Estar a la cola fue desde que uno tuvo uso de razón una metáfora del fracaso. Eran casi sinónimos aquello del furgón de cola, de andar hacia atrás como los cangrejos o, desde la perspectiva melódica de un grande de la música melancólica, ser el último de la fila. Las colas o las filas, tan aborregadas, le sonaban a uno a dolorosa resignación desde los tiempos de la guardería.
Pero hete aquí que, andando los años, en
los del delirio que vivimos sin apreciar su dosis de surrealismo, las colas llegaron a ser indicios de prosperidad, aunque
fuese una prosperidad jabonosa de falsa pompa frente a los centros
comerciales, en los hoteles, en las discotecas. Muy pocos años después, sin embargo,
las colas las hacen los pobres, en creciente número hacia Melilla, pese a
las cuchillas; hacia los comedores sociales, pese a la escasez del
menú; hacia las oficinas de empleo, pese a la falta de esperanzas. Hacer
cola es esperar y estar juntos, que no es poco, aunque claramente
insuficiente, porque las colas de antes no pasaban de ser yuxtaposiciones de egos encendidos entre los rebaños hechizados por esa otra religión que era y es el consumismo, y las colas de ahora siguen siendo yuxtaposiciones de egos hundidos en el mullido fragor de la desgracia generalizada, pero yuxtaposiciones al fin y al cabo; tú allá con tu pena que yo sigo aquí con la mía. Antes hacíamos cola porque nos lo ordenaba algún listo desde la malévola potencia de lo subliminal; ahora las hacemos porque algún otro listo -en muchos casos coinciden- ha decidido ir perdonándonos la vida a pedacitos.
De modo que las colas fueron siempre indiciarias de nuestra miserable condición: primero por aborregarnos en la alegría de ser como los demás, y luego por desmoralizarnos en la pena de seguir siéndolo. Y siempre sin atender a quien está allá, mucho más allá, del mostrador. No al portero de la disco, a la cajera de los grandes almacenes, al personal del banco, al empleado del Inem, a quien nos sigue manteniendo en la cartilla de racionamiento para racionar (no racionalizar) nuestra rabia radical, sino al que anda por detrás de todos ellos, que, para nuestra fatalidad, puede ser, en el fondo fondo, siempre el mismo.
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