sábado, 31 de octubre de 2009

La otra Bernarda

Casi todo nombre propio, en su variedad casuística y humana, tiene un ejemplar por antonomasia que tapa a los demás. Así, Arturo es el rey, Juan Pablo es el papa o Juana es la Loca. Tal vez por esa razón cueste tanto decidirse por uno cuando se tiene un hijo y se quiere para él lo mejor, hasta la mejor huella histórica que pueda haber dejado la etiqueta de su apelativo para siempre. En el caso de Bernarda, se trata del nombre de un personaje de ficción –pese a las consideraciones positivistas más o menos ciertas que rastrean a la persona real– que García Lorca convirtió en mito de la revolución teatral tan sólo dos meses antes de que le pegaran un tiro en la cuneta de Víznar. Bernarda Alba y su casa configuran un drama único que ahora, por cierto, los cerebritos de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía han sustituido por otra obra lorquiana pero menor como es Bodas de sangre. A lo que iba: que cuando uno escucha Bernarda se acuerda de inmediato de aquella dominanta granadina que amargó la juventud enlutada a sus cinco hijas hasta que la menor de ellas, Adela, se reveló heroína rebelándose con una soga al cuello. Pero hay otra Bernarda, no sé si más grande pero sí más real: Bernarda de Utrera, cantaora flamenca. Es curioso que en la adaptación cinematográfica del drama de Federico que lleva a la pantalla Mario Camus sea su hermana, Fernanda, quien ponga voz musical a los títulos de crédito con una soleá como un cuadrito de tristeza pegaíto a la paré.


Bernarda Jiménez Peña, Bernarda de Utrera, nos dejó el pasado 28 de octubre para cantar bulerías en el cielo. Ella era la reina de este palo como su hermana lo fue de la soleá. Cuando en Utrera (Sevilla) se dice Bernarda, a nadie se le ocurre acordarse de la lorquiana, sino de esta emperadora del cante que con su cuerpecito menudo de tía chacha también sabía abrir el azogue de los espejos. Nació en marzo de 1927, el año de aquella maravillosa Generación y ha muerto con 82 años y una tímida discografía que le basta y le sobra para estar entre las más grandes. Toda su carrera estuvo reprimida por ese valor machista que le cortaba las alas a ciertas féminas en una era sobre la que habría que reflexionar mucho en torno al binomio flamenco y mujer. Tal represión, como ejercida desde la lejana magia de la maldición literaria de su nombre, por la otra Bernarda, no le ha impedido, desde luego, fosilizarse incluso en vida para la historia universal del flamenco como una voz imprescindible de su catálogo más selecto. Acompañada siempre por su hermana, que murió en 2006 y que había nacido cuatro años antes, no grabó su primer disco en solitario hasta el año 2000. Aquel álbum llevaba el significativo título de Ahora, adverbio que sólo fue posible por la enfermedad irreversible de su compañera del alma y de las calles utreranas.

Bernarda y Fernanda, cuya pareja de nombres siempre se ha mencionado al revés, habían sido niñas prodigio en el patio de su casa, que era sin duda
particularísimo, ágora sin par al que acudían consagrados sabios del cante tan sólo para escucharlas. Su padre, José el de Aurora, sin embargo, puso mil y un reparos cuando Edgar Neville requirió a sus niñas en 1952 para intervenir en la película Duendes y misterios del flamenco. Las niñas de Utrera participaron finalmente, tal vez porque en caso contrario hubiera habido que cambiar el título del filme. Tras su paso por la Feria Mundial de Nueva York, Manuela Vargas las llevó por medio mundo y los mejores guitarristas se peleaban por tocarles. Pero todo aquello se concentró fundamentalmente en la década de los sesenta. Después, Bernarda y su hermana se convirtieron en referentes flamencos sin demasiada juerga, ni humana ni financiera. Eran, sobre todo, dos nombres imprescindibles. Nada más, y nada menos.

Ahora que nos ha dejado Bernarda, esta otra Bernarda también por antonomasia, queda en el aire el regusto de su cante, el grito salvaje de su bulería clásica por haberse convertido en clase superior. Por tanto, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, una utrerana tan clara, tan rica de aventura. Y yo hoy canto su torrente de oso con palabras que gimen y recuerdo una brisa triste por la campiña.

  • Este artículo lo publico asimismo en el nº 1.980 del semanario Cambio16.

miércoles, 28 de octubre de 2009

A vueltas con Camarón

José Monje Cruz (1950-1992) se convirtió en leyenda con su último suspiro. "Omaíta, ¿qué es lo que tengo?", dicen que dijo al amanecer de aquel funesto 2 de julio en el que entregó su espíritu al marasmo de afición bestial que ya había creado. Tras el escándalo de su multitudinario entierro en La Isla, sobrevinieron las camisetas, las barbas, la estela de porros y heroína que seguía dando coletazos, los imitadores y la bronca por la herencia de sus derechos. La Chispa y los De Lucía, a la gresca con el discreto encanto de los mass media. Ahora el tiempo ha pasado y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, como dijo el poeta. Todo ha cambiado tanto, y sin embargo, la estampa de José, con su aire de gitanito desamparado pese al almíbar de su canto, no ha variado nada. Está tal cual. Por detrás del luto por el apagón de su voz y por la desaparición de aquel tímido flamenco, resuena imperecedero el compás que parecía serle innato, el timbre que tanto nos acaricia en ratos de desconsuelo y esas letras lorquianas que decía sin entender con exactitud y que de ese modo nos regalaban la medida exacta de la inexacta emoción poética. El menudo cantaor ha sido el más grande entre los grandes. Se lo llevó la enfermedad, y tal vez el vértigo de vivir para convertirse en mito. Hubiera sido preferible decir que se lo llevó el carajo, como hubiera sentenciado cualquier escritor del boom.


Al menos ha quedado para siempre memoria y prueba de su virtud más inolvidable: su voz, como ocurre con los poetas. José, que apenas había ido a la escuela, transformó en relámpago de emoción literaria la tradición juglaresca de encandilar a las masas con el poder de la oralidad. Sabía decir los cantes como nadie. Superó a sus maestros desde su constreñida posición en la silla de enea; a Sellés, al Loco de Camas, al Chaqueta, a La Perla, al Mellizo,... a toda esa parentela de célebres artistas que murieron a medio camino entre el anonimato y la miseria y de la que Camarón mamó la quintaesencia de lo que él entendió por flamenco de ley.

Este año, la inauguración del In-Edit Beefeater (festival de cine documental que ya lleva varias ediciones en Barcelona) será presidida por la figura del que fuera galardonado post mortem con la Llave de Oro del Cante, con el estreno mundial del documental Tiempo de Leyenda. Un documental sobre el disco de Camarón La Leyenda del Tiempo .

Ese disco (La Leyenda del Tiempo), producido en Sevilla por Ricardo Pachón al calor de una revolución flamenca que recorría las venas del pueblo gitano desde Las Tres Mil a Barcelona, salió a la luz el mismo año en que yo nací, 1979, y no sólo supuso la apertura del flamenco al gran público, sino el maridaje más elegante entre la poesía culta y el cante popular en un siglo XX que ya empezaba a parecerlo. Recuerdo que cuando en el instituto devoré los textos de Lorca y de toda la Generación del 27, nada me inspiraba más ni me producía más satisfacción y más interés por la Literatura que indagar en los poemas a través del prisma que me suponía la garganta solidaria de Camarón de la Isla cantando cosas como: "Mi niña se fue a la mar / a contar olas y chinas / pero se encontró de pronto / con el río de Sevilla"; o "El veiticinco de junio / le dijeron al Amargo / ya puedes cortar si gustas / las adelfas de tu patio".

Veré el documental, dirigido por José Sánchez-Montes, y ya daré mi veredicto personal. De entrada, aplaudo cualquier iniciativa para ensalzar este disco que es más que una leyenda.

domingo, 18 de octubre de 2009

Sobresaliente Cum Laude (por unanimidad)



Este pasado viernes defendí mi tesis doctoral en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla. Por fin. La tenía lista desde el pasado mes de mayo, como ya adelanté por aquí, pero la burocracia del Tercer Ciclo hace cierto ese refrán del palacio y la lentitud. Fueron más de dos horas intensas, con un debate intelectual entre un servidor doctorando y el tribunal, entre quienes se encontraban Rosario de Mateo Pérez, catedrática en la Autónoma de Barcelona; Francisco Esteve, catedrático en la Complutense de Madrid; María Jesús Casals Carro, catedrática en esa misma universidad; y José Álvarez Marcos y Antonio López Hidalgo, profesores míos durante la Licenciatura de Periodismo. Más o menos viejos conocidos. El almuerzo en Casa Modesto no hizo honor a su nombre. Por fortuna.


La tesis se titula El artículo periodístico de Joaquín Romero Murube como base fundamental de su obra. Ahora se convertirá en libro para quien quiera hincarle el diente.

Y ya soy doctor. Doctor en Periodismo. Sin ser médico, a mi gente le parece muy raro, pero todos están exultantes.