sábado, 29 de septiembre de 2012

Un lío padre

Mi padre siempre dice, y a veces con una cabezonería muy suya incluso cuando todos le llevamos la contraria, que el mundo es muy viejo para que haya cosas nuevas. Lo repite últimamente a propósito de la crisis, con una resignación que a cualquiera pone de los nervios, porque considera con una frialdad que roza la malauva que lo malo todavía no ha llegado y que todavía tenemos que enterarnos. Uno puede optar por ignorarlo y pensar que en realidad el mundo tiende a la mejoría, al progreso y al avance en todos los sentidos, como hago yo la mayoría de las veces. Pero desde hace unos días siento escalofríos al comprobar que las profecías de mi padre están cumpliéndose en un plazo tan preciso como inquietante. Recuerdo que en 2005 me dijo de determinados fulanos de mi pueblo: "¿Tú no ves que dicen que tiene mucho dinero? Pues se tiene que ver en la calle, o debajo de un puente". Y ahora compruebo que, en efecto, algunos de ellos no viven debajo de un puente pero casi. Con lo cual los malos augurios de mi padre empiezan a tomar cierto halo de seriedad preocupante. Si a ello le añadimos que los grandes gurús de la macroeconomía llevan cinco años sin dar una, me parece lógico que la preocupación se nos agigante. Y no deja de ser sintomático de esta crisis acojonante que los venerados economistas de la aldea global no acierten nunca mientras mi padre, que tuvo que sacar su graduado escolar de noche, con 20 años y hartito de trabajar mucho más de ocho horitas, tenga ahora su poquito de razón.

Lo ideal sería que no la tuviera, por supuesto. Pero en una sociedad deshilachada en la que nos movemos cada cual a su bola, alguien con su solo sentido común que la mira desde la barrera de sus 60 tacos casi cumplidos puede tener una percepción mucho más lúcida que quienes se pierden cada mañana por las sucias cañerías de un sistema gripado e imposible de arreglar. Tal vez por ello quienes soñamos con un futuro mejor, o al menos igual que el presente, en el que la idea del estado del bienestar siga teniendo el mismo sentido, nos avergonzamos de esta política espeluznante del gobierno de turno que purga la TVE, mete corridas de toros en su programación, defiende la segregación escolar por sexos, recorta bárbaramente en educación, cultura e investigación, le da alas a los reaccinonarios de toda la vida y reparte palos a diestro y siniestro, sobre todo a siniestro para que el personal se entere de quién manda aquí. A mí, que me he criado en la curva ascendente de un mundo que iba a mejor, nada de esto me parece normal. Supongo que es cuestión de edad, pero advierto que ya hay gente mucho más joven que yo a la que todo esto le choca más aún.

Porque la gente quiere entender las cosas. Y aquí las cosas no hay quien las entienda. No tanto por su dificultad sino porque la inmensa mayoría de la ciudadanía tiene una vergüenza torera que le impide creer literalmente que todo esto que pasa es simplemente porque el sistema está regido por una panda de sinvergüenzas incontrolables. La gente, y yo me incluyo, cree por lo general que hay razones inalcanzables para el común de los mortales que empujan a los mandamases a tomar las decisiones que toman. Yo, por ejemplo, me resisto a creer que el consejo de ministros recorte en investigación científica y no en armamento bélico porque algunos de sus miembros no tenga interés alguno en lo primero e intereses de primer orden en lo segundo. Lo siento, pero seré demasiado ingenuo todavía.

Pero el caso es que por mucha ingenuidad que nos proteja, uno descubre titulares que lo hacen espabilar de pronto, encorajinarse tal vez en balde. Por ejemplo, el rescate de los bancos. Perdón, el rescate a los bancos. Hace un rato, algo así como dos años, y no exagero, eran los bancos los que tenían que sacarnos de la crisis, dando crédito. Los políticos y otros charlatanes igual de recurrentes insistían en que el crédito debía fluír. Eso decían, con esa metáfora fluvial que a todos nos llenaba de esperanza. Parecía que en cuanto el grifo de los bancos se abriera el secarral de la vida empezaría a verdear enseguida. Y siguiendo con estas alegorías tan renacentistas, cualquiera recordará los brotes verdes de Zapatero. Dónde queda eso ya, que diría mi abuela. Pues bien, resulta que a la vuelta de dos años, tal vez menos, no es ya que los bancos no han soltado guita, salvo en ese momento surrealista en que el gobierno de Rajoy decidió resucitar a los empresarios arruinados -muchos de ellos merced a su valentía, dejémoslo ahí- a costa de unos intereses altísimos que ya nos estamos encargando los ciudadanos de pagar, sino que somos los ciudadanos los que hemos tenido que, involuntariamente -porque nadie nos ha preguntado ni piensa hacerlo-, estamos salvando a los bancos. Cuando digo los ciudadanos, digo la sociedad, o el Estado, o los fondos públicos. O sea, los ciudadanos. O sea, nosotros, usted y yo, unos pringados corrientes. Es decir, que aquel crédito que los bancos iban a inyectar en la sociedad es el crédito que la sociedad inyecta ahora a los bancos. Con cantidades mareantes. 53.745 millones de euros, dice El País. El ABC habla de 59.300. Millón arriba, millón abajo, qué más da. También aquí habrá quien se chupe los dedos. ¿Qué se cree usted? ¿Que lo del panal y la miel y las abejas es un refrán anacrónico? Nada es anacrónico cuando se trata del parné. 

De modo que si hace un par de años los ciudadanos de la fiambrera y la cola del paro necesitábamos ser rescatados, el tiempo ha pasado y nos hemos hecho daño, como diría en verso el poeta  roteño Benítez Reyes. Nos hemos hecho daño en esta charlatanería estéril que no conduce a ningún sitio. Nos han hecho daño las porras de los grises, que ahora visten de azul o negro, qué más da. Estamos dañados, al fin, y de vuelta de tanta manifestación de etiqueta mareante: 15-M, 25-S, 26-S... crípticas consignas herederas de aquel fatídico 11-S que luego derivó en 11-M y 14-M y qué sé yo. Y mientras tanto, se ha saneado el PP, que consiguió el gobierno que anhelaba. Se han saneado los empresarios que especularon y jugaron a pedir y pedir sin conocimiento, mientras los banqueros irresponsables les daban y les daban dinerito de plástico. Se ha saneado igualmente, y por partida doble -o triple- esos bancos que estaban tan sanos. Y los únicos que no nos hemos saneado somos nosotros, escayolistas, albañiles, fontaneros, maestros, enfermeros y obreros del montón, que pagamos la penitencia porque alguno de esta clase cobró 3.000 euros durante los nueve meses ya olvidados en que se gestó esta crisis descomunal en los despachos de los que nunca se habla. Ahora se habla de nosotros, exclusivamente, para que paguemos los platos rotos. Y los estamos pagando, por mucho que refunfuñemos.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

El mundo nos mira el culo

Por esta crisis sigilosa y aparentemente interminable han pasado ya casi cuatro millones de parados que se han ido sumando a los que había en 2007; alrededor de un millón de familias que, evidentemente, sobreviven sólo con lo que la economia sumergida está dispuesta a hacer con ellas; decenas de gurús económicos que no dieron una; y dos gobiernos de ideologías distintas que han venido a hacer lo mismo, a saber, lo que Bruselas les manda. A estas alturas del cuento, y después de ver cómo los ricos lloran mucho menos porque se les perdona mucho más, mientras sacan a raudales sus ahorros de una banca que hace un rato estaba radiante y hace mucho menos ha tenido que ser rescatada unas cuantas veces, sabemos que esta dirección no conduce a ningún buen fin. Lo debe de saber incluso el partido que nos gobierna, aunque parece que no está en condiciones de cambiar el rumbo, no se sabe muy bien  si porque ignora las alternativas, por malaleche o por estupidez. El caso es que se ensancha cada día más esa peligrosa brecha entre lo que significa España y lo que significa ser español. Una cosa es la teoría, la institución y el símbolo y otra muy distinta la carne, la calle y el desamparo. 

Rajoy va a ir a New York para representar a España ante las Naciones Unidas, pero me temo que no nos representará a los españoles, que, según publica The New York Times, que es todavía un periódico de los de antes -de los que se fía de lo que sus corresponsales viven en primera persona-, estamos asomados a los contenedores, en busca de comida. Aunque el reduccionismo del periódico americano nos puede escocer a quienes todavía no hemos llegado a tanto, tendremos que reconocer al menos que refleja mucho mejor la situación de España que esa preocupación de Rajoy y los suyos por Gibraltar y todas esas cortinas de humo que siempre utilizan los gobiernos cuando no les conviene hablar del asunto capital. El PP, cuando estaba en la oposición, era muy dado a censurar las pamplinas que Zapatero se sacaba de la manga cuando la crisis crecía y aquí nadie la reconocía oficialmente, pero ahora, ya digo, cuatro o cinco años después, a Rajoy empieza a interesarle mucho Gibraltar, las relaciones multilaterales y hasta la Alianza de Civilizaciones. Son los periódicos de fuera los que nos retratan en blanco y negro, con dientes podridos y el hambre pintada en la cara. Alguien tendría que ser, porque es cierto que hay miles de familias en la puta calle, millones de personas que quieren trabajar y no saben dónde y miles de niños pequeños que se van a la cama cada noche con ruido en las tripas. Y nada de eso ocurre en el África profunda, sino aquí: en Sevilla, en Cáceres, en Madrid o en Albacete. 



Al gobierno, que insiste en sus palos de ciego, parece no importarle que los repartan ahora su Policía, que en vez de estar para proteger al ciudadano, está para molerlo como cuando los grises, según puede comprobarse en las horrendas imágenes que nos han dejado las manifestaciones del 25-S. Habrá habido quien se pasó, quien se burló o quien provocó, pero nadie puede negar que la Policía no estuvo a la altura de las circunstancias. Nadie, salvo el gobierno, claro, que hoy la ha felicitado, como en una broma macabra frente a la ciudadanía, que padece ya de surrealismo crónico. 

La vicepresidenta, Soraya Sáez de Santamaría, decía ayer que junto a las medidas de recorte también hay que aplicar medidas de estímulo. Lo decía como quien descubre el Paraíso, después de que hasta el gato de la casa de mi vecina lo haya repetido simplemente porque todo el mundo lo dice. Lo decía como quien repite un mantra, pero ni ella misma se lo creía y ni ella misma sabía argumentarlo. La culpa la tendrá Rajoy, no digo que no, pero era ella quien hablaba. En realidad da igual quien hable porque todos repiten fórmulas vacías de verdad, mientras la prima de riesgo baila al son de nuestras incongruencias nacionales, al déficit no hay quien lo frene y las autonomías continúan pidiendo rescates como disimulando, cuatro o cinco mil millones de euros, como quien le deja caer a su abuela que se luzca con el aguinaldo y como si el bolsillo de la abuela fuera infinito... Qué país. Si Larra levantara la cabeza, la volvería a echar. Y tal vez nos encomendaría que volviéramos mañana. O pasado mañana. Al fin y al cabo, seguiremos oyendo las mismas chorradas.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Razones para la desconfianza

No soy muy partidario de ese dogma manriqueño de que cualquier tiempo pasado fuera mejor, pero tampoco estoy de acuerdo con esa otra certeza del optimismo radical por la que siempre avanzamos a mejor. De modo que en esta transición involuntaria que no termina y que indiscutiblemente estamos atravesando no tengo más remedio que advertir el contraste entre la pérdida irreparable de figuras paradigmáticas en la Transición que en esta era escribimos con mayúsculas y la absoluta falta de líderes comprometidos de veras que sufrimos cuando precisamente nos harían más falta. En las últimas 24 horas, mientras la matraca de esta Europa que ya nos esperanza poco continúa apostando por la asfixia como falsa solución a la crisis -a pesar de ver a las claras los resultados infructuosos en pacientes anteriores como Portugal o Grecia-, se van por muy distintas razones dos pesos pesados de la política nacional: Esperanza Aguirre y Santiago Carrillo. La primera para vivir mejor, según dice. El segundo porque la vida se le ha apagado, según ha demostrado hasta el último suspiro de sus 97 años. El contraste entre el ala más liberal del PP y el eurocomunismo consagrado no puede dejarnos indemnes. Y es más que curioso que ambos se hayan ido en el mismo instante. Insisto: una por conveniencias personales -aunque no las sepamos exactamente- y otro porque el corazón no le daba para más, después de haberse dejado el alma y todas sus reflexiones por este país que tan ingrato ha sido con él, y mientras la derecha más dura pone el disco rayado de la inconclusa historia de Paracuellos para aportar una indecente banda sonora a su duelo. 


La crisis, ya lo sabíamos, no es solo económica o social, sino también institucional. No hay una institución que no esté hoy en crisis: la Política, la Justicia, la Monarquía, la Banca, el Periodismo, la Educación... Y mientras nos hacen falta líderes que imaginen salidas, lo que crecen, en cambio, son inútiles de la cosa pública que bien incendian bien enfangan. 

El mismo día que se van estos líderes nacionales, nos gusten más o menos, nos enteramos en la civilizada Francia de dos asuntos dignos de estudio: mientras la justicia del país galo ordena a la revista Closer que entregue las fotos que le sacó a la futura reina británica en topless, en un ejercicio nacional de mojigatería insufrible en aras de la protección del honor y con una severidad impropia contra la libertad de expresión, justamente para defender esa libertad de expresión otra revista francesa, la satírica Charlie Hebdo anuncia a bombo y platillo que dentro de unas horas publicará viñetas de Mahoma, lo que previsiblemente provocará una nueva oleada de protestas e incluso atentados contra vidas humanas por parte de la radicalidad islámica que ya viene haciendo de las suyas en las embajadas estadounidenses por esta misma razón. 

La lectura más objetiva posible es que importa muchísimo más la incomodidad que a una señora de la nobleza británica le puedan causar unas fotos de ella misma tomando el sol en la playa que la más que probable matanza de unos salvajes islamistas a saber de qué inocentes esta vez con la excusa perfecta de que han burlado el honor de su profeta. Cuando más sentido del pragmatismo a nivel global nos haría falta, insisto, nos ponemos los supuestamente superiores occidentales muy exquisitos con nuestras libertades. 

La libertad de expresión es una conquista humana que alcanza toda su razón de ser cuando las necesidades básicas se han visto cubiertas. Yo mismo, por no ir más lejos, quiero tener libertad de expresión una vez que se me garantiza vivir, comer, dormir en paz, amar en libertad... ¿Para qué querría la libertad de expresión si me faltaran estas necesidades evidentes? Pues ahora resulta que cuando está en juego la vida de muchas personas porque existen aún radicales que no son capaces de entender lo que nosotros ya entendemos, hay civilizados de sobra que son capaces de llegar a donde haga falta no para garantizar la vida de todos, sino la libertad propia y caprichosa de ridiculizar otras religiones o creencias bajo la sacrosanta excusa de la libertad de expresión. Perdón: pero para eso no se inventó o defendió la libertad de expresión, arrancada precisamente a costa de muchas vidas humanas a tantas salvajes dictaduras. Le tendrían que haber preguntado a Santiago Carrillo, pero se ha muerto esta tarde. Podríamos preguntárselo todavía a Esperanza Aguirre, que ahora tendrá mucho más tiempo libre. Aunque entre ambas respuestas no habría color. No me extraña el crecimiento de la desconfianza global. ¿Quién va a arreglar esto?

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Crisis, regresión y cuernos

Conforme los andaluces nos hicimos mayores de edad, una vez conquistada la autonomía y consolidado este sistema mejor o peor llamado democrático, muchos paisanos lúcidos se encargaron de revisar todas las elucubraciones y poéticas milagrosas que nos habían construido desde fuera o a destiempo, y desde luego sin habernos preguntado. Por eso una de las primeras conspiraciones intelectuales en caer en desgracia, pese a su prestigio hasta entonces, fue la Teoría de Andalucía que Ortega y Gasset publicó en el providencial año de 1927 en forma de libro después de haberla ventilado en los periódicos para regocijo de los pensadores de entonces. Según el filósofo madrileño, mientras otros pueblos siguen manteniendo sus peculiaridades nacionales en otros lugares ajenos a su tierra, los andaluces dejan de ser andaluces "porque ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas", lo que venía a significar, en román paladino, que la tópica indolencia del andaluz -entre otras esencias- la explica, sencillamente, la tierra maravillosa que pisamos. Desde luego a muchísimos inspirados poetas de la época -incluido Lorca-, cuyas realidades vitales sobrevolaban más la ficción y la invención creadora que la penuria cotidiana, estas ideas -perfectos ingredientes del tópico- les venían que ni pintadas. Y por eso, en su momento, tuvieron tanto éxito las comedias idiotas de los Álvarez Quintero y hasta los gitanos alumbrados por la luna del Romancero de Federico. No seré yo quien minusvalore las obras literarias de estos grandes andaluces -cada cual en su sitio-, pero sí quien insista -y no es la primera vez- en el necesario discernimiento conceptual entre el simbolismo artístico y la dura realidad  tridimensional. Y si el gitano lorquiano había acudido a su pluma para enarbolar la epopeya que al pueblo andaluz le faltaba y no para que nadie asimilase a Antoñito el Camborio con ningún ciudadano andaluz real de raza gitana, también la muerte en la plaza de Ignacio Sánchez Mejías le inspiró al granadino una de las mejores elegías en lengua española y no precisamente porque el trasfondo del poema fuera una trágica corrida de toros, sino porque la lírica demostraba en tal ocasión hasta dónde un hombre, con palabras, puede mostrar el dolor por la pérdida ineluctable de otro hombre. En este sentido podríamos entender aún que Lorca dijese en su última entrevista que el toreo era la fiesta más culta que había entonces en el mundo. Lorca era fundamentalmente poeta y, como tal, tenía un pensamiento y un decir simbólicos que tenía mucho más que ver el titular, el teatro y el verso inspirado que con la realidad de carne y hueso. Por eso, casi un siglo después, la brecha abierta entre Literatura y Realidad es directamente proporcional a la altura intelectual entre Lorca y cualquiera de estos patéticos toreros que afilan el mentón ejerciendo de carniceros.

    Pese a las carnicerías que la sensibilidad general de hace un siglo soportaba, ni Belmonte ni Joselito el Gallo ni Manolete son comparables a los toreros actuales. Y no ya porque aquellos estuvieran imbuidos por un ambiente de insensibilidad hacia otros seres vivos; o porque, teniendo en cuenta eso precisamente, sus hazañas de hombres hechos a sí mismos no sean comparables con sus zoquetes colegas de hoy; o porque los toros de entonces estuviesen más cercanos al ideal mítico de fiera por desbravar y con cuernos de veras; sino, principalmente, porque aquellos tuvieron artistas literarios, pictóricos o cinematográficos que catapultaron sus miserables realidades a la condición legendaria del blanco y negro y los de hoy carecen absolutamente de artistas de renombre dispuestos a convertirlos en leyenda. Hace años escribí un artículo ejemplificando esta idea con la mafia y los asesinos en serie, que también tuvieron -e incluso persisten- artistas de la literatura y el cine -escritores y cineastas- encantados de convertirlos en materia artística y no por ello a nadie le dio por pensar que los gángsters y los asesinos son artistas.

    La práctica del toreo, tal y como la conocemos hoy -y sin jugar a ejercicios rescatadores del milenario mito del tauro-, agotó en menos de dos siglos la soportabilidad del ser humano verdaderamente civilizado. Y por eso las plazas se cierran, se vacían o se pudren sin necesidad de que algunos políticos quieran adelantar el civismo y la sensibilidad por vía parlamentaria. De hecho, allá donde se ha hecho de esta manera, como en Canarias, Cataluña o el País Vasco, la tauromaquia había muerto mucho antes por una simple cuestión económica y de nula o ridícula afición. Y por eso las leyes de protección animal adolecían de un resquemor anexo o de un vacío interno por lo que se refería al negocio de los toros mientras que se ponían muy rigurosas con los pájaros, los ratones o los mosquitos. Y por eso es difícil encontrar en las escuelas que algún niño -hijo, aun incoscientemente, de la sensibilidad humanística propia del siglo XXI- esté de acuerdo con la barbarie de matar a un animal en la plaza con la hipócrita excusa de convertir una carnicería a todas luces en sucedáneo de arte a toda sombra. Y por eso, mientras la crisis nos elimina canales verdaderamente instructivos como La 2 de Canal Sur, que vuelvan los toros a TVE1 no es -como tratan torpemente de justificar sus responsables- ni una estrategia para recuperar audiencia ni una concesión a los aficionados españoles, que caben todos en un pueblo, sino una maquiavélica estrategia ideológica de demostrar con el arma comunicativa más potente que tiene el partido del Gobierno que esta realidad sucia y desencantada que todos soportamos va a empezar a tener desde hoy la banda sonora y la estampa sangrienta que a ellos les encanta. Nos guste a la mayoría o no.

    Mi hijo se va a levantar de un momento a otro de la siesta, y temo que con tanto zaping acabe descubriendo la barbarie que retransmite en directo la cadena que pagamos todos. Temo, sobre todo, que me pregunte por qué le hacen pupa a ese animal. Porque no se me ocurre la respuesta. Y un padre, en un país civilizado, debería tener respuestas civilizadas para su niño preguntón.