miércoles, 15 de julio de 2015

¡Ay, Carmena!

Que Manuela Carmena se invente una web municipal para contrarrestar la información que dan los medios, no porque mientan -dice-, sino porque hay distintas maneras de dar una información, no solo revela el miedo atávico de todo gobernante a la profesión periodística, sino el mal encaje que hacen de que precisamente haya diversos modos de dar una información. Eso se llama pluralidad informativa, que se parece un poco a la pluralidad política que permite una democracia. Lo peor es que desde la gobernanza cateta de algunos no se esté aún a la altura de comprender que también existen la pluralidad ciudadana y la pluralidad de lectores. Afortunadamente para un mundo plural.

            El problema es más grave de lo que parece. No sólo porque a estas alturas del capitalismo socialdemócrata que consolidó el periodismo como una garantía ciudadana frente a las corruptelas del poder –incluso el poder democrático- haya quien no entienda la labor de los medios en su molesta pluralidad, sino porque incluso surjan defensores de la propaganda institucional solo cuando las instituciones están en manos de los suyos, sin advertir –oh, ingenuos- que toda tentación totalitaria surge precisamente desde la convicción de que se está en posesión de la verdad absoluta mientras que los demás –los medios, los humoristas, los ciudadanos- no hacen sino manipular esa versión original, V.O., como han llamado los cachorros de Carmena a su página municipal.

            Cualquier institución tiene su web, su plataforma digital o su blog. El Ayuntamiento madrileño también. Eso no es un problema. Pero esta página no es una plataforma para dar cabida a informaciones institucionales sin más, sino para poner en solfa las informaciones que ofrecen los medios de comunicación periodísticos, desde la perspectiva de que hay medios que a diario no cumplen con la función de reflejar como el gobierno de Carmena quisiera lo que ellos han programado. Además, la página señalará medios y periodistas para enmendarles la plana, es decir, para recordarles que la verdad es la del Ayuntamiento madrileño y no ninguna de las versiones que otros den del asunto, es decir, para tirarles de las orejas a los que no se ajusten a la verdad ofrecida. El siguiente paso puede ser prohibir determinados medios con la excusa de que son malos medios. Y eso, a mí como ciudadano –y no como periodista- me da escalofríos. Sigo pensando, con Orwell, que periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás o son relaciones públicas, o es propaganda.

            Como ciudadano –insisto, como ciudadano; no como periodista- no quiero que Carmena y su gobierno se erijan en garantistas de la información que yo decido recibir, leer, comprar. Un político que gobierna está para gobernar, no para luchar contra las informaciones que sobre su gobierno ofrecen los medios de cualquier color. Un político que gobierna bastante tiene con la propaganda que sus gabinetes legítimamente constituidos orquestan a diario como para, encima, tener que perseguir informaciones que considere no veraces. Esa no es la función del político que gobierna, sino la del ciudadano que ejerce como tal gracias a que sus políticos se lo permitan.


            El problema es que hay políticos con vocación de todo: de pancartistas, de gobernantes, de ciudadanos, de periodistas y de cazadores de brujas. Y que hay ciudadanos que lo ven perfectamente solo cuando los políticos son los de su agrado y no los de enfrente. No me quiero imaginar la que se hubiera montado en ciertos círculos si la de la web matizadora de  medios no fuera Carmena sino cualquiera de los fascistas del bando de Rajoy. ¡Ay, Carmena!

domingo, 7 de junio de 2015

Accidentes de gobierno

Creo que se llaman gobiernos accidentales, pero son la prueba más dolorosa de que la ciudadanía sigue adelante sin gobierno, o con un gobierno accidental, que es como un gobierno accidentado. Desde pequeños aprendemos cuán plurisignificativa es la palabra 'accidente'. En Gramática nos daban el coñazo con los accidentes de todas las palabras: que si el grado, que si el género, que si el modo verbal... En Sociales, lo mismo. En vez de hablar de montañas, valles o ríos, todo aquello se llamaba accidente. Accidentes geográficos. Uno empezaba a comprender, así de golpe, y a base de asignaturas y años, que la vida es puro accidente. 

Pero a lo que iba: el gobierno accidental. Es un gobierno en suspenso, entre paréntesis, como que está pero no se nota, o se nota pero es como si no estuviera, que la mayoría de las veces es lo que les ocurre a los gobiernos, incluso a los no accidentales. Un gobierno accidental tuvieron en Bélgica durante año y medio y no pasó nada. Algunos lo recordarán. Casi nunca pasa nada, con gobierno y sin gobierno. Y precisamente los accidentes, los de verdad, son los que marcan la pauta dinámica de la vida.



En Andalucía tenemos un gobierno accidental que ya dura demasiado. Es posible que mañana o pasado mañana deje de serlo, porque la presidenta, también accidental -no me refiero a su llegada al gobierno, que ya fue votada-, seguramente encontrará algún apoyo por ahí. El que sea. Ya da igual. El intercambio de cromos es lo que importa. 

Si los cromos fallaran, la accidentalidad del gobierno duraría todo el verano, como si el verano no tuviera ya sus propios accidentes, y gordos. 

Esperemos que la accidentalidad del gobierno andaluz se solucione de urgencia, como sea, de aquí al martes. Porque no me imagino un verano con accidentes desde lo gubernamental. Es lo que nos faltaba. Y yo quiero ir a la playa, y olvidarme de los gobiernos. 

viernes, 22 de mayo de 2015

PULPA DE LIMÓN en revista Vísperas

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"Mi intención es seguir en el mundo de la novela pero si tengo que hablar de un sueño, supongo que tiene que ver con la felicidad de mis hijos".

http://www.revistavisperas.com/alvaro-romero-bernal-me-gusta-el-amor-a-la-palabra-precisa/


jueves, 5 de febrero de 2015

Entrevistas de trabajo

Tengo la fortuna de recordar pocas entrevistas de trabajo, tal vez porque fueron livianas o porque tuve la suerte de encontrar trabajo rápido y por otros cauces distintos al de la conversación. Pero me indigna cada día más oír a jóvenes que han de someterse a ese dictamen tan subjetivo como caprichoso, sobre todo cuando los parámetros en juego nada tienen que ver con su formación y sus capacidades o talentos, sino con las necesidades del entrevistador, que no siempre coinciden con los de la empresa. 

Me indigna tanto como cuando en las solicitudes de currículos compruebo que se exige una fotografía, como si el puesto de trabajo en cuestión dependiera de la cara que uno tiene, o de la cara que uno pone. Es posible que ahora la gente esté muy acostumbrada a fotografiarse con esa fórmula que se llama selfie, el emblema narcisista que hoy no se emplea para encontrar un empleo precisamente, sino muchas veces para encontrarse a sí mismo, olvidado entre el olvido de los demás, o entre la indiferencia de la alta saturación de caretos o caraduras como pululan por esta competitiva sociedad de la autopromoción a caraperro. 

A menos que uno vaya a trabajar de modelo, y entonces no es preciso una foto de cara sino todo un book en el que ser retratado hasta con el alma dando la vuelta al pino, no entiendo ese afán de la fotocarné en ese documento sobre la carrera de la vida en el que lo de menos es la carrera en sí y lo de más, visto lo visto, la pinta del corredor. Sobra tanto personal, tanto aspirante, que al final escogen al tal por la pinta, como si la pinta pintara algo y no, tantas veces, la maniobra de distracción de las apariencias, que suele terminar en engaño, como ya sabemos. 

Me inquietan los especialistas en recursos humanos tanto como los pedagogos, especialmente los aficionados a ambas disciplinas, pues en la afición está la arbitrariedad y la azarosa crueldad contra quien hubiera preferido que lo dejasen hacer, que lo observasen hacer, que lo valorasen haciendo. 

De las pocas entrevistas que yo pueda recordar, siempre se me viene a la cabeza aquella tarde remota en que me presenté en la parroquia de mi pueblo con la ilusión intacta de ser monaguillo. No tenía cita, pero me armé de valor, recorrí la nave lateral del templo y accedí a la sacristía por la puertecita baja de la capilla del Rosario. Una vez dentro me percaté de la luz encendida del despacho, de los dos escalones amplios, de mármol y rematados con un listón de madera, que conducían a la habitación, de la voz del cura hablando por teléfono. Quise carraspear para aclararme la voz, pero lo evité. Y permanecí en silencio, balanceándome apenas sobre mí mismo, con el corazón a cien e imaginando la pregunta primera del cura nada más verme aparecer. Yo había imaginado mil veces aquel encuentro antes de presentarme allí. Imaginé que el cura me preguntaría las oraciones. No sé por qué exactamente, pero yo había vislumbrado con una claridad obsesiva el instante en que el sacerdote me preguntaría el Padrenuestro. Bien, diría, ¿y el Ave María? Había recreado un encuentro improbable en el que a continuación me preguntaría por el Gloria y el Credo, y el Yo pecador y otras tantas oraciones y fórmulas eclesiásticas que yo había tenido la precaución de saberme al dedillo... Cuando oí el silencio del cura y el clic del teléfono colgado pisé ruidosa y deliberadamente el segundo escalón y apenas rocé la puerta de madera, que estaba abierta, con los nudillos de la mano derecha. ¿Sí?, dijo el cura. Entonces me asomé, el cura me saludó muy serio y yo avancé un par de pasos mientras, ahora sí, carraspeaba, preparado para lanzarme a decir oraciones de carretilla. Abrí los ojos muy de par en par, como en un acto reflejo de concentración frente al ejercicio memorístico que me esperaba. Pero el cura me preguntó simplemente qué quería. A mí me gustaría ser monaguillo, le dije, simplemente a mi vez. Él me sonrió, me hizo algún comentario adulador de persona mayor y me dijo que me llamarían en cuanto hiciera falta. Y me siguió sonriendo fijamente, hasta que yo me di cuenta de que la entrevista había terminado.

Por la cuesta de la iglesia, rodando de nuevo hacia mi casa, fui repasando mentalmente las oraciones, todo aquel repertorio que no me había hecho falta para nada. Dos semanas después, Carmelita Galván le dijo a mi madre que el cura le había encargado decirme que estuviera preparado para ayudar en la misa de ocho de la mañana en Los Remedios. Cuando mi madre me anunció la buena nueva, me dio un vuelco el corazón tan grande como jamás me lo ha vuelto a dar en cuestiones laborales.

Era lo bueno de tener solo ocho años.