miércoles, 22 de mayo de 2013

Romero Murube o la poesía como arma cargada de pasado

Puede parecer que no –por la promoción positivista con que han contado en los últimos tiempos las ciencias exactas–, pero la Literatura y las ciencias de la palabra en general no es que nos sirvan en el mundo, sino que conforman nuestro mundo. Como nos enseñó el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, “los límites de mi pensamiento son los límites de mi lenguaje”, que es una forma sintética de reconocer que nuestro mundo será tan ancho como nos permitan nuestras palabras. Y por eso la Literatura nos ayuda a ensanchar la vida, porque nos crea otras vidas posibles, no sólo en el espacio imaginario, sino en la línea del tiempo real que va desde el pasado sobre el que nos impulsamos hasta el futuro sobre el que nos proyectamos.

En la segunda parte del siglo XX español, o sea, tras la guerra civil –o incivil, que decía Unamuno–, surgieron, comprensiblemente, poetas obsesionados con el futuro, pues la oscuridad de un régimen que se enrocaba sobre sí mismo para privarnos de luz y esperanza justificaron voces como la del vasco de Hernani (Guipúzcoa) Gabriel Celaya, el seudónimo de un hombre llamado Rafael Múgica que nos descubrió aquello de que la poesía “es un arma cargada de futuro”. Pero también surgieron poetas obsesionados con el pasado, en buena medida por la misma razón, como el sevillano de Los Palacios Joaquín Romero Murube –qué extremos aparentes al norte y al sur–, al que tacharon injustamente de franquista pese a demostrar durante las tres décadas y media en que fue Conservador del Real Alcázar de Sevilla que era un alma libre muy por encima del tiempo vulgar en que le tocó sobrevivir.

“La Poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento para transformar el mundo”. La frase es de Celaya, pero también la hubiera suscrito Murube, pues ninguno se evadió en la torre de marfil con la que acaso soñaron en sus juventudes vanguardistas, sino que se implicaron personalmente en la mejora de su presente porque, como decía José Bergamín, tenían “sentido periodístico”. Otra cosa es que uno pensara que los resortes para ese perfeccionamiento estaban por inventarse y que otro creyera que ya estaban inventados. El caso es que, por motivaciones y motivos diversos, ningún poeta comprometido del mediosiglo dio por bueno el presente que le tocó, y ese común denominador parece hoy un buen criterio para ponerlos en valor.

Romero Murube no fue el cantor de una Sevilla tópica y de pandereta que construyeron madrileños y franceses casi un siglo antes de que él comenzase a escribir, sino el pensador de una Sevilla eterna cuya eternidad sólo los ignorantes tomaron por cursi. La eternidad en el sentido murubiano tenía mucho más que ver con la puesta en valor del perenne acervo cultural en el sentido pleno que con el rancio inmovilismo, aunque, muerto el poeta sorpresivamente la noche del 15 de noviembre de 1969, sólo unos pocos llegaron a entenderlo.

Tan sólo 34 días antes, Joaquín había protagonizado su último acto público al ofrecer el Pregón de la Romería de Valme en Dos Hermanas, un acto del que, misteriosamente, ni siquiera quedaron fotos para la posteridad. Por no quedar, no quedó ni el propio texto del Pregón, pues el poeta llevaba unos cuantos folios manuscritos que no fueron a parar a imprenta alguna. El nebuloso recuerdo de sus palabras aumentó la leyenda de su discurso para un acto piadoso que se había recuperado el año anterior y que a la hermandad, decidida a que fuera Romero Murube su pregonero, le había costado varias visitas y sendas negativas hasta conseguir su compromiso. Y ha sido ahora, casi 44 años después, cuando tres nazarenos perseverantes –el historiador Hugo Santos Gil, el profesor de Literatura Rafael M. López Márquez y el profesor de Filosofía Álvaro Cueli Caro– no sólo han encontrado aquellos folios manuscritos del pregón –apaisados, como escribía Joaquín– en poder de la familia, sino que los han publicado en el seno de un libro soberbio que analiza con pasión y rigor la tradición literaria de Valme hasta llegar a Romero Murube, el contenido del propio pregón y cuatro poemas previos dedicados a la Virgen y las derivaciones filosóficas que se infieren de él, con un título que es a la sazón un verso de Joaquín –“A la brisa de lo eterno”– y un subtítulo que no es tan pretencioso como concluyente: “El testamento literario de Joaquín Romero Murube”.

Como sostienen los autores, en esos últimos poemas y en ese último pregón –también dio el de la Semana Santa sevillana en 1944–, el autor de Los cielos que perdimos concentra todas sus preocupaciones existenciales, desde la soledad hasta la muerte, pero, sobre todo, demuestra cómo un poeta es también un descubridor de cosas útiles para la vida de un pueblo que necesita imperiosamente de esa visión ensanchadora de la realidad –no sólo hacia el futuro, también hacia el pasado– que sólo los poetas demuestran a veces. En el caso de la Dos Hermanas posconciliar, el escritor de periódicos que era Romero Murube fue a contarles que su Virgen era la Virgen total, pues Valme no sólo es una oración en sí misma, una llamada al valimiento que hizo Fernando III el Santo al conquistar estas tierras en pleno siglo XIII y que todo nazareno o ser humano podía seguir reclamando, sino la síntesis semántica de todas las demás advocaciones: “Refugio, Esperanza, Caridad, Misericordia…”. Fue a contarles, en suma, que aquella Romería en “una carreta como altar” no estaba pasada de moda ni podía sustentarse en el jolgorio colorista que los críticos de entonces –los mismos que despreciaban las cofradías– se empeñaban en focalizar exclusivamente, sino que debían sentirse orgullosos de que los hombres de campo, en permanente contacto con el gran misterio de la creación y del cosmos, podían conectar por ende con Dios, o sea, con lo infinito, a través de la sencillez de su Madre, que era la misma sencillez sintética con que los humanos le pedían: ¡Valme!. Y por eso una estrofa tan descriptiva de una Virgen en una Romería podía convertirse en acto de fe y en veraz construcción del sentido existencial intuido: “Antigua y joven, sentada / a la brisa de lo eterno. / Eres esperanza cierta / en atardecer incierto”. No era sólo el atardecer de su vida, apagada por cierto un mes después, sino el atardecer de una época que quiso romper de súbito con un presente que a nadie le gustaba. Sólo un poeta, con su palabra creadora y útil, podía clarificarles que lo eterno deriva de un tiempo que ni empieza ni acaba nunca, y que sólo el misterio del horizonte hacia cualquier punto cardinal es nuestro asidero para no morir del todo, todavía.

  • Este artículo apareció como Tribuna en la edición del martes 21 de mayo de 2013 de El Correo de Andalucía http://blogs.elcorreoweb.es/tribunas/2013/05/21/romero-murube-o-la-poesia-como-arma-cargada-de-pasado/

miércoles, 8 de mayo de 2013

La justicia, la infanta y el cachondeo

Seguramente no seré el único que, a fuerza de creerme serio, mayor, responsable, civilizado y todas esas utopías que uno intenta delante de su hijo, se creyó por una fracción de segundo, ingenua y fervorosamente, que a la Infanta Cristiana, la que nunca supo nada del caso Nóos, la iban a imputar aunque fuera por compartir cama con el yernísimo de España. Me equivoqué, como es natural en este desnaturalizado país donde cualquier epopeya con tirón, desde el Cid, termina con la subida al tourmalet de la escala social, o sea, consiguiendo azular la sangre o, como se dice eufemísticamente, ennobleciendo a la descendencia. En nuestra monarquía cogida con alfileres juancarlistas desde que murió el Generalísimo, el estado del bienestar terminó por relajar al personal de La Zarzuela hasta el punto de que todos los descendientes le han abierto la veda de ese dulce anacronismo que es la Monarquía a plebeyos con sufijo "ista" como una periodista republicana o un deportista vasco. La vida misma, ya lo sé, pero las monarquías europeas comenzaron un proceso de aperturismo hace un cuarto de siglo no por convencimiento, sino por estrategia de supervivencia, que ahora, en casos muy sonados, se les está volviendo en contra, como está asimilando nuestro viejo rey, que si alguna vez barajó la abdicación ahora no se irá ni a tiros.


Después del paripé de la imputación a la Infanta, la Justicia no ha dejado que llegue el verano para alargar el sinvivir en la Casa Real, que ya llega el posado de todos los años en Marivent y los nervios se notan. Así que el orden se ha restablecido finalmente, como en nuestro teatro del Siglo de Oro, donde el rey siempre quedaba arriba y los demás, cada cual en su sitio. Así es la vida, por lo menos aquí.

Ahora, me da miedo tener miedo de que la Casa Real tenga tantísima confianza en la Justicia. Porque si hace unos días le provocaba sorpresa, esta repentina confianza me hace desconfiar a mí, pensando en una justicia con minúscula, en una casa real, como cualquiera, también con minúscula, al albur de la picaresca real que ha gobernado este país minúsculo desde siempre, incluso desde aquella nebulosa época, también de burbujas y bancarrotas, en que se creyó mayúsculo.
Sin ponernos tan clásicos, hace tan sólo tres décadas, condenaron al alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, por decir que la Justicia era un cachondeo. Ahora, tan pocos años después, tendrían que condenar a todos los españoles. Por eso la Justicia, que ya era ciega de siempre, se hace también la sorda.