jueves, 26 de diciembre de 2013

Ardiente cobardía frente al Portal

En otras circunstancias, hubiese sido una gamberrada de tantas. Todavía recuerdo aquellas botellas de champán volando por encima de nuestras cabezas chiquitas, arrojadas por borrachos alucinados -ahora serán respetuosos abuelos...- que confiaban férreamente en que el año venidero iba a cambiarles la vida, como si el uno de enero no fuese un día siguiente como todos los demás. Pero haber quemado el Nacimiento de la Plaza de mi pueblo ha sido una gamberrada aparte, exclusiva, inaudita, con la que no contábamos. Habrá quien lo califique de anécdota o quien utilice la anécdota como arma arrojadiza en el siempre incandescente panorama político, donde entre chispas anda el juego. Pero quemar el Belén del pueblo no me ha parecido ni una anécdota ni un juego con chispa, sino un símbolo insoportable de los lamentables tiempos que corren, que sufrimos los todavía igualmente preocupados por la ética y la estética. 

En estas circunstancias, con el fuerte olor a quemado del Ayuntamiento, hace poco más de tres meses, y la polémica de la autoría, resuelta por la Benemérita con la tesis del aire acondicionado y santas pascuas, ahora que estamos en Pascuas se me antoja que las llamas que se han llevado el Belén de la Plaza han quemado mucho más, no sólo el andamiaje de mentira para albergar el Misterio de la Natividad, no sólo la tapia blanqueada tras la que hace décadas estaba la casita lúgubre y pobre de la rica Nati la de las Perea, que visitaba a mi abuela Modesta en las tardes tristes e invernales de mi infancia con la excusa sin cafeína de soportar su soledad, sino también algo de la candidez que a todos nos salvaba y ahora nos hace un nudo en la garganta... como el nudo que se nos formaba de niños cuando no entendíamos algo. 

La Navidad es, en cierta medida, convertirnos en niños que se ilusionan porque en el fondo, en el fondo de nuestros años y nuestras vidas, seguimos siendo niños que queremos que nos quieran. La Navidad es tiempo de regalos, de examen de conciencia, de depuración para quedarnos con las cosas importantes de verdad, definitivas, de esas que uno esgrime convencido en los velatorios pero luego echa en saco roto en cuanto sale.


Para nuestra cosmovisión cristiana, le pese a quien le pese, la Navidad se resume perfectamente en eso que quemaron en plena Nochebuena, en plena Noche de Paz, entre las 4.10 y las 4.17 horas: una joven a la que le cae del cielo la responsabilidad de parir al mismísimo Dios sin que le pidan demasiada opinión salvo un irremadiable ante la visita del Arcángel; un viejo que ha de tragarse su orgullo al saber que la joven con la que se va a casar está ya embarazada; un Niño que patalea en un pesebre, calentado por dos bestias cuyo vahido madrugador les resulta a todos celestial, después de haber sido rechazados en una posada... Esa Sagrada Familia que incluso desde el seno de la propia Iglesia habrá de ser tan manipulada es, en esencia, el mayor símbolo del antiheroísmo pasado por el pasapuré doméstico de la familia de donde venimos la inmensa mayoría, de familia humilde contra la que nada podrán la intolerancia, el racismo, la soberbia o la indiferencia de los demás.

Por eso quemar el Belén, arrojarle una cerilla o una colilla u otro artefacto más humillante aún y volver la espalda, no es sólo un acto atroz de cobardía, sino de falta de estética y ética rayano en la falta de escrúpulos de quienes, quizás, lo dieron todo por perdido o a quienes todos los dieron por perdidos, Dios sabrá. No es seguro que nosotros lo sepamos nunca, si no hubo testigos ni cámaras habilitadas en medio de la tormenta inoportuna que asolaba la pasada Nochebuena una plaza, con toda seguridad, solitaria, si exceptuamos la sombra del demonio... que pasaba por allí. 

Lo preocupante es qué tipo de demonio habita entre nosotros. Si fue una gamberrada juvenil, algo falla en la educación de nuestros jóvenes, más allá de las clases, en el seno de esas familias que ya no se ven reflejadas, ni por asomo, en Jesús, María y José. Si fue una gamberrada de adultos, algo falla también, desde hace más tiempo aún en esta sociedad resquebrajada en el paripé democrático. Si fue un rayo del cielo, algún maleficio nos querrá avisar de que algo falla igualmente, o está fallando, o lleva demasiado tiempo averiado como para tener que avisarnos con la dantesca visión de unas llamas como las del infierno calcinando, tan paradójica e injustamente, la bellísima estampa de la convivencia. Qué cara pondría el Niño Jesús, dispuesto a sonreír siempre, como ante el tamborilero, ante el maldito pirómano. Lo fatal es que tampoco hubiera testigos de esa mirada postrera.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Abortus

Mi madre sufrió un aborto antes de tenerme a mí. Cada vez que me lo ha contado he sufrido yo un tambaleo identitario, un contradictorio sentimiento entre la pena y la alegría, tal vez producido por la mezcla de la sensibilidad heredada, el escalofrío por ese tiempo sin tiempo justamente anterior a mí y el egoísmo de saberme aquí porque otro embrión anterior a mi persona fracasó por los laberintos de la concepción. Mi madre se quedó embarazada inmediatamente después, de modo que de no haber sufrido aquella interrupción involuntaria de su embarazo, otra persona sería su hijo, mi hermano virtual, el hijo de un padre mío que, en ese caso, no lo sería. Un lío genético que hubiera impedido, sin embargo, que yo me estuviera haciendo este lío lingüístico aquí y ahora. El caso es que mi madre abortó, y nací yo. De modo que, de alguna manera, heme aquí gracias a un aborto. Suena raro, feo, inmoral decir eso, pero supongo que a mucha gente le habrá ocurrido, eso de estar aquí gracias a un aborto, con la misma intensidad que las campañas antiabortistas formulan ese tópico de que fulanito está aquí porque su mamá decidió no abortar. La verdad, como todo, siempre tiene varias caras. Como los políticos, que al menos tienen dos: una en la campaña electoral y otra en la poltrona del gobierno.

Este que aguantamos, el del PP surgido de aquellas tinieblas zapateriles por las que nos deslizamos hacia el barrizal de crisis en que seguimos embarrados, tiene la cara de sacarse de la manga de su sotana invisible una ley imprescindible para el conjunto de la nación: una versión cuéntame de la ley del aborto, un remake de la ley de 1985 pero más en blanco y negro, como le gusta a Gallardón, que nos recuerda la promesa electoral de su partido como si, en rigor, quisiera recordarles a los suyos que las promesas están para cumplirlas, después de haber incumplido todas las demás. 

No seré yo quien haga apología del aborto. Tener dos hijos a los que uno vio sonreír y crecer desde las primeras ecografías te elimina cualquier atisbo de objetividad. Pero entre las hipócritas claves de esta nueva ley más papista que el papa llama la atención, por ejemplo, eso de que "las clínicas no podrán anunciarse". Existir y trabajar, sí. Anunciarse, no por dios. Quienes tienen dinero para abortar no necesitan anuncios... ya saben dónde está el tajo. Así que el aborto seguirá practicándose pero sin necesidad de publicidad. Es lo que tiene el negocio seguro. Que le pregunten a las farmacias o a los vendedores de lápidas. Mi suegro, tan pragmático y abrupto, siempre dice que, con dinero, se llega a todas partes. Podría concluirse que te abren todas las puertas, incluso el postigo antes de nacer. Y eso lo sabe el PP, que no renuncia a las rentables clínicas abortistas sino al mal gusto de su cantinela publicitaria, al soniquete del aborto para todos. Habrá que tener cierta clase para abortar, qué carajo.
De esta nueva ley imprescindible para salvaguardar los derechos del concebido llama igualmente la atención que se elimine el supuesto de malformación fetal. La anomalía fetal se admitirá sólo si es incompatible con la vida. Es decir, que mientras aquello lata, aquello debe nacer. Otra cosa es que se tenga dinero para asistir a una de esas clínicas que no se publicitan por mal gusto. Pero para ir a esas clínicas no hace falta discutir ni legislar, sino tener dinero y punto.
Ahora, las únicas excepciones para abortar son la violación y el peligro de muerte para la madre. Es curioso. A mí me lo parece. Porque siempre he supuesto que este aferramiento a la defensa de la vida desde el minuto cero de la concepción enraíza en una mirada religiosa. De modo que se considera que incluso un feto malformado tiene derecho a la vida. ¿Y un feto perfectamente formado producto de una violación no? ¿Cuál es el criterio para defender a capa y sotana el derecho a la vida de cualquier ser vivo concebido, venga como venga a la vida, y no por el mero hecho de que el fecundador lo hiciera a la fuerza? ¿Cuál es el criterio, en el segundo supuesto, para no defender a capa y sotana el derecho a la vida del que va a nacer y sí el derecho a la vida de su madre, cuando cualquier madre daría la vida por su hijo? 

Difíciles preguntas, desde luego. De mí, que no legislo, no esperen una respuesta. Me he limitado a buscar "aborto" en el diccionario: "Interrupción del embarazo por causas naturales o deliberadamente provocadas", dice el DRAE. Y añade: "Puede constituir eventualmente un delito". En el adverbio "eventualmente" está el drama. El gobierno anterior hablaba, alegremente, de abortar como un derecho. El gobierno actual habla, penosamente, de abortar como un delito. Creo que las mujeres que se vean ante la tesitura de tal pesadilla habrán sobrepasado los límites de las alegrías o las penas. Y a mí me aterra esa eventualidad del diccionario; que la vida en potencia siga los cauces, tan vulgarmente, de las eventualidades políticas. Qué asco. 

martes, 17 de diciembre de 2013

A la cola

Estar a la cola fue desde que uno tuvo uso de razón una metáfora del fracaso. Eran casi sinónimos aquello del furgón de cola, de andar hacia atrás como los cangrejos o, desde la perspectiva melódica de un grande de la música melancólica, ser el último de la fila. Las colas o las filas, tan aborregadas, le sonaban a uno a dolorosa resignación desde los tiempos de la guardería. 
Pero hete aquí que, andando los años, en los del delirio que vivimos sin apreciar su dosis de surrealismo, las colas llegaron a ser indicios de prosperidad, aunque fuese una prosperidad jabonosa de falsa pompa frente a los centros comerciales, en los hoteles, en las discotecas. Muy pocos años después, sin embargo, las colas las hacen los pobres, en creciente número hacia Melilla, pese a las cuchillas; hacia los comedores sociales, pese a la escasez del menú; hacia las oficinas de empleo, pese a la falta de esperanzas. Hacer cola es esperar y estar juntos, que no es poco, aunque claramente insuficiente, porque las colas de antes no pasaban de ser yuxtaposiciones de egos encendidos entre los rebaños hechizados por esa otra religión que era y es el consumismo, y las colas de ahora siguen siendo yuxtaposiciones de egos hundidos en el mullido fragor de la desgracia generalizada, pero yuxtaposiciones al fin y al cabo; tú allá con tu pena que yo sigo aquí con la mía. Antes hacíamos cola porque nos lo ordenaba algún listo desde la malévola potencia de lo subliminal; ahora las hacemos porque algún otro listo -en muchos casos coinciden- ha decidido ir perdonándonos la vida a pedacitos.


De modo que las colas fueron siempre indiciarias de nuestra miserable condición: primero por aborregarnos en la alegría de ser como los demás, y luego por desmoralizarnos en la pena de seguir siéndolo. Y siempre sin atender a quien está allá, mucho más allá, del mostrador. No al portero de la disco, a la cajera de los grandes almacenes, al personal del banco, al empleado del Inem, a quien nos sigue manteniendo en la cartilla de racionamiento para racionar (no racionalizar) nuestra rabia radical, sino al que anda por detrás de todos ellos, que, para nuestra fatalidad, puede ser, en el fondo fondo, siempre el mismo.

lunes, 9 de diciembre de 2013

El papa precisa más descripción que prescripción

En un país de larga trayectoria autoritaria, con más apego al Despotismo Ilustrado que a la Ilustración y que ha mantenido una relación demasiadas veces tan servil con la Iglesia de Roma -no sólo en los tiempos de la Inquisición-, la irrupción de un papa aparentemente más preocupado por los asuntos de aquí abajo que por los del Cielo trastoca la costumbre, la liturgia y la idiosincrasia de una Iglesia local consolidada en el ordeno y mando, en la transmisión directa por mandato divino, en la prescripción de la vita beata según las interpretaciones de la alta jerarquía, tan en disonancia con aquellos nuevos criterios que soplaron desde la Reforma luterana, por ejemplo, o incluso con las miradas lúcidas del erasmismo desaprovechado.

    Las trastoca tanto, que incluso el hasta ahora presidente de la Confederación Episcopal Española, Antonio María Rouco Varela, y sus diócesis afines han optado por la vía de la indiferencia antes que por la del enfrentamiento con Francisco. El nuevo papa ha enviado una encuesta a las parroquias del mundo católico para conocer de primera mano la opinión de la base en cuanto a los asuntos más candentes y cotidianos en la relación familia-Iglesia. Y Rouco y los suyos le han hecho el boicot con el argumento falaz de que el papa propone y los obispos disponen. 


    La novedad de la encuesta radica en que por primera vez un papa se ocupa y preocupa por lo que los cristianos de a pie no solamente piensan sino hacen, practican: su modus vivendi más allá de la misa dominical. ¿Cómo funciona o cómo se canaliza la difusión de la Sagrada Escritura? ¿Qué hay sobre el Magisterio de la Iglesia en asuntos de familia? ¿Cómo se toman los bautizados esas "situaciones matrimoniales difíciles" con que la Iglesia cataloga la convivencia "ad experimentum" (es decir, vivir juntos para probar antes de firmar nada); las uniones de hecho; los divorcios; las uniones de personas del mismo sexo; o la regulación de la natalidad en el matrimonio? Hasta ahora, los prescripción de la Iglesia estaba bastante clara, y en su potente tradición dogmática nadie había abierto fisuras de interpretación, matización o estudio.

    Nuestra Iglesia española se ha tomado siempre con bastante entusiasmo aquel principio de Isaías de que a los tibios "los escupe Dios", tal vez porque la hermenéutica eclesial que refocaliza al profeta atiende siempre el significado de 'tibio' como traidor espiritual que oscila entre Dios y el Diablo sin alcanzar a comprender que se puede estar exclusivamente del lado de Dios y, al mismo tiempo, poner en práctica el libre albedrío en la conformación de la propia vida. ¿Se es contrario a Dios por haber errado en la elección de una pareja en la primera oportunidad? ¿Es ponerle una vela al Diablo nacer homosexual? ¿Se va en contra del Altísimo por utilizar un medio anticonceptivo para planificar la cantidad de hijos que, de otro modo, el azar o la excitación sexual configurarían? Estas son las preguntas que se hacen millones de cristianos, incluso practicantes, y que lleva siglos rehuyendo una jerarquía eclesiástica entregada a la facilidad dogmática.

    Fue Cristo quien dejó dicho que no había venido a traer la paz, sino la espada, y quien anunció la supremacía del hombre sobre el sábado, y quien prefirió convivir con pecadores (ovejas descarriadas) antes que con fariseos (presuntuosas ovejas en su carril), y quien, en definitiva, frente a cualquier interminable lista de preceptos, los convalidó todos con el único mandamiento del Amor. De la evidente incomodidad de la Iglesia frente a un solo mandamiento se deduce que a cualquier institución mundana le fastidia sobremanera la sencillez reglamentaria, tal vez porque, al menos teóricamente, pone en solfa el sentido de su propia existencia. Pero la Iglesia, como institución, no debería haber olvidado que además de mundana -porque está llamada a  ser Luz del Mundo- es también celeste -porque aspira a los Bienes del Cielo-. Claro que la Iglesia española, también tan refranera, se debe de haber plegado, de modo pancista, al más vale pájaro en mano (o en la tierra) que un ciento volando (en el cielo). Y en esa lógica tan rácana, ha preferido siempre la prescripción a la descripción; el dogma al debate; la aristocracia a la democracia.

    Sin ser la Iglesia -ni tener que serlo- una institución democrática, sí es una institución multitudinaria y, en los tiempos que corren, integrada por personas -no ya súbditos ni borregos- tan dispuestas a amar como a opinar sobre el proceso y las diversas formas del Amor, siempre entendiendo el Amor como entrega por el otro. Si el nuevo Pastor de la Iglesia está dispuesto a escuchar a sus ovejas, también hermanos, deberíamos celebrarlo -también la Iglesia española- como una oportunidad de integración y crecimiento en esa mayoría de edad que se le exige no sólo a la sociedad, sino también a la Iglesia como ente social que, antes de Cielo prometido, es Tierra de promisión.

  • Este artículo se publica también en la edición del 16 de diciembre de 2013 de El Correo de Andalucía.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

LOS MALES AJENOS Y UN PAÍS A LA DERIVA

Cuesta levantar un país cuando nadie, sobre todo quienes tienen responsabilidades de hacerlo, mueve un músculo en favor de la colectividad, de lo público, de lo de todos. El país, y en su puesta en abismo, Andalucía, su provincia, por ejemplo, o la mía, están afectados por el mismo mal, que es el del egoísmo fundado no sólo en buscar con imperioso afán el beneficio propio, sino en ese tic nervioso tan antiguo que consiste en encontrar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, lo que en román paladino viene a ser la letanía estéril y monocorde del 'y tú más...'. De modo que la aburrida dialéctica en un país que en profecía machadiana había de helarnos el corazón a cada españolito que veníamos al mundo no pasa de ser de izquierdas o ser de derechas, y una vez sidos, defender contra todo raciocionio amenazador a los de nuestro bando, por rojas chillonas que sean las vergüenzas. Y así no hay forma de que un país arruinado, no sólo financieramente, ni mucho menos, levante cabeza a medio plazo o en un plazo razonable, porque todas las fuerzas más o menos potentes se desinflan por el desagüe de la irracional endogamia.

    Es tan de dominio público como de silenciada vergüenza que todo nuestro arco parlamentario mantiene contactos inequívocos con otros poderes fácticos que van más allá de la ineluctable fidelidad. Podríamos poner ejemplos, pero estaríamos siendo parciales. Y cualquiera puede traer a colación los suyos: un partido, un sindicato, unas empresas, unas instituciones afines, todo muy afín. Otro partido, lo mismo. Otro partido, ídem. De modo que la mayoría de los esfuerzos de cada grupo político-sindical-empresarial-institucional-etc se centran en la conservación y bienestar del propio grupo, y cuando faltan los recursos, como ocurre hoy por hoy, los poquitos que existen son absorbidos por esa maquinaria de supervivencia que son los propios grupos, al margen del país, de la gente, de la calle vendida al solano de los parias de siempre.

    Pero la gente ya está harta. Muy harta. Lo que ocurre es que no encuentra un cauce de expresión y de acción de su hartazgo más allá de la barra del bar donde le fían. No queda en España una institución libre de sospecha de corrupción o, al menos, de haberse negado, en tan difíciles momentos, a arrimar su hombro particular en beneficio del interés general, y empezando por los partidos políticos -que acordaron hace unos meses subirse su propia financiación un 28%, no lo olvidemos- y terminando por la Monarquía -qué decir de Sus Majestades y su gente guapa- podríamos hacer un triste repaso por los sindicatos, la banca, las asociaciones empresariales, religiosas o deportivas, da igual, para comprobar que los grandes líderes se han empeñado en las últimas décadas en liderar exclusivamente sus rebaños, y sobre todo en inculcar férreamente la idea de que el rebaño es lo importante, mantener la unidad del rebaño, defender el rebaño a muerte, y cualquiera de sus ovejas, a muerte, sea una oveja, sea un cordero o sea un lobo disfrazado con todos sus dientes, porque forma parte del rebaño, sin más.

    Así que la moraleja social más extendida es que, para medrar, no hay como ser miembro de un rebaño, convertirse en oveja predilecta, sumisa, aquiescente, defensora de la colectividad particular que forman los de su especie, lleven o no lleven razón, porque lo importante es la clase, el color, las siglas, la profesión, que sea, en definitiva, uno de los nuestros.

    Cuando uno de los nuestros se equivoca, se corrompe, mete la pata, o la mano, o las dos manos, la reacción es siempre defenderlo, y si las evidencias impiden la defensa, mirar para otro lado, esconderlo, protegerlo, ampararlo, darle cobijo, porque fue, porque era y porque es uno de los nuestros, sin más.

    De modo que todas las energías de un país como el nuestro, que son muchas, se concentran en los grandes grupos que tienen tanto que tapar, que limar, matizar, disimular, porque muchos de los suyos metieron la pata, o la mano, o las dos manos, en algún asunto de todos. Los mejores abogados, y hasta los mejores fiscales y a veces hasta jueces, los más óptimos esfuerzos para sacar del atolladero a uno de los nuestros. Y mientras tanto, todos, es decir, los que no figuran en ninguna lista ovejera donde como en Fuentevejuna vayan todos a una, esos, los parias, los que andan por la calle, los que pagan impuestos, los que pringan por libre, los que esperan soluciones globales, solidarias, integradoras, los que creyeron promesas, los que siguen confiando en la democracia, asisten al esperpéntico espectáculo de cómo el país se inclina a la deriva porque las culpas de todo son siempre, por sistema, del de enfrente. Y para las soluciones, los inventos..., ya lo dijo Unamuno hace un siglo ahora, como si hiciera dos: que inventen ellos. 

  • Este artículo se publica también en El Correo de Andalucía, en su edición del 14 de diciembre de 2013.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Un Parnaso luminoso

Como lo sentimos ya tan nuestro, como una especie de hijo adoptivo al que le sobra el adjetivo por impertinente, inoportuno y doliente, cuando la gente me pregunta qué es eso del Patio del Parnaso -aquí en Los Palacios o fuera, que también; es bueno que los preguntones crezcan- no es que me dé pereza contestar, sino que no sé muy bien qué contestar, no sólo porque no sepa combatir tan directamente como quisiera el tópico que presupongo de que el interrogador piense que hablamos de una reunión pedante donde unos cuantos poetastros se maltratan recíprocamente con sus versos lamiosos, sino porque la pura verdad es que desconozco la definición, pero siento que es el mayor movimiento cultural que, sin estatutos, sin organización oficial, sin cargos y sin un euro, ha germinado en nuestro pueblo en las últimas décadas. Soy consciente de que puede sonar soberbio, injustificadamente pretencioso saliendo de mi boca, pero hay veces en que uno debe sincerarse, sobre todo cuando los méritos no proceden de uno mismo, sino de las circunstancias, las carambolas y tantas personas dispuestísimas a promocionar la Cultura porque sí.

Repito que no sabría dar una definición convincente, pero sí sé que el Patio del Parnaso tiene de Patio lo que tenían las antiguas reuniones vecinales en un patio de vecinos, por ejemplo, y de Parnaso, el afán imaginativo, un tanto mítico, de parecerse a aquel monte griego donde se buscaban las musas como excusas lindas por las que no conformarse con este mundo y buscar otros, muchos otros, por qué no posibles... Tal vez desde la noche de los tiempos se promovió que la inspiración venía de fuera, de muy lejos, de seres mágicos, casi inalcanzables, escurridizos para la mente humana, y ha sido relativamente hace poco tiempo, yo creo que cuando se ha diluido ese divorcio absurdo entre artes y ciencias, cuando se ha puesto el acento lógico en que tal inspiración -concepto digno de analizarse científicamente- no puede venir sino de lo más profundo del ser humano, incluso de la convergencia de varios seres humanos trazando ideas en común, en un Patio por ejemplo, incluso tomando ese Patio como una metáfora de un patio real, como ocurrió anoche en nuestro Patio del Parnaso, donde no sólo el Parnaso era una metáfora de la metáfora griega, sino el Patio mismo, porque aunque acostumbramos a sentarnos al fresco de ese patio de la fuente machadiana de la Casa de la Cultura, anoche, temiéndole al frío, preferimos las cuatro paredes del salón de actos. Y no pasó nada; quiero decir que seguimos sintiéndonos en el Patio, seguimos pensando que aquello olía a Parnaso y la inspiración no traicionó a nadie, sino más bien al contrario.

    El nombre exacto de 'Patio del Parnaso' se le ocurrió a Manuel María Rosal Núñez hace ya 15 años o así, cuando organizamos allí mismo -el patio era el mismo, nosotros, no- una velada poética en la que algunos leímos otras cosas que iban más allá de la lírica. En 1999 creíamos que nos volveríamos a reunir -yo lo creí, al menos-, pero ya se sabe que la vida nos depara sorpresas cuando no las esperamos y nos las niega cuando las planeamos, de modo que no volvimos a reunirnos más durante la siguiente década, y no fue sino cuando su padre -el de Manuel María, digo-, Victoriano Rosal Domínguez, se jubiló del Ejército de la Marina e intensificó su compromiso cultural en este pueblo a una velocidad trepidente cuando volvimos a organizar otro Patio, pero ya abierto a otras disciplinas y con el firme propósito de que se convirtiera en una tertulia abierta a los intereses intelectuales de todo aquel que quisiera sentarse o levantarse para exponer ideas en común. Las ideas son libres, a veces no imaginamos cuánto, y no entienden de izquierdas ni de derechas ni de colores ni de ciencias o letras. De modo que el reto implícito de cada Parnaso, y ya llevamos nueve -con el de anoche-, es poner en circulación ideas en torno a un tema que a veces surge meteórico o casual pero que siempre termina henchido de sentidos sugerentes.

    El tema de la noche, que esta vez se le ocurrió hace varios meses a Fran Amador, mi colega el periodista, fue 'Luz y Color'. Victoriano Rosal se acordó en su saluda patriarcal de mi periódico malherido, El Correo de Andalucía, que continúa en lucha pese a la sinvergonzonería surrealista de que aquí cualquiera sea empresario; se acordó de Luis Cernuda, uno de los máximos poetas de las letras hispanas de todos los tiempos, fallecido hace ahora medio siglo, arrancado de Sevilla para no volver -vuelva el que tenga...- como casi todas nuestras figuras maravillosas, siempre en el exilio; y, por supuesto, celebró que determinados nombres -de vecinos nuestros, nuestros semejantes, nuestros hermanos- se unieran a ese clan virtual que llamamos de los parnasianos...

    Se refería, por ejemplo, a Fernando Bejines, que se estrenó en el Patio con una interesante reflexión en torno al doble concepto de maestría y genialidad -con sus respetivos ejemplos de Zurbarán y Velázquez- y a la tetradimensionalidad del cuadro de Las Meninas. Fernando nos hizo ver las diferencias entre ser un maestro -imitador excelente, admirado imitable- y ser un genio -arriesgado artista que descubre senderos nuevos sin garantías de éxito. Es lo que hizo Velázquez, entre otros cuadros, en Las Meninas, donde su genialidad no radicó en ninguna de las figuras que aparecen pintadas -ni siquiera en el perro-, sino en el tratamiento del espacio por parte de un artista autorretratado que nos propone una dimensión nueva, más allá del alto y el ancho de la bidimensional natural del lienzo y de la profundidad ya conseguida por la perspectiva: la del espacio que se cierne entre el pintor que nos mira, al otro lado del cuadro al revés, y nosotros, que lo miramos. En fin, Fernando lo explicó mejor; tan bien, que a muchos de los asistentes le picó el gusanillo de volver a transitar el célebre cuadro.

    Nuestro pianista de cabecera, Paco Benítez, toca mejor cada día. No es un cumplido, sino una verdad exacta constatada por todos los que lo oímos anoche volcado en la música a partir de un siglo iluminado, el de las Luces. Nos regaló maravillas de Haydn primero; de Chaikiovski y de Boccherini después y de Gossec para cerrar la noche con un regusto de iluminación ineluctable.

    La noche estuvo iluminada también por el cante de la tierra, el flamenco. De ello se encargó una mujer que -tampoco es un cumplido, sino una comparación simple de cómo cantaba hace seis o siete años y de cómo canta ahora- lleva el compás en el centro de su pecho: Anabel Rodríguez Rosado, a la que acompañó a la guitarra un impresionante y joven José Antonio González Moreno, más que prometedor. Cuando Anabel estaba a gusto por alegrías, todos sentíamos mecernos al son de las barquitas gaditanas en alguna playa tranquila a estas alturas del año, no sé si La Caleta... También se arrancó por tanguillos, y toda la luz de la Cádiz trimilenaria nos entró de sopetón por el Parnaso, en forma de inspiración colectiva, salina, para terminar aplaudiendo, muy emocionados por el descubrimiento.

    Otro descubrimiento fue el de José Miguel Durán Moguer, y mira que me lo tenía dicho su madre, Fina. Otro flamenco, que vino acompañado por su hermana, que dio una pataíta por bulerías, por el guitarrista Álex Quintano -soberbio y en su sitio- y por otros cuantos amigos para las palmas y los jaleos. Yo lo presenté como admirador de Enrique Morente, y no mentí, pero él se rebuscó acordándose de Camarón de la Isla, por tangos y bulerías, y todos disfrutamos de otro camarón rubio y de Maribáñez, que afinaba por momentos como si no tuviese 17 añitos, sino infinitos.

    Tocayo suyo era José Miguel Algarín Guisado, excelente físico de la Universidad de Sevilla que no saca el cuello de Alemania y de los mejores centros científicos de referencia mundial, y hace bien. Hijo Predilecto de nuestro pueblo, profusamente premiado, a lo grande, seguía siendo un desconocido, injustamente, para buena parte de las 60 o 70 personas que no perdían puntada anoche frente a su didáctica exposición sobre la luz de las estrellas muertas, esos haces potentísimos de astros tan incomprensiblemente lejanos que nos hizo cuestionarnos mucho de lo que creemos ver, porque lo vemos miles de años después, como por ejemplo las estrellas mismas. Tan bien lo explicó todo, que todos empezaron a conocer a José Miguel para no perderlo de vista ya, a partir de ahora, en su fascinante carrera.

    También fascinante resultó Fran Amador con sus explicaciones sobre las técnicas fotográficas de Ansel Adams, y sobre la técnica que él mismo, también fotógrafo por vocación y por obligación impuesta de joven precozmente maduro, ha utilizado en varios trabajos como los de La Mejorá Baja, el Time Lapse, que nos mostraba un paisaje de nubes, sueños y campos avanzando al ritmo engañoso de los sueños, o de las supernovas de la que aquí abajo no nos enteramos, empeñados en enmarañarnos en inútiles oscuridades, cuando hay siempre tanta luz y tanto color diverso del que empaparse, aunque del Parnaso nadie aclare en qué dimensión se encuentra... al menos ahora, algunas horas después de que, convertido en Patio, seamos ya tantos los que lo echamos de menos o reclamamos otro, el siguiente, el décimo, con nuevas ideas, nuevas propuestas, nuevos retos de vecinos que nos vemos de Patio en Patio.

Dar las gracias es, lo siento, quedarme corto.

martes, 5 de noviembre de 2013

Cuántas Españas

Mucho antes de que la II República languideciera por la estrepitosa desunión de los republicanos y por la eficiente unión de quienes no lo eran y hasta mucho antes de que Franco ambicionara la España que intuía en su pobre cabeza, porque apenas intuía, el gran poeta Antonio Machado ya había sentenciado en unos pocos versos la letanía triste de todo español naciente: "Españolito que vienes al mundo / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón". La profecía sigue dando escalofríos, máxime a quienes tenemos hijos hoy en día y miramos alternativamente el fondo de sus ojos, en busca del futuro incierto, y el fondo de esta España hiriente que nos están construyendo y nos estamos dejando construir.

El problema de hoy es que ya no son dos Españas, sino muchas, muchísimas más. No es la España de la derecha contra la España de la izquierda. No es la España de los pobres contra la España de los ricos. No. Todo es mucho más complicado, mucho más complejo y dividido, todo va mucho más allá del rojo o el azul. Por eso no salimos de esta, y cuando un trimestre anuncia este gobierno mamarracho que soportamos un avance en materia de empleo por algunas cifras ridículas, al siguiente tiene que tragarse sus palabras hueras por otras cifras igual de ridículas pero en sentido contrario. Y, mientras, la oposición sigue dividida, dedicada a lo de siempre, a la cháchara política, a marear la perdiz, a hacer como que trabaja en algo, como que se preocupa por algo cuando, en rigor, sólo muestra una preocupación seria cuando se trata de lo que se trata; de lo de siempre, de mantener la casta, el tipo, el sueldo, la posición, el chollo, el cuento de nunca acabar, como bien saben los camareros del Congreso, por ejemplo. España ahogándose, que dijo Blas de Otero, España rompiéndose, que dicen mucho los de la derecha tenebrosa, España yéndose, que testimonian nuestros mejores cerebros, y aquí la única partida que sube un huevo -no me canso de recordarlo, no- es la de la financiación de los partidos políticos, un 28%, porque es la más necesaria. El sistema la necesita. 

Y por debajo del sistema, muy por debajo, aquellas dos Españas tradicionales, que parecían tantas, se descomponen y son hoy muchas más: la España del rico son muchas Españas, porque sigue la España del cacique, en su terreno, la España del señorito, en el suyo, la España del riquito de ciudad, del riquito de pueblo, del rico arribista, del rico pelota, del rico merodeador, del que no es rico pero se lo cree, del que no es rico pero lo parece, del que no es rico pero ya quisiera, del rico del que nunca sabemos nada, del rico heredado, del rico heredero, del rico potentado, del rico potrico. Y también la España del pobre son muchas, por supuesto: la España del pobre relativo, la España del pobre radical, la España del pobre que defrauda, la España del pobre defraudado, la España del defraude pobre, la España del pobre soñador, la España del pobre que no sueña, la España del pobre que aspira a no serlo, la España del pobre que confía en no dejar de serlo, la España del pobre anarquista, la España del pobre socialista, la España del pobre que lucha, la España del pobre que no lucha, la España del pobre que se cree eternamente pobre, la España del pobre que se gusta, la España del pobre que se disgusta cuando los demás pobres cuestionan al señor, que tanto hace por nosotros.

Con tan variado racimo de españoles, es comprensible que llevemos seis años de crisis, al menos cinco de crisis rotunda, por lo menos cuatro de crisis aguda, tres al menos de crisis irreversible, dos de crisis asesina, cochina, parlanchina para nada... mientras los medios de comunicación caen en precipitación proporcionada a la construcción de un tipo de democracia que tanto gusta hoy entre el modelo liberal. Hoy ya no sale El Correo de Andalucía, en Sevilla, ni emite Canal 9, en Valencia, cerrados por la avaricia, la desidia, la sinvergonzonería o, lo que es compatible con todo ello, por el deseo de racionalizar recursos que mueve a todos esos a los que les duelen mucho todas las España, sobre todo la suya, donde nunca hay muertos ni parados de verdad. Hoy, nuestros estudiantes no estudian, plantándole cara a un ministro egocéntrico que lo orquesta todo para eso, para que, en el colmo de la reducción, volvamos a aquella España donde, como mucho, sólo había dos Españas.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Elegía por un periódico honorable

Por muchas cosas que haga en la vida, siempre me sentiré periodista. A Antonio Ramos Espejo le molesta que determinados vanidosos añadan en su currículo a lo de periodista, escritor y otros títulos, como si no fuera una malsana redundancia. Decía Antonio que había que reconquistar el alma de las redacciones, en manos de los ejecutivos. Pero nadie lo escuchó.

Me he levantado hoy con gastroenteritis, un inútil total. Pero hasta el malestar me recuerda que las casualidades no existen, y que este asco dominical tiene que ver con el asco atávico que se me levanta por los pies cuando pienso que mañana lunes, y el resto de la semana, y quién sabe... no llegará El Correo de Andalucía a los kioskos, como siempre ha ocurrido en los últimos 115 años.

Cuando El Correo cumplió un siglo, yo aterrizaba por su redacción -becario romántico y crédulo, con mi bocadillo en un plástico, mi intención de trabajar en Cultura, mi admiración por los grandes al alcance de la mano, como Alicia Gutiérrez, Antonio Ramos, Antonio Avendaño...- con el firme propósito de hacerme escritor; era un reto contribuir a escribir un libro diario, en 24 horas, por el que luego pagaban 20 duros de los de entonces... Ay, entonces. Hoy, casi 15 años después, tengo ya dos hijos a los que, cuando pase muchos años, tal vez me vea obligado a explicarles, con un ejemplo certero, en qué consiste la historia de la ignominia que termina con un periódico que se vende por un euro.

Entretanto, fui becario de El Correo de Andalucía, luego corresponsal, colaboré con esta cabecera y con algunas otras, trabajé en otras empresas informativas, en otros periódicos de aquí y de allá, me hice profesor de Literatura en los institutos, aterricé en la Universidad, me incliné por la Creación, por las Letras, por la Cultura, por la Educación, por soñar cada día con un mundo menos miserable... pero ninguno de esos días de todo ese largo tiempo pude contener la pueril alegría de ilusionarme al ver mi texto en letra impresa, sobre todo en un periódico que, como pensó el cardenal Spínola que lo fundó en 1899 y como dijo Pepe Guzmán, una de las últimas glorias entregadas en cuerpo y alma al rotativo, es "un periódico honorable".

La honorabilidad se la dimos los periodistas, no los directivos ni los empresarios ni tanto miserable suelto desde dentro y desde fuera, que los hubo y a algunos conocí. La honorabilidad se la sigue dando ese puñado de periodistas que resiste allí, en Américo Vespucio, sin garantías de nada: ni de cobrar sus últimas nóminas, ni de seguir existiendo como periodistas en un medio languidecente, ni siquiera de cobrar el paro, esa miseria que ellos nunca tuvieron tiempo de amasar para el mañana porque para el mañana siempre urgía el cierre, el cierre de todas las noches, sin sospechar que, a lo peor, iban a vivir el definitivo por culpa de unos cuantos miserables, en gradación ascendente, a los que el periódico, papel mañanero al fin y al cabo, se les había traspapelado, atragantado, en la descontrolada furia de intereses de los que nunca fuimos informados ni los periodistas ni los lectores. 

Si El Correo desaparece, la vida seguirá, sin duda. Pero ya nada será lo mismo.

viernes, 25 de octubre de 2013

El carro nos lo robaron

Ha muerto Manolo Escobar, un icono de la canción española, dicen. Yo diría también que es el cantante del pueblo, el prototipo o arquetipo de tipo simpático que varias generaciones, incluso con sus muchas diferencias, confluyeron en admirar, respetar. Recordemos que hubo otros artistas mal connotados, muchos a su pesar, por aquello de representar, pelotear o consentir el franquismo, por ejemplo, como si a la dictadura que sufrimos no la hubiesen jaleado determinados arribistas que no trabajaron nunca sino los/las cupletistas que nunca dejaron de trabajar. Pero el caso, como decía, es que a Manolo Escobar ni siquiera le arrojó nadie ese tipo de acusaciones absurdas, y él, andaluz periférico, de Almería, con el espíritu entregado a causas más universales -como la de entretener, hacer feliz-, se consolidó en el Levante español desde que encontró a una mujer alemana con la que había de pasar el resto de sus días. 

No fue un coplero ni un flamenco ni un cantante, pero sí un poco de todo. Más allá de las coplas, o las canciones, o las fandangos, que los cantaba, era un hombre espectáculo entregado al pueblo, a su pueblo. En su voz, aquello de que "Viva España", ni siquiera en las postrimerías del franquismo, sonaba a facha ni nada parecido; sonaba como tenía que sonar, literalmente. En Manolo Escobar no había trampa ni cartón ni intereses creados. Cuando él cantaba que "viva España" quería decir exactamente eso, lo que desde el sentido común pudiéramos pensar cualquiera de los españoles que sonreíamos escuchándolo. Solamente la Selección Española de Fútbol ha conseguido, otra vez, limpiar el grito patrio de connotaciones ideológicas. Viva España significa eso: que viva España y nada más. Pero sólo podíamos entenderlo sencillamente cuando oíamos a Manolo Escobar.

Tal vez de sus cientos de canciones haya quedado una en la memoria colectiva de este país, la de "Mi carro". Todo el mundo, haya conocido u oído a Manolo Escobar o no, se sabe el estribillo, sin saber por qué: "Mi carro me lo robaron / estando de romería / mi carro me lo robaron / anoche, cuando dormía / ¿dónde estará mi carro? ¿dónde estará mi carro?. //  Me dicen que le quitaron / los clavos que relucían, / creyendo que eran de oro / de limpios que los tenía...". 

Piensen en la letra. Leánla otra vez. A mí me resuena desde ayer, y he descubierto, de súbito, que con Manolo Escobar no sólo se va el cantante del pueblo, sino su profeta alegórico. Antes de que ocurriera lo peor, que nos robaran el carro mientras estábamos de romería, él lo vaticinó a ritmo de rumba. Llevamos unos años descubriendo, a nuestro pesar, tan tarde, lo que Manolo Escobar llevaba décadas cantando: que nos han robado el carro, el del pueblo, ese carro con clavos dorados, porque los limpiaba la gente del pueblo, gente como Manolo, al que ahora no todos podremos subirnos, sino tan sólo los privilegiados, los del maldito parné, los de siempre. Ha ocurrido mientras todos andábamos de romería, en ese delirio colectivo del que ahora andamos despertando, a nuestro pesar. Ha ocurrido mientras dormíamos el sueño de la inconsciencia, de la falta de compromiso, del eructo colectivo de que todo sobraba, incluso velar por el carro de todos. Ahora nos preguntamos, pancarta en mano, dónde estará mi carro, como Manolo, dónde estará nuestro carro. Nos lo robaron; lo estamos comprobando, telediario a telediario. En nuestras manos de pueblo está recuperarlo. 

Descanse en paz Manolo Escobar, el cantante del pueblo, el profeta.

lunes, 21 de octubre de 2013

Trabaje usted mañana

Feíto, feo, requetefeo el panorama laboral que soportamos en España, y más feíto, más feo, más requetefeo que promete ponerse si las ideas de algunos sectores del empresariado español continúan germinando con la misma intensidad y malaleche. Lo último ha sido lo de los 70 años; jubilarse a los 70 años, y la coletilla: como mínimo. Lo ha recetado el presidente del Instituto de Estudios Económicos, José Luis Feito, que se supone que es uno de esos señores que se estrujan mucho los sesos para descubrir la fórmula para salir de esta crisis prima hermana del cuento de la buena pipa. Tiene gracia, en todo caso, que todas las ideas de estos laboratorios cerebrales vayan siempre en la misma dirección: la de la explotación de los viejos. Como ya se superó, al menos aquí, el vicio de la explotación infantil, ahora se está poniendo de moda la explotación senil. 

Todas las culpas van ya para los viejos. El FMI dictaminó hace unos días que envejecer demasiado era un peligro financiero o algo así. En otras palabras, que durar mucho en esta vida estaba poniendo en serio peligro las arcas del Estado; o sea, que más vale investigar menos en bienestar y salud y dejar que la cruel naturaleza siga su curso. Así deben de pensar algunos cerebritos malthusianos de determinadas instituciones amigas del Poder. Y tal vez por todo ello, o sea, por nuestro propio bien, es por lo que el Gobierno que aguantamos por ahora se empeña tanto en que no haya alumno sin su catequesis semanal por cojones, o sea, por su bien. Si todo es por nuestro bien... aunque nosotros, zoquetes irremediables, no nos demos cuenta. 

A los niños los libramos de toda carga hasta los 20 años, más o menos. Ya conocen el empeño de cualquier gobierno en inflar las estadísticas de aprobados; que luego hacemos el ridículo en Europa, donde todo se mueve por estadísticas. Allí, quien no tiene su estadística pasada a limpio no es nadie. A los chavales, si más o menos demuestran sus competencias, que es lo que hay que demostrar, pues se les aprueba y santas pascuas. ¡Vengan títulos, que firmar no cuesta nada! Luego viene la edad de las prácticas; las décadas de las prácticas, diríamos más bien, pues entre los veintitantos y los cuarenta todo son prácticas: practicar las prácticas y trabajar de balde, porque todo es una práctica para el futuro, cada vez más lejano. Durante muchos años, lo importante, al contrario de lo que ocurre en la escuela obligatoria, empieza a ser, de súbito, la formación, y luego la formación continua. La informática y el inglés, aunque no sepamos ni leer sin que nos engañe Endesa. 

La formación, esta formación guay de la que nos hablan, es fundamental, porque España está llena de obreros, trabajadores, profesionales, cada cual de lo suyo, que fallan en formación, o en formación continua. Ahí radica, como sabe todo el mundo, el problema del empleo, en que al personal siempre le hace falta formación, sobre todo a los cuarenta tacos, que es cuando los churumbeles piden pan y papá se está formando. Los que tienen churumbeles, porque esa es otra. Cada vez más cuarentones tienen un perro en vez de un churumbel. Porque un contrato de prácticas, o de formación, ya me entienden, da para mantener a un perro, pero no a churumbel. Y menos a dos. Quiero pensar que me siguen entendiendo.

Total, que cuando el españolito medio es un señor maduro, o madurito, es cuando empieza a encontrar una colocación más o menos estable, pero para entonces ya los años no le cuadran si quiere tener una pensión del 100%, que empieza a ser la bicha para el Estado: eso del 100%, qué mal les debe sonar, qué miedo debe de darles a los mandamases a los que nunca les sale el 100%... qué yuyu. Por eso van alargando la edad de jubilación, porque si un español medio empieza a trabajar -a trabajar de verdad, quiero decir- a los 50 tacos, después de todas las prácticas y de toda la formación continua continuamente, a los 70 sólo lleva 20 años trabajando, y ya lo dice el tango, aunque suene a tongo: que veinte años no es nada. El vuelva usted mañana de Larra, tan administrativo, y tan español, es hoy un ideal laboral: trabaje usted mañana.

Por eso los viejos tienen la culpa de todo: hasta de quitarle el empleo a la juventud. No me extrañaría que la próxima propuesta de los entendidos fuera que se murieran los viejos. Tal vez así trabajaríamos poquito, no nos quedaría apenas pensión y el dinero seguiría donde siempre, en los mismos bolsillos que nunca tienen dinero porque siempre les quedará la Visa, plástico eterno.

domingo, 13 de octubre de 2013

Etimología apresurada y heteredoxa de 'mamaostias'

El adjetivo mamaostias (o mamahostias, he ahí la cuestión) no aparece en el DRAE porque la RAE es un organismo descriptivo de la lengua que necesita el consenso de la mayoría de los hablantes para incluir cualquier palabra en el diccionario, o lo que es lo mismo, precisa que se extienda de Madrid hacia arriba o que se diga mucho por la tele. Así que como mamaostias se dice casi exclusivamente en mi pueblo, pues se quedará varios siglos sin integrar el diccionario de los demás españoles. No pasa nada, porque aquí -por mi pueblo- no se ha extendido ningún cáncer nacionalista todavía y a nadie le preocupa que una palabra venga o deje de venir en el diccionario con tal de que sea una palabra útil, es decir, que exprese un pensamiento complejo difícil de resumir. Y mamaostias (o mamahostias, he ahí la cuestión) lo es; quiero decir que es una palabra útil. No en vano está en boca de muchos de nosotros para poder expresar el malestar que nos producen determinados paisanos, para lo que precisaríamos de demasiados adjetivos y al final no daríamos con la tecla. Menos mal que existe 'mamaostias'.

El mamaostias no es exactamente un gilipollas ni un capullo, aunque algo de ambas condiciones encierra. El mamaostias es algo más; digamos que es un grado superior, más completo, más elevado. Tampoco es un alelado, un atontado, un vaina, aunque también algo de ello conserva. Está claro que, para el de fuera, mamaostias es complicado de definir. Es más fácil verlo, quiero decir, comprobarlo in situ, en persona, sufrirlo en carne propia, aguantarlo cara a cara, ya me entienden. 

Después de muchos años con la idea como un moscardón tras la oreja, hoy, un día cualquiera, llego a la conclusión de que la prueba irrefutable de que alguien es mamaostias, en la acepción oriunda que se le da en mi pueblo, o sea, la acepción verdadera, es que no tiene memoria. El mamaostia típico típico es el que no se acuerda de ti, ni de las mamaostieces que hacíamos todos, él incluido, el que parece un reencarnado, el que se ha caído de un guindo, el que aparece repentino sin advertir, al contrario de todo el que lo conoce de siempre, que sigue siendo el mismo mamaostias.

Depende de con quien se discuta la definición, un mamaostias puede ser un vanidoso, un presumido, un pamplinas, un calzonazos. Yo no niego ninguna de tales acepciones, pero insisto en que el rasgo más definitorio de todos es su forzada falta de memoria. El verdadero mamaostias, el auténtico, el novamás, es el espécimen que no se acuerda de nada, especialmente de sí mismo, de cuando se le caían las velas de mocos, el que ahora -por alguna extraña o ridícula razón; una nueva posición, un matrimonio, un trabajito, un viajecito de ida y vuelta, nada del otro mundo...- no conoce ni recuerda a nadie, y si le preguntas o le das pistas pone una cara entre asqueada y asquerosa, entre preocupada y blanquecina, entre molesta y perezosa, para seguir sin acordarse, como si ya no estuviera para esas cosas, como si recordar o conocer le rebajara su nuevo estatus de fino olvidadizo, su nueva categoría desde la que no le es posible recordar nimiedades, como tú, que eres un memorioso empedernido porque la vida no te da para más, sino para empecinarte en lo de antes, en el pasado, en la gente que formó parte de un período concreto y olvidable de tu vida... El mamostias de pura cepa no cae en la tentación de acordarse de ninguna anécdota, de ninguna frase, de ninguna metedura de pata propia o ajena, de ninguna amistad ya poco recomendable, de ninguna vergüenza hilarante... Y no es que sea un estirado, que tampoco es eso, sino que simplemente no es como tú, ya no, ya anda en otra dimensión. Y por eso, los demás, uno incluido, piensa que el tío es mamaostias. Él no piensa nada. No sé si me estaré explicando.

En cualquier caso, estando más o menos de acuerdo en el fondo, he debatido recientemente su ortografía con un paisano, Antonio Rodríguez Sierra, que defendía la h intercalada en el vocablo mientras yo la había escrito sin h. La razón de Antonio, compartida por un servidor, es que la palabra se compone del verbo mamar, ampliamente conocido, y el sustantivo hostias, es decir, de hostia consagrada o por consagrar, de forma, de especie eucarística que encierra el cuerpo de Cristo, o tal vez, como apuntaba Antonio, gracias a cierta sinécdoque, del guantazo o cachete que el cura acostumbraba a dar tras entregarla, que por aquí también llamamos hostia. El que toma o mama hostias, por tanto, es un mamahostias, así, con h intercalada. Yo defendía la omisión de la h porque el adjetivo, en cualquier caso, es de uso exclusivamente oral, y como decía al principio, muy localizado en el entorno de mi pueblo, donde nadie recuerda ya la etimología o la ortografía, con lo que, tras perder la h, muda al fin y al cabo, incluso se reduce a "mamostias", aunque bien es cierto que cuando alguien quiere recrearse de verdad en decir el adjetivo lo pronuncia con todas las letras -incluida la h, puede ser- y hasta pasa de adjetivo a sustantivo anteponiéndosele un adjetivo delante: "¡Valiente ma-ma-hos-tias!", suele decir quien lo dice con conocimiento de causa, con ganas, con garbo y con la boca llena. Decir "¡¡Valiente ma-ma-hos-tias!!", así, sin prisa y estirando los labios hacia los lados, es la fórmula más ventajosa y eficiente que hemos conocido por aquí de desahogo cuando hemos sufrido las impertinencias de algún mamaostias de los que tanto abundan. Y la mayoría de las veces los localizamos por ese motivo principal de la falta de memoria que yo apuntaba.

Puede ser que el mamahostias proceda de esa conceptualización de quien no hace otra cosa que mamar, tomar, recibir hostias, como cachetes -porque es tonto- o directamente como formas consagradas, que es también una forma de no hacer ni el huevo, de dejar que todo lo hagan los demás mientras el susodicho se conforma y se alegra con recibir las hostias donde las dan. Puede ser que el mamaostias hubiera procedido de ahí pero que con el tiempo haya olvidado su h y fuera comparable con el mamabrevas en un sentido parecido, el del tonto que no es tan tonto porque las brevas, al fin y al cabo, las trae otro y el sólo conserva la función de mamarlas, de tomarlas, con lo cual estaríamos rozando la acepción de aprovechado o fresco. Puede ser que las ostias procedan de las ostras, como manjar exquisito en el que se recrea quien está dispuesto a mamar lo que sea, con tal de que sea mamado o por la cara. Un tío mío solía decir despectivamente de algunos, en este sentido: "No necesita ese tío tarvinas...", tras lo cual yo pensaba que era un mamatarvinas, que es lo mismo que un mamabrevas, mamaostras o mamahostias, o sea, un tipo al que le da igual lo que digan los demás que mama con tal de mamarlo de veras. 

Se aceptan, claro está, pensamientos o elucubraciones en torno a tan extraña etimología, aunque yo sostengo que el verdadero mamaostias, el auténtico, al que nadie le podrá echar la pata jamás, es el desmemoriado, porque es invencible e inaguantable en el cara a cara. Tal vez hacer un ejercicio etimológico del mamaotias, como acabo de hacer, sea en el fondo otra mamaostiez, no lo niego, pero de vez en cuando hay que hacer mamaostieces como esta para desahogarse de tanto mamahostia suelto, con h o sin ella.

viernes, 11 de octubre de 2013

Sin ánimo y sin lucro

No hay más que salir a la calle, asomarse a las instituciones, interesarse por ciertas tareas, decirle sí a quien te propone algo. Se va extendiendo como una peste el virus de lo voluntario, lo desprendido, el amor al arte, pero no porque lo propugnen artistas ni solidarios, sino porque lo inculcan, interesada y malévolamente, quienes tienen la responsabilidad de velar, sufragar, financiar... y no lo hacen, porque es muchísimo más barato contar con la entrega de las buenas personas, que siguen abundando. 

Con el trote emprendido por esta estafa disfrazada de crisis, tardaremos relativamente poco en mantener un Estado con el mismo coste, unas instituciones con el mismo presupuesto, un aparato político y técnico con los mismos sueldazos y sin apenas gastos, con lo que lo mismo no estamos tan lejos de alcanzar ese déficit cero que les gusta tanto a los administradores de lo público o incluso superávit nunca pensados, no del 2 o el 3%, miseria pura, sino del 70 o el 80%, total, si todo lo harán las oenegés, las asociaciones, los voluntarios, los entregados, los solidarios, los generosos, los volcados con las mil causas que dejaron de lado los que tenían que tomarlas de frente...

Un programa titulado Entre todos emigró hace unos meses del gracioso Canal Sur a la institucional TVE. Se llevaba presentadora y la misma carga de falso sentimentalismo y buenismo que ahora, desde la capital del reino, ha molestado a muchos, por utilizar las desgracias ajenas para ganar audiencia y, encima, descargar a los responsables públicos de la responsabilidad que les compete. Es producto de una época, qué queremos.

Ahora se vuelven a poner de moda las cadenas de favores, los bancos de tiempo, los mercadillos de barrio, los trueques y esa engañosa impresión de que esto lo arreglamos entre todos. Es precisamente lo que los poderosos soñaron desde siempre, o sea, nosotros -dicen ellos- integramos las poderosas instituciones, esa olla grande soñada por tantos, presupuestamos lo que costamos nosotros y nuestras circunstancias, con vuestros impuestos -que suben y suben-, y luego los problemas, los afanes, las abominaciones es cosa vuestra, pueblo llano. No confiéis en el dinero, ni en el capitalismo, ni en las instituciones, no; gestionad vuestros propios recursos para no depender del sistema. Así seréis independientes, autosuficientes... Esa es la lección. El Estado, con toda su parentela de organismos reduplicados, ya tiene sus propios problemas; atiendan al telediario. A este paso, no querrán ni que los molestemos cada cuatro años con la inútil cantinela del voto, ya se encargarán ellos de eso también.

Lo peor de esta nueva moda es que a demasiada gente entusiasta nos está dejando sin ánimo y sin lucro. Normal. No hay alegrías ni billetes para todos.

viernes, 4 de octubre de 2013

No hay dinero para pan pero sí para circo

De nuestra joven democracia se esperaba mucho, no sólo porque en los difíciles años de la Transición demostró una madurez precoz tan prometedora que sirvió de referente a otras naciones que seguían nuestros pasos hacia el Estado del Bienestar, sino porque en muy pocos años quedó demostrado que nuestros grandes logros como pueblo no se lo debíamos a la gracia divina ni a la chispa de ningún iluminado, sino a la sensatez y coraje de unos hombres que se llamaban políticos, y que esos políticos podíamos ser cualquiera, incluso los hijos de los pobres. El peligro vino después, cuando los políticos dejaron de ser ciudadanos que daban un paso valiente para convertirse en profesionales de por vida y empezó a abrirse una incomprensible brecha entre los privilegiados de la élite política y la gente de a pie. En cualquier caso, nadie lo advirtió demasiado mientras hubo para todo, mientras se despilfarraba el dinero de todos, mientras todos éramos conscientes de que nos daban pan y circo pero había mucho pan y sobraba mucho circo. Ahora, en plena caída libre por la crisis, es cuando la figura del político está menos valorada, lo cual debería darnos mucho miedo porque, en la lógica pendular que nos enseñó la Historia, cuando faltan los políticos reaparecen la Providencia y los iluminados, cuyas decisiones son muchísimo más rápidas e indiscutibles. 

    El problema primordial no es el desapego que siente la gente hacia la clase política, sino justo al revés, porque si son los políticos los que olvidan su razón de ser como servidores de la sociedad democrática serán ellos mismos quienes estén socavando el noble sentido de la misma. Y en los últimos tiempos, cuando la miseria aprieta por el subsuelo de la ética y la estética, se dan unanimidades políticas que deberían enrojecer al país entero. 


    Si nuestra clase política está tocando fondo es para que nos echemos a temblar. ¿Cómo es posible que no haya dinero para medicamentos que salvan vidas humanas y haya crecido un 28% la financiación de los partidos políticos? No es que se congele -como les ocurre a los sueldos de los maltrechos funcionarios- esa financiación, que ya rondaba la escalofiante cifra de 70 millones de euros, no, sino que para el próximo año se aumenta casi en un tercio, dicen que por las elecciones europeas, o sea, porque hace falta mucho dinero para convencer a la gente de a pie de la importancia de votar, aunque esos votos empiecen a considerarse la raquítica prueba de que seguimos en democracia, pues las grandes decisiones no las toman ya los gobiernos resultantes de las elecciones sino otros poderes fácticos a los que nadie votó. Pues aun así, los partidos políticos necesitan más financiación. No los estudiantes ni los trabajadores ni los parados ni los científicos ni los pensionistas ni los hospitales ni los enfermos y dependientes. No, para ellos todo son recortes. Son los partidos políticos los que necesitan mucha más financiación, mucha más ayuda, como los bancos, y se les da, como a los bancos, se les regala dinero público para que mejoren sus estrategias de impacto y el circo de las campañas electorales sea mucho más divertido y jugoso. Con más dinero, se garantiza mejor la salsa electoral de los partidos, por supuesto.

    ¿Cómo es posible que se rebaje exagerada y vergonzosamente el presupuesto de Sanidad o el sueldo de los funcionarios mientras suben los salarios extratosféricos de los cargos de confianza? ¿Por qué todos los partidos callan y sonríen por lo bajini? ¿Cómo puede entenderse que la disputa entre izquierda, centro y derecha se difumine siempre cuando se abre el debate sobre sueldos, pagas, dietas y privilegios de la clase política, fuere cual fuere el color?

    Yo no soy ni un enfermo grave ni un político, pero vivo en un país y una época en los que podría convertirme en cualquiera de las dos cosas. Si me convirtiera en lo primero no me cabría en la cabeza que el político aprobase descarados incrementos financieros mientras en el hospital escatiman en medicamentos para salvarme la vida. Si me convirtiera en lo segundo, no me cabría en el corazón que el enfermo perdiera la vida a costa de las mejoras en mi partido. Porque no nos engañemos, el dinero -sobre todo el público- es como el agua; si sobra aquí es porque falta allí, y viceversa. Y las personas -todas- deberíamos ser más importantes que el dinero, el agua y los cargos políticos, aunque el FMI crea ahora que llegar a viejos sea un "riesgo financiero". Lo será para quienes esperaban que el dinero de pensiones tan largas fueran a parar a otras partidas; para quienes sería conveniente retirar las monedas de uno y dos céntimos, porque al fin y al cabo ellos siempre andan con billetes de los grandes, que ensucian menos las manos porque no parecen tan vil metal, pero no para quienes trabajaron toda su vida, aun a riesgo de perderla, con la ilusión de llegar a viejos manoseando monedas para la hucha de los nietos.

domingo, 22 de septiembre de 2013

La felicidad y sus vísperas

Hoy es mi cumpleaños, pero apenas tiene ya importancia, no sólo porque cuando uno cumple más de 20 años, la sucesión del tiempo deja de medirse tan radicalmente, y yo ya voy por 34, sino porque ayer, y el ayer siempre viene antes que el hoy, lo precede, lo intuye, lo pare, nació mi hija. Le hemos puesto el mismo nombre de su madre: Marina. Así que, decía yo ayer, viendo sus ojitos rasgados, sus mofletes rosáceos, sus uñas tan perfectas de señorita precoz, ya tengo a mis dos Marinas en mi mundo. ¡Para qué quiero más! El nombre de ambas, de la mujer que me cambió la vida y de la niña que empezó a cambiármela más aún desde ayer, remite al mar, que es ese concepto infinito que nos sobrecoge porque la vida empezó en él. Ayer, mientras nacía saliendo de ese mundo acuático que es el vientre, y luego, cuando intuía la vida con sus ojitos cerrados, y más tarde, cuando lo descubría todo con sus ojitos abiertos de niña despistada y guapa, yo pensaba que llamarse Marina tiene algo de pleonasmo, algo así como decir "se nace naciendo" o "me llamo Marina y todo empezó en el mar"... Supongo que todo esto serán chocheos prematuros de un papá que ha perdido el norte..., pero repito que mirándola, porque uno la mira y el tiempo no pasa o pasa y uno se queda -qué sé yo-, no me importan lo más mínimo ni el norte ni el sur, porque uno encuentra en sus miradas, la de la madre enamorada y la de la niña estrenando la vida, la brújula ineluctable para seguir viviendo y no parar de vivir jamás, sólo en sus ojos...

Hoy es mi cumpleaños, y lo será cada 22 de septiembre hasta no sé cuándo, pero insisto en que eso ya no tiene importancia: es simplemente el día después del cumpleaños de mi niña, y es cierto, certísimo, que la felicidad se vive mucho más intensamente en las vísperas. La vida feliz es siempre la víspera de la felicidad auténtica, siempre al alcance de la mano. Así que cuando todos le digan a mi niña Marina "Felicidades" el 21 de septiembre, yo sentiré en su carne, que es carne de mi carne, que me felicitan en la víspera, que es una felicidad más real.

Y es en la felicidad real, no en la que cuentan por ahí, donde uno descubre los auténticos milagros, como por ejemplo el de tener una niña y seguir derrochando todo el amor que siempre pensamos haber gastado ya con Jaime. Con dos hijos, y amándolos igual, es cuando descubrimos que es verdad, que el amor no se acaba nunca... Debe de ser por eso que sigue la vida. Brindo por ella. Felicitadme.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Camino de rosas

La mayor injusticia en esta vida consiste en aplicarles tan dispares varas de medir a seres que nacieron del mismo modo pero que el tiempo y las circunstancias se han encargado de que vivan y mueran de formas muy diferentes. Por ejemplificar, imagínense qué oportunidades de mierda les dio la vida a esos cientos de niños sirios que murieron en el acto, o peor, que tardaron horas o días en morir por las heridas espantosas de cualquier bomba de tres al cuarto. Y fíjense en cuántas oportunidades lleva ya arrojadas a la papelera porque se sabe con muchas más Bachar el Asad, al que ahora le exigen los amos del mundo que entregue las armas en cierto plazo pero nadie le habla de un juicio por genocidio y mucho menos de un tiro definitivo por donde usted está pensando. No, con toda probabilidad los veremos a todos con las manos juntas y mirando a cámara, degustando unos canapés a continuación, mientras otros gusanos se estarán dando un festín con la carne tierna y muerta de aquellos cementerios. 

Imagínense qué oportunidades de mierda les ha dado la vida a los miles de chavales de clase media y baja que alguna vez soñaron no ya con triunfar, sino con vivir de algún deporte al que le entregaron seriamente su vida a costa de los sacrificios de sus padres, que no se fueron jamás de vacaciones con tal de que el niño o la niña tuviera para el autobús y el bocadillo tras el entrenamiento. Y fíjense cuántas oportunidades ha tenido esa entelequia del Madrid Olímpico cuyos millones de euros nadie sabrá nunca quién se llevó de verdad, aunque desde luego no fue Ronaldo, la estrella del nuevo pan y circo que al convertirse en el mejor futbolista (y por tanto deportista) pagado de la historia del mundo aún le sobra cinismo para decir que el dinero no es lo más importante. Claro que no.

Imagínense cuántos males remediarían en nuestra Andalucía miserable de hoy los millones y millones de euros que se llevó hace un rato el desagüe insaciable de los falsos ERE, mientras la nueva presidenta que nos han anunciado, a la que con toda la lógica del mundo apellidan la ere-dera -así sin hache, como les gusta provocar a la nueva camada de pseudopedagogos que encontraron el filón perfecto por el espontáneo Sur-, dice ahora que el caso de los ERE le causa dolor y vergüenza. Claro que sí. 

Ya sé que imaginando casos concretos y relacionándolos con casos específicos corro el riesgo de hacer demagogia. Por eso no sigo; porque la vida es un camino de rosas para algunos porque otros cargaron con todas las espinas. Y me encomiendo al consejo paternal con el que comienza la novela de El Gran Gatsby: "Cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú". Lo más doloroso es que quienes consiguieron todas las oportunidades del mundo se olvidaron de criticar a nadie. Están en otra onda, por favor.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Español acomplejado y relaxing cup

Históricamente, cada lengua ha valido su peso en oro, y aunque creamos que los idiomas no pesan siempre hubo una directísima relación entre los ducados y maravedíes españoles del siglo XVI y la potencia del castellano incluso en ultramar; entre los sols franceses del siglo XVIII y el dominio de la lengua de Voltaire; o entre los dólares norteamericanos y la hegemonía anglo-yanki de la segunda mitad del siglo XX. Por eso cuando los lingüistas se empecinan en equiparar el inglés o el chino con alguna lengua amazónica surgen los sociolingüistas para recordar que la importancia de un idioma no reside tanto en su gramática como en su pragmática. En cualquier caso, nuestra lengua actual -el español o castellano, que a los dos nombres responde por motivos igual de legítimos- forma parte de esa veintena de idiomas del mundo civilizado que no ha dudado en las últimas décadas en gastarse una pasta gansa en su normalización e incluso en aparatitos y aparatajes de traducción simultánea, sobre todo cuando es innecesario porque los intérpretes se la saben todas y todo no es más que paripé que siempre responde a motivos ideológicos o pamplinosos pero nunca verdaderamente lingüísticos o comunicativos. (¡Ay, llanitos del Peñón; ay, congresistas monolingües!)

Me he acordado de todo esto, como ustedes estarán suponiendo, al escuchar a la Botella animando a los pijos del mundo a que tomen café en la Plaza Mayor de Madrid con ese inglés macarrónico que tanta gracia les ha hecho a tantos españoles que hablan el idioma de Shakespeare muchísimo peor pero que se sienten con la legitimidad de la risa porque ellos, al menos, no son alcaldes de ningún sitio. A un servidor, que tiene aproximadamente el mismo nivel de inglés que la mujer de Aznar, aunque en los currículos mienta como miente todo el mundo, no le ha hecho risa su acento, sino que le ha producido tristeza el hecho mismo de vernos obligados a hacer el ridículo con la fuerza de un inglispikinglis sin discusión que arrincona, por puro complejo nacional, a nuestra ilustrísima Lengua Castellana porque nosotros mismos como país no nos creemos que nuestro idioma esté a la altura del pijerío internacional. Con el hiperbólico montaje de traducción e interpretación del que presume cualquiera de estos guirigais, no es de recibo que al final todo el mundo tenga que hablar la misma lengua. ¿Para qué están entonces los traductores? ¿Por qué un país que cuenta, afortunadamente, con cuatro lenguas riquísimas tiene que acudir a una lengua extranjera en el momento decisivo de vender sus excelencias? ¿Por qué hace unos años -cuando sobraba dinero para todo- nos íbamos a matar por que en el Senado -ahí en el Madrid de las goteras eternas- se oyesen las cuatro lenguas españolas y ahora -que también sobra el dinero pero para según qué cosas- a nadie se le ha pasado por la cabeza que la Botella o quien fuera le hablase al mundo en la lengua de Cervantes? ¿Por qué ha habido que contratar por dos millones de dólares a un tipo norteamericano que la ha cagado claramente aunque le eche flores a doña Ana porque todavía espera el cheque y no se ha podido pensar en algunos de los cientos de miles de profesionales españoles que saben muchísimo de idiomas y de márketing? Yo tengo mi propia respuesta: por el mismo complejo de inferioridad que nos ha impedido calibrar la posibilidad de hablarle al mundo en español, que es una puesta en abismo de ese mismo complejo de inferioridad que acosa a muchos de mis paisanos cuando salen de la emisora hacia el Norte, que pierden su idiolecto palaciego para adoptar un ridículo acento de amalgama sevillana-madrileña que les hace pifiarla en cuanto se despistan, que es al medio minuto aproximadamente. 

Durante décadas, los gobiernos españoles se han dejado un dineral en los Institutos Cervantes que han repartido por medio mundo, pero al contrario de las grandes potencias europeas no han sabido estar a la altura de su lengua nacional cuando las circunstancias lo han requerido. Si un país arruinado pone a una alcaldesa de rebote hablando de prestado en un idioma ajeno, ¿quién iba a pensar que le íbamos a hacer sombra al Japón del siglo XXV? Pues había quien lo pensaba, porque no hay más ciego que quien no quiere ver, ni más sordo que quien no se entera de nada ni en la lengua de sus padres, aunque sus padres hubieran vivido una dictadura que catapultó al nivel de industria cultural el doblaje por cojones.

Tras el fracaso de la candidatura española a esos Juegos Olímpicos, sigo sintiendo el alivio del primer día por los mismos motivos económicos, a los que se suma ahora cierto resarcimiento por la humillación que hemos sentido los que amamos tanto nuestra lengua. Si sin haber ganado nada se habían gastado ya esas millonadas, ¿se imaginan ustedes lo que hubieran seguido gastando con el cheque en blanco que les hubiera proporcionado la inflada legitimidad de haberse hecho con los Juegos? ¿Quién se hubiera atrevido a chillarle a la Botella? ¿Y en qué idioma? 

viernes, 6 de septiembre de 2013

Adiós al archivo

Tocábamos las campanas y charlábamos, como dos adultos con memoria y poso suficiente para la reflexión, aunque yo no fuera más que un mocoso de diez o doce años con una curiosidad por el mundo que iba más allá de lo que aparentaba. Pese a mi juventud, llevaba ya varios años de monaguillo, y había aprendido hacía mucho que la señal en los entierros de las mujeres era una tin y una tan, mientras que en los de los hombres era dos tan, monótonos, periódicos, cada minuto o así, a lo largo de todo el funeral. Como éramos dos monaguillos, yo disfrutaba cuando la misa le tocaba al otro y yo compartía con Francisco Mayo, que iba para los 80 años, la aprovechable velada de sus conocimientos mientras nos turnábamos en el toque. De siempre me pareció un caballero educado y memorioso. No olvidaré jamás el contraste entre su conversación fluida y genial y la de otro viejo que yo había conocido al principio de mi llegada a la parroquia, Pepe el Moreno, el sacristán, que estaba ya a un paso de la agonía y que se desesperaba cuando me veía barrer tan torpemente. Pepe me arrancaba el escobón de las manos, barría con suavidad, haciendo montoncitos del arroz de las bodas para irlos a recoger después, mientras mascullaba con su dentadura postiza inadaptada: "Mira que es sencillo barrer"... A Pepe lo conocí poco porque, como digo, yo llegué cuando el Señor empezó a llamarlo, así que me dejó una imagen de hombre serio que no se correspondía probablemente con la realidad de sus buenos años, de aquella época en la que, según me contaron luego, tenía graciosas salidas como decir en los entierros: "Yo no quiero que se muera nadie, pero que no se acabe el chorro". A Francisco me dio más tiempo conocerlo y tratarlo. Me enseñó muchas cosas, siempre mientras tocábamos las campanas de los entierros como quien echa un cigarro al atardecer. Francisco no era sacristán ni nada. Iba porque quería, porque tenía ese espíritu colaborador de la casta de los Mayo que se le acrecentó una vez jubilado... 

En la misma época, yo aprendí mecanografía, informática, taquigrafía y hasta principios básicos de contabilidad en la academia que regentaba una de sus hijas, Rosario. Y conocí a uno de sus nietos, Julio, que ya apuntaba maneras de historiador y reportero y que, con el tiempo, se convertiría en el archivero municipal del pueblo. De modo que intimé con buena parte de su familia. Pero lo más conmovedor es que, también por la misma época, conocí una de las anécdotas que él me contaba mientras tocábamos las campanas que yo nunca hubiera conocido por otra fuente y que a mí desde aquel momento me pareció providencial para intimar con la mía sin tratarla siquiera. Francisco hizo la mili y participó en la guerra civil con mi abuelo parterno, Manolo Romero Castellano. Durante varios años fueron compañeros muy unidos. Pero yo, por motivos familiares que no vienen al caso, lo conocía poco. Apenas hablé con él unas cuantas veces. Y tal vez por ello me deslumbró más que Francisco me contara, entre risas que lo rejuvenecían, que durante aquellos difíciles años de la guerra, como mi abuelo tenía novia -mi abuela- y él no, Francisco le cedía el pase que le pertenecía para que se viniera a ver a mi abuela. "Iba a ver a María cuando le tocaba a él y cuando me tocaba a mí", decía Francisco con una risa que lo hacía retorcerse hacia adelante, con los ojos chiquititos. "Yo le decía: 'Toma, Manolo, vete con María', y allá que iba tu abuelo para ver a la novia", me contaba. Aunque yo fuera un chiquillo, no se me escapaba la causalidad de que gracias a aquellos pases que Francisco Mayo le cedía a mi abuelo, la relación con su novia, es decir, con mi abuela, se consolidó hasta el punto de casarse con ella tras la guerra, tener a siete hijos, incluido el penúltimo que fue mi padre y que, consecuentemente, yo mismo viniera al mundo. 

Muchos años después, cuando Francisco y mi abuelo murieron, a mí me siguió resonando en la memoria la risa franca y pueril de Francisco Mayo contándome aquellas batallitas de la guerra, y se me disparaba la imaginación para concluir que, de alguna manera, yo nací gracias a la generosidad soldadesca de Francisco Mayo con uno de sus compañeros de pelotón. No se lo conté nunca a su nieto, Julio Mayo, a quien la vida me acercó por el amor común a las letras y a la cultura en general, y que ayer, cuando el archivo municipal del que él es responsable salió ardiendo, parecía un chiquillo consternado con el mundo, abrazado al único libro, el del Becerro, del siglo XVII, que consiguió salvar de las llamas. 

Viéndolo llorar, me acordé de su abuelo, no sólo de cuando tocábamos las campanas, sino de cuando, ya muy mayor, coincidimos alguna vez en su casa del campo, mientras el hijo de Francisco y el padre de Julio, que también se llama Julio, nos preparaba una bandeja extraordinaria de tomate del pueblo bien aliñado. Viéndolo llorar, me pareció injusto para el pueblo que las llamas se llevaran en un rato toda la historia de un pueblo a la que él se ha entregado en cuerpo y alma, y no sólo él, sino el espíritu de su familia desde la afición a la historiografía de su propio abuelo Francisco. Viéndolo llorar, me pareció injusto que Francisco hubiera muerto, que su hijo Julio sufriera ahora Alzheimer y que su nieto Julito tuviera que llorar delante de un archivo carbonizado que es del pueblo entero pero que, sobre todo, era su archivo. 

Fíjense si Julito Mayo y el archivo y el pueblo son una misma cosa que la dirección de su correo electrónico, antes de la arroba, es "archivo41720". Nunca he conocido a nadie que, al margen de la lógica o ilógica vocación por su oficio, no pensara además en su trabajo como una forma de llegar a fin de mes, sino como una forma de vida. Así es Julio Mayo Rodríguez, nuestro archivero municipal. Un ser de una pasión inagotable por la historiografía, sobre todo por la local, y con una capacidad de trabajo realmente asombrosa. Jamás le he preguntado nada a Julio, fuera de día o de noche, que no me haya respondido o ayudado al momento. Y creo que no soy el único. Hablo literalmente. Y eso es muy difícil de decir del resto de los mortales.


Julio siempre ha dicho que se aficionó a la Historia por su abuelo Francisco, que tenía un diario en el que apuntaba cada día lo más relevante del acontecer del pueblo. Cada día apuntaba quién se había muerto, quién había nacido, quién se había casado con quién, qué hecho memorable había que recordar. Y así durante años. Esas libretitas empolvadas las guarda Julio en su casa como oro en paño. Y ayer se salvaron de la quema. 

Al acordarme de ellas, me acordé también de Francisco, de mi abuelo, de las campanas, del arroz de las bodas, de mi cara de asombro descubriendo el mundo desde el porche de la parroquia... como si las llamas que han destruido el archivo municipal me iluminaran la memoria hacia el origen de cómo empiezan los archivos personales de quienes no pueden vivir sin la Historia, la suya y la de todos.

Y mientras el pueblo dictaba sus propias sentencias, haciendo coincidir los indicios con los incendiarios; mientras los políticos se dedicaban a su estéril pelea de siempre; mientras mucha gente que nunca se ha ocupado ni de la cultura ni del archivo, que en tan malas condiciones estaba, se rasgaba las vestiduras asegurando que le habían arrebatado la memoria... mientras crepitaban tantos disparates en el fuego amasado del odio y de la hipocresía, yo me acordaba de los diarios de Francisco Mayo, a los que ahora tendrá que acudir su nieto para empezar a reconstruir la memoria de tantos desmemoriados. Que Dios le ayude. Y su abuelo desde la Gloria.

  • Este artículo, más resumido, se publica también como Tribuna en la edición del 9 de septiembre de 2013 de El Correo de Andalucía

martes, 3 de septiembre de 2013

El vuelo rasante de las gallinas

Desde siempre viví con gallinas en casa. En la mía o en la de mi abuela. Y desde pequeño me produjeron desconfianza sus ojos en lados opuestos de la cara, su mirada oblicua, su condición de aves sin vuelo, su falta de horizonte vital, entre el canto madrugador del gallo y su recogida vespertina encima de un palo. Yo nunca vi tan dantesco espectáculo, pero mi madre solía contar que mi abuela le cortó el pescuezo a más de una y que, sin cabeza, seguía corriendo sobre las tapias del corral, como le ocurren a los rabos de lagartija cuando los chiquillos hacíamos de las nuestras, antes de que llegaran los chismes esos que hoy los tienen tan embelesados que creen que la leche la produce el Mercadona. 

Hoy me he acordado de las gallinas y toda su gramática doméstica al oír las triunfalistas declaraciones de los de siempre porque el paro ha bajado en 31 personas. Me gustaría saber quiénes son, porque no dejaría de tener cierto regusto arqueológico rastrear entre los millones de españoles las caras concretas de esas 31 personas que protagonizan hoy, sin rostro, en medio del frío maremágnum estadístico que unos manejan a favor y otros en contra, el canto altanero de un gobierno que, como todos los que pare esta época penumbrosa, se agarra a un hierro ardiendo. Como esta mañana no vi la prensa, conocí el dato porque un paisano lo puso en facebook, y pensé de inmediato que era una cifra local. Cuando vi la misma cifra -que me es familiar porque es el típico número de alumnos en cualquier clase, ahora que los profesores empezamos a manejar listas de aulas- en un periódico nacional, se me cayeron los palos del sombrajo. Seguí pensando que le faltaban ceros, hasta que lo confirmé en los periódicos afines al gobierno, que son divertidísimos en celebraciones de este calado. 31 personas han salido de la fosa oscura del desempleo en todo el país. Dicen los empresarios -los que han diseñado la nueva reforma laboral- que es un dato esperanzador. Para ellos, lo será. Para los miles de jóvenes emigrados que, según el gobierno, son aventureros, no lo será tanto.

Luego sale el Instituto Nacional de Estadística (INE) confirmando que "toda la creación de empleo" -supongo que se refieren a esa aula de 31 afortunados- se debe al 'efecto verano'. Pero da igual; el gobierno sigue sacando pecho, pues el que no se consuela es porque no quiere. Menos da una piedra.

De todas formas, a mí, de natural desconfiado, me chirría cruzar datos como que hay 31 personas menos en toda España en el paro con que la afiliación a la Seguridad Social desciende en casi 100.000 personas o con que el trabajo a tiempo parcial -ya saben, esa fórmula de 'da gracias que estás trabajando'- bate récord gracias a la reforma laboral que ya saben quiénes idearon. Pero eso es seguramente porque, como dicen los economistas que saben de verdad, yo tiendo a mezclar churras con merinas. Y ahí debe de radicar mi error, o mi desconfianza, o mi condición de hombre de poca fe. 

El caso es que cuando he oído que estamos remontando el vuelo no he podido evitar acordarme del vuelo rasante de las gallinas en el corral, cuyos ojos contrapuestos ven cada cual lo que les da la gana: el uno mira hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. Hacia adelante, sólo el pico en busca del alpiste. ¿Cómo era aquello que decía Esperanza Aguirre? Pitas, pitas... Qué señora tan campechana, como el Rey. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

La feria como castigo

Cuando mi hermana y yo éramos tan pequeños como para ilusionarnos con cualquier cosa celebrábamos como una fiesta que llegara la feria y papá sacara una mesa al patio, friera pimientos y cortara el jamón que había comprado con mucha propaganda familiar en casa de Encarnita Salguero. Cenar bajo la brisa caliente de agosto, sin escuela y con la promesa segura de una mañana reculona entre las sábanas bastaba para ser felices. Luego, papá hacía de cocinero en una de aquellas casetas de tronío local, en la época en que la gente pudiente sacaba billetes de diezmil pesetas a manojos para pagar una convidá, como se decía entonces. Y yo iba al mediodía de ayudante, como si pelar papas o ajos en un rinconcito para que no estorbara fuera un juego envidiable. En aquella época, entre las décadas de los 80 y los 90, la feria de mi pueblo era un acontecimiento provincial. Uno tenía que caminar por las calles del pradillo con la paciencia de quien avanza por un rincón del mundo al que todo el mundo tiene derecho a acudir, como en una procesión laica, sintiéndose un grano de arena en la turbamulta de las dos o las tres de la mañana, con un gentío innúmero de personas que iban, venían, por esta calle, por la otra, formando tapones que se resolvían con sonrisas y la alegría colectiva de formar parte de una comunidad al unísono. Todo el mundo estaba de feria, no había otra alternativa: unos bailaban sevillanas hasta la extenuación, otros se gastaban los ahorros del año en las casetas de tiros, para otros había varias casetas de música ratonera, que se llenaban hasta las tapias de madera de jóvenes de todos los colores como teletransportados a esa dimensión ebria de los pueblos cuando bullen en fiestas patronales, y nosotros, ya adolescentes, peregrinábamos felices e ingenuos en busca de varios grupos de chavalas que nos hacían tilín, por la caseta del Club de Baloncesto, por Pepepormuntanque, por Caldito Puchero, mientras los más viejos contaban las glorias pasadas de Aplauso y otros hallazgos feriantes de esa doctrina manriqueña de que cualquier tiempo pasado fue mejor. En fin. Todo eso pasó ya. 

Llegó el cambio de recinto, el boom, los todo incluidos y la crisis, solapándose al ritmo vertiginoso de una época sin ritual en la que cualquier día era bueno para cualquier cosa. Ya el tiempo empezó a acelerarse. De unos Reyes a otros no había tanto, ni de un verano al siguiente. Y los niños empezaron  a tener chucherías y juguetes cualquier tarde, por cualquier cosa. Cualquier noche se pedía una pizza o se llamaba a la hamburguesería o se iba al McDonald o instalaban cacharritos por cualquier velada. Y fue así como el delirio ya pasado empezó a ridiculizar las ferias pueblerinas a la que todo el mundo llegaba ya saturado de todo, presumiendo de faltar porque había reservado en un hotel en cualquier punto de la costa andaluza, o en Canarias. Llegó la moda de los cruceros, de la quincena en Chipiona, de comprarse un pisito, de quitarse de en medio. Se marchó de la feria hasta la Virgen, cuyo patronazgo era ya innecesario para la fiesta de los farolillos. Y se quedaron en la feria los feriantes.


Hasta que se vieron muy solos. De un año para otro, se recuperó la feria del ganado, la feria de la tapa, la del stock, la de las vanidades... Y en el colmo del delirio y de la sensación de abandono, quienes resistían en la feria porque era su caprichito estival, presionaron tanto que el Ayuntamiento ideó hasta un referéndum. ¿Se acuerdan? Yo sí, no sólo porque en este pueblo no se ha hecho un referéndum, con lo que vale, para nada serio y sin embargo se hizo para la feria, con cuatro opciones para el cambio de fecha, porque se culpaba al calor de la falta de seguimiento del populacho, como si una década y dos y tres antes no hubiera hecho calor, sino porque yo trabajaba entonces en un periódico de Sanlúcar, y me enteré por curiosidad de las fechas posibles que se proponían, y me sorprendí al enterarme de que, al final, no se eligió ninguna de las cuatro, sino la que a no sé quién le salió de allí abajo. Me hizo gracia que el referéndum, al final, no hubiese servido para nada. Pero es que entonces sobraba dinero para todo. 

Luego volvió a pasar el tiempo. Y desembocó la crisis como un tsunami inesperado, y la gente ya no se iba a Chipiona por moda, sino por necesidad; y a los todo incluidos y a la casita del cuñado que alquilaba quince días en Almería, porque era la única alternativa viable, porque con los 300 euritos de aquella semana no tenían ni para una noche como las de antes. Y entonces todo el mundo volvió a sacar del bául de los recuerdos sus excusas convincentes de la feria como un lugar insoportable, otra vez por el calor, aunque fuera un mes después, bajo un toldo, con garbanzos, con más calor que con una gorda bajo un plástico a las tres de la tarde, y no sé cuántos errores más, con lo fresquito y lo baratito que se estaba en el Riu Chiclana. En fin, ustedes me entienden. Y poco a poco llegó esta nueva época, la nuestra, en que la feria volvió a quedarse vacía, con un domingo de fuegos artificiales en el que todos los emigrados volvían para probar la feria sin que les costase nada, porque estaba acabando...

Y en estas estamos cuando surgen otra vez las voces que piden un nuevo cambio de fecha: volver al 5 de agosto de la patrona, solapar la del ganado en abril, hacerla en junio... La que más gracia me hace es la de llevarla a septiembre o a cualquier fecha en que los niños tengan obligación de estar en la escuela, para que sus padres no tengan alternativa o escapatoria y mamen feria por cojones, como un castigo irremisible. El debate está abierto, pero nadie quiere enterarse de que el problema no es de fechas, sino de época, de ciclo, de mentalidad... La gente tiene mucha libertad y muy poco dinero, y escapa de la feria porque le da la gana; se haga en abril o se haga en agosto. Ya se buscarán las maneras. Eso sí, a quien le gusta la feria siempre la verá oportuna pero no puede pretender imponer sus gustos a la mayoría. 

En vez de un cambio de fecha, ¿no sería más realista pensar en un cambio de expectativa, en preparar una feria para los mil o dos mil palaciegos que no pueden vivir sin ella? ¿O hacemos otro referéndum?