La segunda y última película del cineasta sevillano Álvaro Begines (Los Palacios y Villafranca, 1963) demuestra que, con la edad, pasamos ineluctablemente de la comedia al drama. Debe de ser ley de vida, o ley de mercado, o signo de los tiempos. El caso es que quien fuera letrista del grupo No me pises que llevo chanclas e ideólogo de aquel neogénero musical que dio en llamarse agropop, con todo su cargamento de sandías y buen humor en la descubridora brecha que se abría entre dos generaciones -la de los viejos agricultores lugareños y la de aquellos músicos que hacían conciertos para pasárselo bien-, continuó su senda de artista por los vericuetos del cine, y tras pasar por la prestigiosa Escuela Internacional de Cine de San Juan de los Baños, en Cuba, rodar algunos cortos interesantes y un largo con ingrendientes de su casa, música y humor, ¿Por qué se frotan las patitas? (2006), de éxito definitivo en su carrera, vuelve a las pantallas con un drama largamente gestado desde sus tiempos de chancla en caravana por esos pueblos de dios, desde su belle époque al alimón con su hermano Pepe construyendo canciones inspiradas en el divertido contraste entre el campo y la ciudad, entre el terrón retorcido y la cursilería urbana. Por eso su última película, Un mundo cuadrado, cuenta con esos mismos ingredientes, pero sin risas: un pueblo remoto, un grupo de rock, otro de currantes y otro más de mandamases menores donde dios pegó las tres voces, y todo ello en gazpacho bien guionizado que abre una ventana de esperanza justo al puente del Quinto Centenario, en la Sevilla que nada sabe de rincones rurales como el que aparece retratado en la cinta. El guión es de Álvaro Begines y de Miguel Ángel Carmona, otra promesa palaciega del cine que también colaboró con Begines en su primer filme y que ya ha apuntado maneras con varios cortos premiados, entre ellos 70m2, galardonado en una veintena de festivales. La productora de Un mundo cuadrado es La Zanfoña, la misma empresa que está detrás, por ejemplo, de Grupo7.
La película, 95 minutos con oportuna música de Manuel Ruiz del Corral, es buena y recomendable porque cuenta con varios niveles de lectura: la de la anécdota dramática que da pie a su trama -la muerte por accidente del vocalista de un grupo de jóvenes que juega al rock mientras se aventuran por el Parque Natural de Doñana y las consecuencias que se derivan-; el drama de una sociedad de 800 vecinos sin pasado ni futuro que viven a expensas de lo que les permita trabajar o descansar el capataz de la hacienda; el drama familiar de una gente a la que se le han agriado las relaciones; y el drama individual de quienes se han resignado a la cuadratura de su mundo o quienes aprovechan esa misma cuadratura -incluso como eslogan- para cambiarlo.
El protagonista -que hace de ajustado narrador en off-, interpretado con nota por Samuel Galiardo -un actor de 25 años desconocido hasta ahora- es el culpable de que se desencadene el conflicto pero también el responsable de que se resuelva. Y para ello se acompaña de otros amigos del grupo de rock, interpretados por el ganador del Goya al actor revelación por 7 vírgenes Jesús Carroza -Esteban-, Rocío Peláez -María- y Alejandro Astola -el vocalista muerto de un disparo. Un papel esencial en la cinta tiene Juanfra Juárez, disminuido psíquico que hace de hermano del prota y que con sus obsesión de ser torero y sus ingenuas apreciaciones dota a la historia de una pátina rotunda entre lo que supone de entrañable, literalmente, y lo que supone de símbolo del afán de superación humano. La película cuenta también con actores veteranos como Juan Carlos Sánchez, Manuel Monteagudo, Sebastián Haro o Álex O'Dogherty como actor invitado.
El mundo cuadrado al que hace alusión el título es literalmente cuadrado porque se trata de una de las parcelas señaladas con esa forma geométrica desde la colonización de las marismas del Guadalquivir a mediados del siglo pasado -algo así como los poblados de San Leandro o Marismillas, por ejemplo-, al modo como se hizo en la colonización africana, con escuadra y cartabón. Un cuadrado irresoluto de Rubik, omnipresente hasta el final, funciona muy bien como metáfora de esa cuadratura como problema que el abuelo del protagonista -espectacular Juan Carlos Sánchez- le explicará en una de las mejores secuencias de la cinta, trazando con un palo un cuadrado sobre la tierra, a orillas del Guadalquivir y abrazando al nieto en pleno punto de inflexión de la historia. Ésta trascurre ya en los años 90, pero sigue teniendo algo de la injusticia de los santos inocentes de Delibes -llevados al cine por Mario Camus- y algo del oscurantismo del Obabakoak de Atxaga -hecha película por Montxo Armendáriz.
La película, que tal vez adolezca de completos efectos especiales -y a veces innecesarios- o de algunas resoluciones del guión verosímiles o libres de maniqueísmo pero que cuenta con justificación en sus escasos 800.000 euros de presupuesto, tiene gancho porque en rigor es una película del maltrato a todos los niveles: el maltrato social ejercido por los más fuertes y el maltrato doméstico en cualquiera de sus aristas -de los machos ibéricos hacia sus mujeres o de las generaciones intermedias hacia sus opacos mayores. Con todo, el mayor drama de la cinta no está dentro de ella, sino fuera, en el descubrimiento por parte del espectador de que ese desgraciado mundo de gente asustada por su falta de mundología y educación no está ni tan lejos por el pasado -hechos reales ocurridos en los años 90- ni por el futuro, a la sombra de tantos recortes sobre recortes en materia educativa para construir, otra vez, un mundo cuadrado de jóvenes sin posibilidad de escapatoria, controlados como siempre por ese fluido caciquil de señores que van y vienen, privilegiadamente, a la luz de la luna llena.
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