domingo, 11 de mayo de 2014

¿Quién quiere un diccionario?

La estampa ha sido real como la vida misma, como ir al supermercado y sentir latir el mundo de veras entre las estanterías y entre tanta gente como ha vuelto a recuperar aquella costumbre de manosear la lista de la compra, en un papelito hartamente meditado. Una mujer de rasgos inconfundiblemente gitanos se acerca donde los zumos. Agudiza la vista, inútilmente, y acerca a su niño, de apenas siete años. "Cuánto vale", le pregunta, inquieta... "Pone 63 céntimos", le contesta el pequeño, señalando con su dedo el cero, la coma, el seis y el tres. Los observo de soslayo -sus ropas demasiado usadas, sus cabellos grasientos, sus sonrisas cómplices ante el descubrimiento- y sonrío para mí mientras me alejo, con un poso de tristeza y esperanza mezcladas en la nostalgia de mis antepasados también analfabetos, de mi padre enorgulleciéndose al repetir que el mayor capital que se le podía dejar a un hijo era una carrera, de mi madre alertada cuando me oyó leer fatal La cabaña del tío Tom -tenía yo la edad de este niño- y me impuso la disciplina de leer como una ventana con lente al futuro... hasta que me aficioné a pasear por el diccionario como quien lo hace por un paseo marítimo a la caída de la tarde. 

    Conforme avanzo por otra calle del súper -los precios por las nubes, la música embriagadora, como de otro mundo-, se me queda grabada la estampa de ese niño al que le han enseñado ya más de lo que sabe su mamá en una de nuestras denostadas escuelas públicas. Y me convenzo de que sólo por eso merece la pena la educación pública con todos sus fallos, que son tantos. Y pienso, inevitablemente, en las elecciones europeas a la vuelta de la esquina, en el sueño de un mundo igualitario, en el reto de conseguir una sociedad donde a nadie le dé miedo mirar a los ojos a nadie. Y veo la sonrisa del niño y sus 63 céntimos en las lechugas iluminadas, en la sección de congelados, en el gesto de la cajera ofreciéndome una bolsa... preocupada tal vez por mi embobamiento contumaz. 

    Al salir me bombardea la realidad selvática: el tráfico salvaje, las noticias esperpénticas, el triunfo de lo chabacano. Y no puedo olvidar el dedito lector del niño, la mirada constreñida de una madre cuya única oportunidad seguramente se le estaba ofreciendo ahora, en la carne de su carne, que mira con los ojos de sus ojos y sabe milagrosamente lo que pone aquí y allá, como si el mundo, de súbito, se desplegara en infinitas posibilidades hasta ahora pintadas de negro. 

    En la radio oigo el escándalo del conservatorio Manuel Castillo de Sevilla. Y no puedo evitar fruncir el ceño imaginando al Premio Nacional de la Música e Hijo Predilecto de Andalucía si levantara la cabeza. Vivimos en una tierra donde nunca multarán a un tipo por arrancar ruidosamente su moto mientras paso con mi bebé que sueña... donde nunca sancionarán a tanto gilipollas cohetero porque gana un equipo al que no le une más que su propia bobería... donde a nadie se le ocurre criticar tanto palmoteo y tanta trompetería... Y donde (¡ay, qué vergüenza!) se persigue a los conservatorios y a las pianistas por hacer "ruido". Vivimos en un país que no usa diccionario, seguramente porque aquí nuestro mayor pecado es la soberbia de prostituir los significados. Tal vez por eso un día amanecemos sordos y otros, ciegos. Tanto da.