viernes, 22 de agosto de 2014

Tontas, muertas, provocadoras o dependientes

Parecen los perfiles femeninos que contempla el Gobierno, a la luz de sus consejos para que las mujeres no terminen violadas, supongo que a excepción de sus ministras, que seguramente son muy vivas e independientes. La lista de recomendaciones evidencia que se ha asumido que, como el peatón frente al tráfico, no es sólo que la mujer tenga siempre las de perder, sino que es ella quien tiene la culpa, especialmente por ser mujer frente al desmadejado y comprensible instinto del hombre, desconsideradamente provocado. Recuerdo haber oído en casa de mi abuela, en el aire enrarecido y machista de la época, que los hombres no son de palo. "Es que un hombre es un hombre, no es un palo", decía alguna mujer, y a mí me quedaba, de niño, el desasosiego de no entender la perogrullada,; más tarde, la morbosa cosquilla de atisbar algo; y ahora, la alucinación de que, en esta guerra cóncava de géneros, no es que hombres y mujeres converjamos hacia el ser personas, sino que los hombres divergen de los palos y las mujeres, de ser apaleadas. Y mientras las mismas potencias gubernamentales se esfuerzan hipócritamente en promocionar eso que ahora llaman valores transversales, que incluye la Igualdad -así con mayúsculas, incluso para bautizar otro ministerio-, por otro lado, simultáneamente, asume la cuenta la vieja, con la boca pequeña, de una desigualdad presuntamente por naturaleza. 




Con lo cual, lo más pragmático que encuentra es convocar a sabios de toda ralea para hacer un listín que quepa en el bolso, muy práctico -de usar y no tirar jamás-, al estilo del que la abuela confeccionaría para Caperucita. "Si vive sola, no ponga su nombre de pila en el buzón". No es del cuento del lobo, sino de las recomendaciones oficiales. "No haga auto-stop ni recoja en su coche a desconocidos". Tampoco es de la monserga de nuestros papás, sino oficial oficial. El decálogo añade que si es de noche, la mujer ha de evitar una parada solitaria de autobús, y si se sube y no está muy concurrido, debe sentarse cerquita del conductor. No me invento nada, aunque yo creería que sí si lo leyera de otro que no fuera el Gobierno. Lo de los silbatos tiene su gracia macabra, porque asegura que en países europeos -como una garantía de que lo que se está diciendo no es una españolada, o sea, una catetada, sino que lo hacen los modernos- se utilizan para espantar al previolador. Y se añade: "Considere la posibilidad de adquirir uno", como quien te dice: "Háztelo mirar" o "Yo que tú me lo pensaría"... o quien te anuncia un silbato en la teletienda y acto seguido te agobia con dos números telefónicos parpadeantes e incluso te promete en última instancia dos silbatos por el precio de uno si llama en los siguientes cinco minutos. La mujer, según estos consejos, ha de mirar a su alrededor antes de aparcar, e incluso observar el interior del vehículo antes de abrirlo. "Evite entrar en el ascensor si está ocupado por un extraño", añaden las recomendaciones en el colmo del humor negro, reduciendo la posibilidad femenina de usar el ascensor a su bloque de vecinos, y no siempre, pues a cada rato llega un cuñado del quinto o un amigo del hijo del segundo al que no conoce de nada y entonces, claro, a subir a patas, que el ejercicio siempre es sano.

Bromas aparte, el asunto es lo suficientemente serio como para considerar que si hay algo de depuración ciudadana en la élite política y por ende en las Administraciones, y el resultado es este catálogo de chistes machistas de mal gusto, en la calle el problema -quiero decir el machismo recalcitrante- campa a sus anchas, y quien dice en la calle dice en las tiendas, en los colegios y en los salones de cada casa desde los que se mira el mundo a través de los turbios visillos de otra época. 



jueves, 21 de agosto de 2014

Para viejos

Volví una y otra vez sobre una fotografía en la que se nos veía a ambos sobre unas rocas prominentes. Nosotros, escuálidos como dos tontorrones dejándose fotografiar, en aquella época en que a nadie se le ocurría sacar un móvil para ello. Conil, verano del 97. Volví sobre la foto porque él me dijo que había puesto unos cuantos kilos de más, lo cual era evidente, pero la evidenciadora imagen lo evidenciaba más, tal vez dolorosa, tal vez objetivamente.

Hace unos días volvimos a vernos, en otra playa cercana, sin rocas, sin camping, sin tantos sueños propios, sino delegados en los críos; con más kilos los dos, con un piso él recién adquirido, como esa burguesía que detestaba Gil de Biedma formando parte de ella. 

Hablamos del trabajo, de las inmobiliarias, de los demás, como las personas mayores. 

Al cabo del día, me duché, subí al coche, tomé la autopista, regresé al hogar. Y me recorrió un escalofrío al recordar aquel atardecer remoto en que nosotros, los de antes, saltamos al arcén desde un autobús de Los Amarillos que casi no se paró volviendo de Conil. Nosotros, los de antes, media vida después, recordando juntos sin decirnos nada aquel atardecer en que subimos el puente, por la loma, andrajosos, para entrar en el pueblo como náufragos de la juventud. 


domingo, 17 de agosto de 2014

Si lo acaricias, no hace nada

A mi hijo le encantan los paquetes de animales de plástico, de esos que mi madre me compraba cualquiera sabe dónde cuando yo era como él, de esos mismos que venden aún en bolsas a granel y que, una vez esparcidos en el patio, contribuyen a un arca de Noé de los más variopinto, pues en los juegos infantiles conviven con la mayor naturalidad del mundo patos con leones, caballos de las grandes praderas apaches con dinosaurios y jirafas con conejos y otras especies de granja. Lo mejor es que el niño no percibe contradicción alguna en poner a un perro con una pantera a beber en un imaginario abrevadero. Son amigos. Todos los animales y él.

También le encanta establecer comparaciones de facultades. Por ejemplo, le rechifla asegurar que el guepardo corre más que un mercedes, o que el elefante tiene más fuerza que una grúa, o que el delfín es más inteligente que yo. Siempre lleva razón.



Pero lo que más me sorprende y encanta es que nunca cae en maniqueísmos con los bichos. Ninguno es bueno ni malo, sino simplemente animales. "Pero ese dinosaurio muerde" o "Ese toro es peligroso", le dice cualquiera. "No; si lo acaricias, no hace nada", contesta él, que tiene cuatro años y una fe inconmensurable no sólo en nuestra igualdad animal en este reino del mundo conocido, sino también en la fuerza del cariño como antídoto contra la violencia. 

Por eso no soporta que asusten a los perros ni que espanten a los pájaros. Por eso yo le evito espectáculos atroces de la tele que algunos venden como cultura. Por eso a mí me queda la esperanza de que si nos dieran la oportunidad de empezar de nuevo, los gallos cantarían de otra manera. 

Espero que cuando tenga capacidad de hacer zapping o de darse una vuelta por esta vieja España, el Toro de la Vega sea una de esas barbaries que consentíamos antes. Antiguamente. 

jueves, 14 de agosto de 2014

Princesa

Princesa llegó a Tarifa en una zodiac de juguete. Es una niña como mi niña: cinco dientes, muy morena, o negra, qué más da, a la que los ángeles de la Cruz Roja dieron apiretal, un bibi.. y arroparon con una manta tras secarle cuatro lagrimitas. Aunque nadie sabe cómo la llamaron allá, acá la llaman Princesa, como aquí le decimos a mi niña. Es prácticamente igual, salvo que no tiene padres ni papeles ni un gobierno en ninguna orilla. 

Dicen las crónicas que se tomó del tirón dos biberones de leche, y que su destino más probable, si no la reclaman sus progenitores desde tan lejos, es un centro de internamiento de extranjeros. Las tres palabras suenan demasiado severas para unos ojos como los de Princesa: centro, internamiento, extranjeros. En realidad, todas las palabras que necesitaría en este nuevo mundo, al que llaman Primero frente a la tercería del suyo, suenan demasiado graves para su pequeña historia: pasaporte, ciudadanía, derechos, consulado, documentación, asesoría, por ejemplo. No sólo suenan graves, sino feas. Contrastan con su bellísimo rostro de ébano maltratado. 



No sabemos dónde nació ni cómo. No sabemos qué escalofríos recorrerán ahora las entrañas de su madre. Ni qué intensidad tendrá la esperanza de encontrarla. Ni cómo las lágrimas de los suyos, en una lejanía feroz, se confundirán saladas en tantas pleamares para nada. 

Sin embargo, sí se conocen el procedimiento, la burocracia, el sistema, la legislación y demás vocablos polisílabos que suenan como incomprensibles martillazos sobre unos deditos que no alcanzaron a agarrarse a los trapos de su mamá. Puede haber millones de personas en el mundo que la quieran, la deseen, a las que no les importe ya, sin más, ahora mismo, quedarse con Princesa para convertirse mágicamente en reyes de la humanidad. Millones de corazones anhelantes, bombeando amor al son aterciopelado del corazoncito de Princesa. 

Que ninguno de ellos pueda más que las leyes promulgadas sin corazón -desde la frialdad limpia y ejecutiva de los parlamentos- nos hace perder la ilusión en el género humano. Somos más géneros que humanos y, como todo género, también los humanos nos agrupamos -o nos agrupan- en primera, segunda, tercera y aún peores calidades. En nuestro caso es tristísimo que el valor sea siempre inversamente proporcional al precio. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

Una calle para El Sillero

Cuando Florián Luna llegó desde su pueblo extremeño a Los Palacios, en el insólito año 54, no tuvo tiempo de imaginar que 60 años después daría nombre a una calle de este municipio de adopción, porque aquel año en que el cardenal Segura estuvo a punto de excomulgar a los palaciegos por unos ‘bailes agarraos’ y hasta nevó –tal vez la única vez en todo el siglo- fue el mismo en que él comenzó a trabajar de sol a sol, no sólo en la marisma desalinizada, sino incluso en la construcción de las escuelas parroquiales, de cuyos palos viejos sobrantes se hizo una choza de pasto y cañabrava en la única barriada del pueblo tan pobre como para acoger en la misma lucha contra el hambre al cura Don Juan Tardío y a él. Ya para entonces, Florián y su mujer, Guillermina, no sólo habían tenido a sus nueve hijos, sino que su hogar en El Cerro se había convertido en el centro tan neurálgico como clandestino de la prensa y la cultura prohibidas.

Valme Luna, nieta de El Sillero, en la inauguración de la calle.

            Aprovechó que su tío le había enseñado de chico a trabajar la anea para dar forma a las sillas y al oficio que han heredado algunos de sus hijos. Por eso la casa de El Sillero se convirtió muy pronto en sitio de referencia para quienes preguntaban por cualquier cosa en el barrio. Florián Luna no desempeñó cargos relevantes en el Partido Comunista, pero fue un nombre imprescindible en la lucha contra el franquismo en una zona de Los Palacios que vivió una transición más larga y dolorosa que las demás. El Cerro, en el confín del Pradillo, fue durante muchas décadas un lugar por donde no evitaban el paso solamente algunos buenos samaritanos.


            La barriada donde vivió Florián Luna casi toda su vida, hasta que falleció en 2009, haciendo sillas de anea y viendo crecer a sus hijos al compás de las libertades, ha sido siempre tan humilde que la calle que el Ayuntamiento le asignó ayer, tras una recogida de firmas de los vecinos, no tuvo nombre nunca. Antes de descubrir la placa, Valme Luna, una de sus 24 nietos, recordó que su abuelo, con solo 15 años, tuvo que hacerse cargo de todos sus sobrinos mientras sus hermanos luchaban en la Guerra Civil. Y que el día de su boda no pudo matar una cabra para el banquete porque a su suegra le había salido un marchante de todo el rebaño el día anterior. El hijo del homenajeado, Máximo Luna, que descubrió la losa junto al alcalde, Juan Manuel Valle, no contó que tuvo que huir a Barcelona –de donde llegó ayer- por ser un miembro activo del PCE. La memoria histórica siempre se cuece a fuego lento.   

  • Este reportaje se publica hoy en El Correo de Andalucía

lunes, 11 de agosto de 2014

Calores de san Lorenzo

Ayer, 10 de agosto, fue San Lorenzo, pero no me acordé, seguramente porque el remojo en Sanlúcar paliaba el calor y la memoria. Hoy sí me he acordado, porque la festividad de este santo al que quemaron vivo en una parrilla constituye en mi vida una de esas efemérides difíciles de olvidar desde que me la ilustró Manolo Bobillo, un cura paisano que venía todos los veranos a decir misas en la parroquia de nuestro pueblo y al que apodaba todo el mundo, por detrás y casi por delante, Si lo sé no vengo. El mote era el nombre de un programa televisivo que ya entonces había pasado de moda, pero que a él le venía que ni pintado porque era realmente lo que pensaban los feligreses cuando entraban en la iglesia, rezagados, y veían que el oficiante era él. 

"Si lo sé no vengo", mascullaban muchos con una media sonrisa tontona, y aunque yo no era más que un mocoso, no tardé en darme cuenta de su sentido, porque los bostezos que se concatenaban durante su larguísima homilía no dejaban lugar a dudas de la malicia popular. La gente prefería una misa ligerona y por cumplir, una eucaristía de esas de apenas 20 minutos a la carrerilla que les permitía ponerse a buenas con Dios en un periquete. Pero Bobillo no tenía prisa. Era un hombre sin prisas. Dentro y fuera de la misa sudaba una barbaridad. Al menos durante el larguísimo verano -comparable a sus sermones-, yo siempre lo vi empapado como si acabara de salir de una piscina. Apoyaba la cabeza sobre un lado y sonreía lánguidamente. Lo hacía cuando predicaba y cuando escuchaba a cualquiera. En las tempraneras misas de Los Remedios, tomaba su pequeño misal de papel biblia y bajaba del altar, a la altura de las bancas. Se tomaba su tiempo para empezar. Miraba a los ojos a algunas personas. Se balanceaba sobre su cintura de obispo oficioso y daba pequeños pasos a izquierda y derecha. Sonreía sin prisas, y sin prisas comenzaba una introducción sobre la palabra de Dios de aquel día que a veces derivaba en asuntos que nada tenían que ver con la exégesis esperada, o tenían que ver muy tangencialmente, forzando la relación. Luego regresaba inversamente por el mismo argumento peregrino que había emprendido y volvía al punto de partida, que era como el principio de todo, con lo cual los asistentes tenían la sensación, al cuarto de hora de homilía, de que aquello no había empezado aún. Al poco comenzaban los resoplidos. Yo, sin embargo, disfrutaba. Supongo que porque con ocho o nueve años tampoco se conoce la prisa, afortunadamente. 

Martirio de San Lorenzo, una pintura de Goya.

Una tarde de un 10 de agosto, de hará 25 años, Manolo Bobillo me dijo muy serio y muy didáctico que aquel día se celebraba a San Lorenzo, y que era el día más caluroso del año porque al mártir lo quemaron vivo en una parrilla. Yo no sólo me creí literalmente el martirio del santo, con lo que estuve días imaginando al condenado chillando entre gritos insoportables de oír, sino también que cada 10 de agosto fuera, directamente y sin ambages, el día del año que más grados marcaba el marcador. No sé si fue por casualidad o por algún milagro inesperado, que durante los años siguientes (los primeros 90) estuve atento cada verano al 10 de agosto para comprobar que, en efecto, el récord de temperaturas lo marcaba el 10 de agosto. Incluso desde las vísperas yo avisaba en casa de que el 10 de agosto haría un calor desmesurado. Y cuando mamá me preguntaba por qué, yo contestaba con la misma parsimonia con que Manolo Bobillo lo había hecho conmigo mientras se anudaba el cíngulo alrededor de su hiperbólica barriga: porque es San Lorenzo, y a San Lorenzo lo quemaron vivo en una parrilla. 

Dicho así, aquello parecía lo más lógico del mundo. Tanto, que mi madre no me rebatió nunca aquel argumento mágico. Y yo hoy me resisto a dejar de creerlo mientras agudizo la vista más allá de este feo mundo descreído e incandescente. 


domingo, 3 de agosto de 2014

Piscinas de antes

Ahora es una pensión el chorrito de lejía y la funda diaria que precisan estas piscinas de los chinos, enormes, mullidas, con ese falso fondo de cuadraditos azules sobre el que soñamos aventuras mejores. Pero antes, no hace demasiado aunque lo parezca, se estilaban otras piscinas caseras más fáciles de manipular. Y no me refiero ya a las de ocho patas que cabían en terrazas minúsculas como aquella que le envidiábamos a mi amigo Manolo mientras su madre hacía la faena hogareña y nosotros chapoteábamos desde fuera, sino al caldero de cinc en el que nos bañábamos como sultanes en aquella época en que el propio Manolo y su hermana venían a mi casa con los avíos estivales propios de quien recala en un hotel de categoría. El caldero lo colocaba mi madre en el centro del corral. No creo que midiera siquiera un metro de diámetro, pero supongo que éramos tan renacuajos que cabíamos hasta dos, con la ilusión de que cada cual disponía de un lado de oleaje para sí. Si uno mira hoy esos calderos, comprende que sirvieran acaso para fregar los platos. Pero uno recuerda perfectamente dejarse mecer por el agua transparente en uno de estos recipientes que conservan el gris de otra época en el que la felicidad tenía un sonido parecido al del latón. 

Un día llamó al timbre mi prima Carmen Mari, cuando ya estaba el caldero dispuesto para la tarde agosteña. Creo que no habíamos almorzado aún, y por eso yo no lo había probado todavía, no sólo porque había que esperar, por mandato materno, a que se calentara un poquito el agua, sino, sobre todo, por aquel precepto de la digestión que hoy ha caído en desgracia como tantos dogmas absurdos y tiernos de nuestra infancia. Mi prima apareció con su macuto, su toalla y hasta su bote de bronceador. Como ya venía almorzada, se sentó en una silla playera que había por allí, a tomar el poco sol achicharrante que entraba por entre las hojas de helechos, se embadurnó de aceite y se puso sus gafas de sol, como una turista de la tele aunque no tuviera más de once años. Para mí era ya una mujercita. Y me impuso tanto respeto que apenas si me acerqué por su zona de baño. Comprendí tácitamente que aquel día teníamos invitada y que ya me bañaría yo al día siguiente. Así que la estuve observando desde la ventana de la cocina como quien espía desde lo alto del muro de un hotel. Se zambulló en el caldero, con las piernas por fuera porque no cabía, se salió y se volvió a meter y así pasó varias horas mientras yo dormitaba la siesta envidiándola en mi propia casa. 


Los días siguientes disfruté más del caldero porque veía en él un objeto codiciado por la vecindad. Bien por mi prima o por Manolo y su hermana, el caso es que el caldero de mi corral se había hecho famoso. Y los niños de la calle le dejaban caer a mamá, como adultos que no quieren la cosa, si podían venir un ratito a bañarse. Por eso el caldero terminó siendo para mí un suplicio sin disfrutar. Había tardes de bullicio en que jugaban a salpicarse hasta mocosos que yo no conocía de nada. Cuando se secaban, con las patillas chorreando para volver a casa, mi madre les ofrecía una chocolatina o un bocadillo.

Y fue por esta saturación de bañistas por lo que yo empecé a tomarle más gusto a lo que llamábamos el poli. Yo entonces no sabía que aquella abreviatura se refería al polideportivo local, donde había también varias piscinas que yo no había visto aún ni siquiera desde la puente, como decía mi abuela. Pero repetía, inconsciente, aquello de "el poli", "el poli", imitando a mi prima Aurelia, que fue la que me enseñó a restregar la barriga por las baldosas mal ajustadas del patio de la abuela después de que su madre le hubiera puesto una bolsa de plástico a la cloaca para que no se saliera el agua cuando se abría la goma de regar. El patio, con su limonero en el centro, blanqueado y hasta salpimentado de gamadín para las hormigas, se inundaba de agua corriente, templada por el calor insoportable. En función de la pendiente del suelo, había sitios que alcanzaban la cuarta. Y nosotros nos arañábamos el vientre como alimañas felices que no habían llegado nunca a las esquinas de sus barrios.