miércoles, 27 de febrero de 2013

Huelga de basura

Me pierdo dos telediarios y cuando vuelvo a mirar la tele ha crecido el esperpento de este mundo, y no sólo por el sinvergüenza Bárcenas que ahora pide su cartilla del paro e incluso tendrá derecho a los 400 euros de pena que les dan a muchos de los que sueñan con recuperar al menos la esperanza si no el trabajo, sino por todos los profesionales de la política de este país, que se juntaban hoy en el Congreso para votar una moción que, ignorante de mí, siempre creí que era consustancial a la Democracia misma y que por tanto no precisaba de votación alguna, es decir, que, tontaina de mí, pensé ingenuamente que esto de estar en contra de la corrupción era de perogrullo. Me equivoqué, como la paloma. Me equivocaba. Resulta que los partidos que nos representan decidían hoy si votar a favor o en contra de la corrupción, porque, claro, para gustos, colores. Como digo, igual que la paloma, yo me equivocaba, por ir al Norte fui al Sur, y creí que había cosas claras como el agua. Me equivocaba. 

Hay tanta basura acumulada en este país, y no sólo en El Coronil, que conforme uno cumple años descubre que sabe menos, que se equivoca más. No en vano vivimos de sorpresa en sorpresa. Hasta el Papa que tanto luchó contra el relativismo, este Papa nuestro que dimitió por cansancio y ahora descubrimos que también por otras cosillas, como dijo Lázaro de Tormes cuando abandonó a aquel fraile de la Merced -en fin, qué Historia más larga-, dice ahora que no habría que esperar tanto tiempo para buscarle sustituto, o sea, que no hace falta esperar tanto para tapar las vergüenzas de un Vaticano que, como Adán y Eva, se da cuenta de que el mundo sabe que va desnudo. Mientras tanto, también hay tiempo para pensar en crear otro carguito, el de Papa Emérito en vida. No nos vamos a extrañar aquí, donde para conocer a Pepito siempre hubo que darle un carguito. Cargada realidad. Cargante. Un día de estos, con razón, los basureros volverán a decir que no pueden más.

martes, 12 de febrero de 2013

El reto de la Iglesia tras el adiós del Papa

Que un Papa diga adiós para quedarse en este mundo todavía nos sorprende muchísimo a la primera porque la Iglesia, a lo largo de dos milenios, nos tenía acostumbrados a despedidas más solemnes con la muerte de por medio. Y el último Papa, el anterior a este Benedicto XVI que dimite en el fragor de un mundo donde nadie parece conocer el significado de ese verbo, Juan Pablo II, era un experto en el uso actoral de la dramaturgia, un especialista de la puesta en escena y del control lacrimógeno de las masas hasta para morir con las botas puestas, cinematográficamente. De modo que el contraste entre estos dos pontífices posteriores al Concilio Vaticano II, uno absolutamente pasional y el otro absolutamente racional, nos descoloca a quienes, tal vez ingenuamente, pensábamos que todos los trajes de papa se cortaban con las mismas tijeras. No es así exactamente, como nos demuestra la noticia del día. Aunque sólo haya un lejano precedente en el Medioevo, un Papa puede irse. Basta con que lo diga y se dé la vuelta, que es lo que ha hecho Josep Ratzinger con sus 85 años a cuestas; confesar que no puede más y dejarle el sillón a otro. Lo trascendente no es que los motivos puedan ser los casos de pederastia, el conflicto con el maryordomo o el fracaso de una limpieza de la curia, sino su confesión de impotencia -física, mental, etc.- para cumplir con sus obligaciones. Esa confesión le imprime al inminente expapa un aura de sinceridad y honestidad difícilmente criticable. Porque la opción más fácil, la que hubiera elegido cualquier otro en su lugar, hubiera sido dejarse consumir por la edad devoradora y morir con los hábitos de sucesor de Pedro, como hacían todos. Pues bien, este Papa intelectual, racionalista y tímido ha optado por la vía más lógica y aunque, al contrario de su predecesor, huyera del espectáculo mediático, lo está dando precisamente con su retirada, el que no hubiera dado -al menos en la dimensión que está consiguiendo- si llega a esperar la muerte, pasiva y despersonalizadamente.

Su dimisión abre dos interesantes derivadas que a un servidor, conocedor desde pequeño de estos mundos púrpuras, lo tiene intrigado desde esta mañana. Una se refiere a la pura teología y la otra, al puro pragmatismo de una institución divina inserta en este prosaico mundo. Me explico por partes, y empezando por las alturas.

Un compañero se sorprendía hoy de que el Papa renunciara y me argumentaba, medio en broma medio en serio, que no podía dimitir porque era una decisión divina. Yo, medio en broma medio en serio, le recordé que si la decisión de hacerlo Papa, en 2005, había sido divina, también la de dejar de serlo había podido provenir de Dios, y que él tenía exactamente las mismas pruebas de uno como de lo otro. Son dictados o llamadas a las que no tenemos acceso. Por lo tanto, la misma sorpresa debería haberle causado su renuncia de hoy como su nombramiento hace ocho años. Mi compañero se limitó a sonreír, pero la conversación me empujó a mí hacia este artículo que necesito para explicarme misterios a mí mismo. 

Cuando yo no era más que un crío y hacía de monaguillo en la misma parroquia de mi pueblo de donde ha salido disparado hacia Roma el último párroco por motivos que nunca hubieran ensombrecido al párroco de entonces, Paco el Cura -qué diferencia, por Dios-, la gente se empeñó en que yo me hiciese sacerdote. Yo siempre sentí aquella premonición o aquel deseo colectivo como una amenaza o como un peso insoportable frente a mi deseo personal y lógico de ser otra cosa en la vida que no me privara de mujeres. Era casi un adolescente, lo digo para que me entiendan. El caso es que se me quedó grabada, porque la repetían mucho las viejas feligresas, la consigna de que yo tenía que recibir una llamada, la llamada de la vocación. Por mi parte, más que esperar la llamada, esperaba no recibirla, de modo que cuando mi conciencia bullía sola y se hacía y deshacía preguntas a sí misma, una parte de mí se hacía el despistado a propósito, como para no escuchar a Dios si se dignaba llamarme para lo que yo me temía. Así que durante un tiempo la gente me preguntaba si había sentido la llamada, y yo, además de contestar que no y de temer defraudarla, me ponía nervioso por si aquella llamada llegaba inesperadamente y al final resultaba que tenía que ir al seminario. Todavía no sé con certeza si la llamada no llegó o si yo me hice a mí mismo el suficiente ruido para no escucharla. Pero sí recuerdo con perfecta lucidez mi miedo a la llamada de aquella época y el asombro que me produjo el que el propio cura, don Francisco, como yo lo llamaba, me hablara en efecto de su llamada e incluso de su deseo más íntimo de hacerse misionero en el África profunda y abandonar aquella parroquia pueblerina. Nunca lo hizo, sin embargo, por motivos de salud quebradiza. Primero le dieron dos infartos que lo convencieron para dejar el tabaco y luego enfermó gravemente cuando yo tomé otro camino, seguramente tan inescrutable como todos los del Señor. Pero aquellas experiencias religiosas me abrieron la curiosidad por asuntos teológicos de más calado, empezando por mi miedo a la llamada y por el miedo de Paco el Cura a morirse de verdad. 

Tantos años después, cuando un Papa se va por voluntad propia, a un servidor, que ya no es un niño, se le ocurre que esta decisión pone en solfa muchos dogmas, quizás demasiados. Y, por lo tanto, supone un gesto contemporaneizador y humanizante que puede llevar a la Iglesia a despojarse de magias que no le convienen, lo cual puede ser positivo. Si todos dábamos por supuesto que un Papa tenía que serlo hasta morir porque así lo había establecido el Espíritu Santo, aunque no lo comprendiéramos, y ahora resulta que el Papa es un hombre, un viejecito que confiesa no tener ánimos para seguir ejerciendo tan distinguida función y que, en el uso de su inteligencia humana, decide dejar vacante su plaza para que un compañero con más ímpetu lo sustituya, estamos ante una práctica absolutamente lógica desde el punto de vista humano, ante una práctica natural del mundo empresarial, del mundo de aquí abajo en definitiva; una práctica que desconfía del poder de ultratumba o de los poderes del Cielo, y que se basa en el sentido común, a saber, que un viejo de 85 años no es la persona más óptima para liderar una organización tan global e importante. De este lógico reconocimiento al reconocimiento de que la Virgen María no pudo o no tuvo por qué ser concebida sin pecado original o no tuvo por qué ser virgen toda su vida o no tuvo por qué subir al Cielo en alma y también en cuerpo, hay solo un paso. Y no quiere continuar con otros dogmas porque podrían ser ejemplos demasiado molestos o insoportables. Pero está claro que la renuncia del Papa abre la veda hacia una apuesta desdogmatizadora de la Iglesia en el contexto de nuestro mundo.

Y, al hilo de todo esto, viene la segunda derivada que también me parece interesante desde un punto de vista meramente mundano, y que es el encaje o reencaje de una Iglesia anacrónica en el mundo actual. Si con este reconocimiento de debilidad humana y, por ende, de debilidad para el cargo -que ahora se antoja también un cargo mundano-, el Papado y el Vaticano y la Iglesia se acercan más al mundo y a sus lógicas, es posible que la distancia entre Iglesia y mundo se acorte. Y que, por lo tanto, la Iglesia tenga ahora más posibilidades de ser sal de la tierra o luz del mundo, que era lo que Cristo quería. Pero para ello no es suficiente, ni mucho menos, un gesto papal, sino un quiebro total de la Iglesia con todos sus mandamases. Aquí ya hablamos de cosas muchísimo más difíciles, y no porque nos atengamos a asuntos inciertos del Otro Mundo, sino precisamente porque necesitamos cambios estructurales en los asuntos eclesiásticos de este mundo, donde la Iglesia es, de facto, una poderosísima y acomodada institución que tiene en Jesús de Nazaret su preciosa teoría y en los mecanismos mundanos su tangible práctica, con lo cual se hace difícil vislumbrar un cambio verdadero. Pero lo necesitan; la Iglesia y el propio mundo. Se necesitan mutuamente porque ambos sufren una crisis descomunal que amenza con destruirlos tal y como han sido hasta ahora. A la Iglesia le conviene el mundo porque es su único campo de batalla. Y al mundo le conviene la Iglesia porque guarda un mensaje de esperanza y amor que heredó de un indiscutible revolucionario como fue Jesús de Nazaret, aunque su voz haya estado crecientemente silenciada en estos años de creciente locura que nos han conducido a esta situación de obligatorio cambio de paradigma, tanto dentro como fuera de la Iglesia. 

Como el mundo no necesita más predicadores -con los que ha tenido en el último siglo le sobran-, sino líderes de acción, esta Iglesia mundana absolutamente necesaria debería aprovechar la oportunidad sobrevenida de elegir un nuevo líder para reflexionar seriamente sobre el líder que necesita, que es un revolucionario capaz de talar dogmas en el gran árbol de la Iglesia mistificada y sembrar acciones de esperanza para un nuevo mundo en la sencillez de que todos los hombres son hermanos y han de comportarse como tales. Nada más y nada menos. Eso que dicen todos los políticos aunque no se lo crean está en el ADN de una Iglesia que, con sus prácticas, ha demostrado no creérselo tampoco. Quién sabe si ante la siguiente fumata blanca estamos ante la posibilidad de mejorar la Iglesia y de mejorar el mundo. Es posible que siga siendo un ingenuo, pero ni la Iglesia ni el mundo actuales, tan perversos, me van a privar de ser un hombre esperanzado. Amén.

martes, 5 de febrero de 2013

Malpensados

Nos obligan a ser malpensados, a no considerar una exageración aquel axioma de "piensa mal y acertarás", a ceder ante la leve conclusión callejera de que "todos son iguales", y punto; a entender ahora aquel "ellos" que utilizaba mi madre, hace ya tantos años, cuando ensartaba la aguja y en esa tercera del plural englobaba a los mandamases, a los líderes, a los poderosos de todos los ámbitos, sin utilizar la palabra "élites" porque no la conocía, y yo me quedaba entre perplejo y sarcástico, desconfiando de aquella sabiduría doméstica que no podía ser tan sabia. Ahora, tantos años después, con una bonanza y una burbuja y una crisis de por medio, salen los bárcenas y los urdangarines y los sabiondos de los eres y los bigotes y hasta los reyes y sus secretillos y una lista inacabable de listillos que crecieron como la espuma mientras millones de trabajadores en este país no salieron de la tarde de domingo sabinera y a uno se le queda cara de lelo, de bobo, de memo, de gilipollas o mamaostia al cuadrado, que dirían en mi pueblo para entendernos del todo. 

Lo más triste y preocupante de todos estos listados y todas estas negaciones compulsivas que se están publicando es la dificultad para cercar tanta mierda. Por dónde ponemos la valla; hasta dónde llegar con el largo dedo acusador... Porque han salido unos papeles que algún traidor nos ha facilitado a todos, una documentación chapucera que ha abierto una espita por el lugar menos pensado, pero no sabemos lo que nos encontraremos si hurgásemos a conciencia con el dedo. Al menos no lo sabemos aún los ciudadanos que cada mañana nos desayunamos con lo que quieren contarnos. Y es que llevo dos días siendo malpensado. Me sale solo.

Veo una lista con los empresarios más importantes de este país donando dinero a espuertas al PP, como para el domund pero distinto. Todos se rasgan las vestiduras. Los presuntos donantes y los presuntos beneficiados. Pero los papeles están ahí, y datan de los años 90, de cuando yo no era más que un crío, de cuando aún no tenía ni idea de cómo funcionaba el mundo y me contaban mentiras, como a todo el mundo. Supongo que eran mentiras piadosas. Las mismas que yo tendré que contarles a mis hijos. Es duro empezar con un puñado de verdades malolientes. La vida es muy hermosa, al fin y al cabo. 

En la lista están todos los peces gordos de esta España nuestra, como buceando ocultos por las corrientes calientes del poder verdadero, de ese poder del que nada nos contaron porque siempre nos hablaron de la teoría y jamás de la práctica. Y, de momento, la película es que estos donantes quisieron, presuntamente, donar dinero al PP. Pero hay detalles y silencios que me inquietan mucho más, verbigracia:

En los años 2004 y 2008, años de elecciones generales que ganó Zapatero, se acumulan las donaciones. La primera vez puede jugar a favor de lo que El País parece querer vender, porque casi nadie esperaba una victoria socialista. Pero en 2008 el presidente socialista terminaba una legislatura en alza, y no era para nada descabellado apostar a que volvería a ganar. De hecho, ganó.

Los susodichos empresarios no son tontos. Ni lo eran entonces. Pero sí muy generosos, al parecer y a la luz de los papeles que se han filtrado. Sólo se han filtrado esos papeles. 

En esos cuatro años, los susodichos empresarios, presuntamente, obtuvieron beneficios 6.000 veces mayores que su solidaridad con el PP. Por la obra pública. Pero la obra pública la adjudicaba un gobierno del PSOE. Si fueron tan solidarios, presuntamente, con el PP, ¿por qué no lo iban a ser también, presuntamente, con el partido que venía gobernando? No estoy afirmando nada, sino interrogándome sin querer perder el norte de la lógica.

Desde hace unos días, pese al teatro general, me sorprende la prudencia de los socialistas y de algunos más. Es admirable la templanza y la preocupación por la democracia que están demostrando muchos, sin lanzarse a la yugular de los populares. 

Si el goteo de papeles no cesa, y si surgen más traidores, no sólo puede acabar explotándonos a todos en plena cara el mayor escándalo de la democracia, sino que pueden caérsenos de los ojos unas extrañas escamas, para empezar a ver. 

Si ello llega a ocurrir, tendremos que explicarles a nuestros hijos todo, absolutamente todo, de otra manera. Ardua tarea para, encima, seguir conservando la esperanza.

sábado, 2 de febrero de 2013

Pacotilla

Hoy me he acordado de esa palabra en desuso en mi vocabulario habitual. Que algo o alguien sea de pacotilla me escuece bastante, porque con la edad voy soportando peor las falsedades, las poses y las vulgares hipocresías. No sé qué me ha evocado esa palabra, si la época de los carnavales o este carnaval perpetuo en que se ha convertido la política nacional con un presidente al frente que, estando como están los medios de comunicación de medio mundo pendientes de su comparecencia para decir a las claras si lo que publican sobre el dinero negro y los sinvergüenzas satélites de Bárcenas es cierto, tiene visos de veracidad o, por el contrario, es todo un montaje, se niega a salir en persona, como un hombre, dando la cara y mirando a los ojos a quien se atreva. Seguramente la palabrita me ha sobrevenido un poco por todo, incluso por esas decenas de periodistas en torno a la pantalla del presidente escondido, convertido en frame, licuado en LCD, agazapado tras la caja tonta con que nos entontecen a diario, protegido en la memez del monitor, como un ridículo malo del inspector Gadget o similar. Lo honesto, lo coherente, lo correcto hubiera sido que todos los informadores, al no poder preguntar -que es a lo que deben dedicarse-, se hubieran marchado por donde entraron y hubieran dejado al de la pantalla hablando solo, regustándose a sí mismo en la fácil negación sin más de todo lo que se le acusa. Pero no. Allí estaban todos, a lo que le echen, autómatas impertérritos ante el escándalo de que esto se llame democracia y aquí no pase nada. 

Personajes de pacotilla nos parecían los muñecotes del guiñol. Pero ya desaparecieron por estos lares. La cosa se ha puesto tan seria, tan fea, tan dramática, grave y sonrojante que no hay espacio para la parodia. 

La gran parodia de la realidad lo inunda todo. Para qué más.