de todos y para todos ha dado sus frutos de manera genial, tal y como han mostrado diversas campañas mediáticas de apoyo al sistema en los últimos años, problemas como el abandono escolar, el fracaso educativo y la vanidad de muchos nuevos ricos -que en rigor ni siquiera lo eran - llevando a sus críos a escuelas privadas en su desesperada lucha interna por subir en la escala social han convertido, falsamente, una Educación digna de todas las alabanzas en un foco problemático, inmerecidamente. Si analizamos pormenorizadamente esos problemas, descubriremos que sus causas no están en la escuela pública misma, sino en factores externos que la han zaherido desde fuera. Un sistema que garantiza gratuitamente la educación de todos, recreando en su espacio el virtual funcionamiento de la sociedad misma, con sus individuos brillantes o incapaces, femeninos o masculinos, sus problemas de convivencia y sus hallazgos en el conocimiento individual y comunitario, no puede tener sino virtudes. Porque la escuela para los niños, en su pluralidad y diversidad por principio, es un ensayo general de la vida, y hay que repetirlo aunque suene a tópico. Es así.

Entonces, ¿dónde está el origen del conflicto? Evidentemente, en la gestión que se hace de la escuela pública. O sea, que el problema que hay que combatir no es el concepto, sino la gestión de ese concepto. Lo que pasa es que esa gestión -y ahí está la madre del borrego- es responsabilidad precisamente -y en buena medida, aunque no en toda- de los agentes que han convertido la escuela pública en un problema. Esos agentes son los responsables públicos. Y estos, a su vez, son los políticos que llegan a gobernar. Y estos políticos que llegan a gobernar en efecto han sido previamente los políticos que no gobernaban y que desde su oposición previa a los políticos que sí gobernaban convirtieron todos los asuntos públicos, entre ellos también el de la Educación, en un caballo de batalla con el que convertir todo -también la Educación- en un foco conflictivo para justificar la lucha -su lucha. Si contemplamos que la gobernanza en España ha sido cuestión de dos grandes partidos -PSOE y PP- desde que llegó la Democracia y que en su irresponsabilidad epistemológica no han sido capaces aún de desprenderse de la pátina inútil de la izquierda y la derecha como ideas o emblemas herederos desde el sentido concreto que el Franquismo les dio, convendremos en que el sistema educativo español ha estado preñado, injustamente, de demasiadas alharacas ideológicas que no han hecho sino lastrar los objetivos fundamentales que la Educación pública debería tener, según el entender de cualquier persona honesta de nuestro país, y a semejanza, por ejemplo, de lo que sí tienen en sistemas educativos del norte europeo en cuyo espejo nos miramos tan a menudo pero para nada. El problema sigue siendo, a fecha de hoy, que ese embarazo ideológico no deseado sigue pesando sobre un sistema que, internamente y por lo que respecta a sus profesionales de la enseñanza, no sabe cómo quitarse encima, entre otras razones porque nunca nunca han sido tenidos en cuenta verdaderamente y nunca nunca se les ha preguntado por el modelo que desearían.

En este sentido, y centrándonos en las dos últimas legislaturas, recordemos el desprecio al conocimiento y la cultura que supuso desde hace unos años el regalar los libros a diestro y siniestro, a absolutamente todos los alumnos, tuvieran sus familias recursos más que suficientes o no; inculcando, pues, en la percepción colectiva que trasmina a cada niño que los libros los dan, es decir, que no valen nada, que son gratis. En una sociedad de consumo como la nuestra -y esto lo sabemos de sobra- lo que no cuesta nada, no vale nada. Así funcionamos, por desgracia. Y esta falsa generosidad estuvo complementada, en ese despótico derrroche institucional que no era sino el reflejo de los tiempos del boom -de todos estos últimos booms-, por un ordenador para cada alumno. También gratis, claro. Inculcando, desde otro punto de vista, que los medios son los mensajes, que por el simple hecho de contar con un ordenador los chiquillos iban a salir del curso especialmente preparados y mucho más sabios de como entraron. La realidad, y eso no sólo lo sabemos los docentes sino también los padres y cualquier ciudadano con un mínimo de sensibilidad, ha sido que el ordendor resultó una golosina cibernética para que la chavalería tuviera acceso a esa red llamada internet en la que hoy se gestan las relaciones de verdad, sobre todo por las tardes y a deshoras, incluso a las horas de estudiar. Como ya no hay dinero, ya la preocupación por eso del 2.0 y de la alfabetización digital -cuando todavía no se había conseguido la alfabetización analógica- se ha diluido disimuladamente. Y todo esto, vendido desde las filas gubernamentales de eso que llamamos izquierda. Lo preocupante, insisto, no es que el invento no haya funcionado sino que se puso en marcha, fundamentalmente, para hacer frente, desde la política pura y dura, a esas otras filas gubernamentales o potencialmente gubernamentales que llamamos la derecha. Pues bien, ahora que esta llega al poder, se desvive por aniquilar todo lo que huela a izquierda:  entre otras cosas, la asignatura de educación para la ciudadanía, culpándola, subrepticiamente, de ser una de las causas rotundas del fracaso escolar o del mal funcionamiento del sistema. Craso error. La asignatura, como cualquier otra, podría tener en su currículo algún exceso, pero era una materia necesaria en estos momentos de teórica consolidación democrática. Y en cualquier caso no era ni mucho menos la causa de ningún fracaso educativo, que más bien se debía -como bien sabemos los profesores que manejamos tiza y necesidades educativas a partes iguales- a una desorganización del currículo verdaderamente necesario; a una preocupante falta de insistencia en eso que los pedagogos llaman desde hace unos años competencias básicas pero que en los centros educativos se mira con desdén porque lo que trasciende no es su aplicación lógica sino la persecución burocrática y absurda que entraña; es decir, la competencia lingüística y comunicativa, las destrezas matemáticas, el pragmático dominio de los idiomas, el conocimiento natural, científico y social... y poco más. Pero este poco es necesario que se enseñe con la suficiente rotundidad, es decir, con el suficiente número de horas. Si para ello hay que eliminar determinadas horas dedicadas a no sé qué pero que roban tiempo para la comprensión profunda de los textos, de las teorías y las aplicaciones científicas y la práctica del idioma, bien. Pero el camino es el camino del humanismo, no el camino que tracen desde sus intereses particulares los empresarios.

Lo digo porque, al hilo de la enésima reforma educativa que se fragua ahora, en este caso del PP, he oído que uno de los objetivos de la tal reforma es "conectar las aulas con las empresas". Craso error también. Y preocupante. El objetivo de las aulas no debe estar en las empresas, en ninguna empresa. El objetivo de las aulas es formar ciudadanos cultos, libres y responsables. Nada más, y nada menos. El objetivo de las aulas es formar hombres y mujeres que, una vez superadas las etapas académicas que sus circunstancias les permitan, sean capaces, desde la responsabilidad y el autodominio, de trabajar en una empresa, de montar una empresa o de mandar a las empresas al carajo si lo consideran en el sacrosanto ejercicio de su libertad. No podemos dejar que el mundo empresarial, por mucho que le preocupe al PP desde siempre y particularmente en estos momentos de imperiosa reactivación laboral, se infiltre en nuestras aulas, en el mundo académico y cultural. Porque las empresas están para ganar dinero. Y las aulas están para generar y transmitir conocimiento. Son objetivos absolutamente distintos. Y así debe seguir siendo. Sobre todo porque precisamente por una marginación de la labor de las aulas -y específicamente de las aulas en la Educación pública- el mundo empresarial absorbió de manera maquiavélica a un preocupante porcentaje de alumnos que ahora, precisamente, han vuelto a las aulas, decepcionados del sistema laboral, de las empresas y de los artificios de un boom que los engañó. Si no aprendemos de los errores, no aprendemos nada.

Ninguna reforma educativa mejorará la Educación ni contribuirá a sacarnos de este pozo socioeconómico en el que nos encontramos si no se le da a la Educación -en manos de sus verdaderos y diversos especialistas y no de los arribistas de la Política- el lugar primordial que le corresponde por justicia y por aplastante lógica. 

*Este artículo se publica asimismo en la sección de Nacional del semanario Cambio16.