jueves, 14 de agosto de 2014

Princesa

Princesa llegó a Tarifa en una zodiac de juguete. Es una niña como mi niña: cinco dientes, muy morena, o negra, qué más da, a la que los ángeles de la Cruz Roja dieron apiretal, un bibi.. y arroparon con una manta tras secarle cuatro lagrimitas. Aunque nadie sabe cómo la llamaron allá, acá la llaman Princesa, como aquí le decimos a mi niña. Es prácticamente igual, salvo que no tiene padres ni papeles ni un gobierno en ninguna orilla. 

Dicen las crónicas que se tomó del tirón dos biberones de leche, y que su destino más probable, si no la reclaman sus progenitores desde tan lejos, es un centro de internamiento de extranjeros. Las tres palabras suenan demasiado severas para unos ojos como los de Princesa: centro, internamiento, extranjeros. En realidad, todas las palabras que necesitaría en este nuevo mundo, al que llaman Primero frente a la tercería del suyo, suenan demasiado graves para su pequeña historia: pasaporte, ciudadanía, derechos, consulado, documentación, asesoría, por ejemplo. No sólo suenan graves, sino feas. Contrastan con su bellísimo rostro de ébano maltratado. 



No sabemos dónde nació ni cómo. No sabemos qué escalofríos recorrerán ahora las entrañas de su madre. Ni qué intensidad tendrá la esperanza de encontrarla. Ni cómo las lágrimas de los suyos, en una lejanía feroz, se confundirán saladas en tantas pleamares para nada. 

Sin embargo, sí se conocen el procedimiento, la burocracia, el sistema, la legislación y demás vocablos polisílabos que suenan como incomprensibles martillazos sobre unos deditos que no alcanzaron a agarrarse a los trapos de su mamá. Puede haber millones de personas en el mundo que la quieran, la deseen, a las que no les importe ya, sin más, ahora mismo, quedarse con Princesa para convertirse mágicamente en reyes de la humanidad. Millones de corazones anhelantes, bombeando amor al son aterciopelado del corazoncito de Princesa. 

Que ninguno de ellos pueda más que las leyes promulgadas sin corazón -desde la frialdad limpia y ejecutiva de los parlamentos- nos hace perder la ilusión en el género humano. Somos más géneros que humanos y, como todo género, también los humanos nos agrupamos -o nos agrupan- en primera, segunda, tercera y aún peores calidades. En nuestro caso es tristísimo que el valor sea siempre inversamente proporcional al precio. 

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