A mi hijo le encantan los paquetes de animales de plástico, de esos que mi madre me compraba cualquiera sabe dónde cuando yo era como él, de esos mismos que venden aún en bolsas a granel y que, una vez esparcidos en el patio, contribuyen a un arca de Noé de los más variopinto, pues en los juegos infantiles conviven con la mayor naturalidad del mundo patos con leones, caballos de las grandes praderas apaches con dinosaurios y jirafas con conejos y otras especies de granja. Lo mejor es que el niño no percibe contradicción alguna en poner a un perro con una pantera a beber en un imaginario abrevadero. Son amigos. Todos los animales y él.
También le encanta establecer comparaciones de facultades. Por ejemplo, le rechifla asegurar que el guepardo corre más que un mercedes, o que el elefante tiene más fuerza que una grúa, o que el delfín es más inteligente que yo. Siempre lleva razón.
Pero lo que más me sorprende y encanta es que nunca cae en maniqueísmos con los bichos. Ninguno es bueno ni malo, sino simplemente animales. "Pero ese dinosaurio muerde" o "Ese toro es peligroso", le dice cualquiera. "No; si lo acaricias, no hace nada", contesta él, que tiene cuatro años y una fe inconmensurable no sólo en nuestra igualdad animal en este reino del mundo conocido, sino también en la fuerza del cariño como antídoto contra la violencia.
Por eso no soporta que asusten a los perros ni que espanten a los pájaros. Por eso yo le evito espectáculos atroces de la tele que algunos venden como cultura. Por eso a mí me queda la esperanza de que si nos dieran la oportunidad de empezar de nuevo, los gallos cantarían de otra manera.
Espero que cuando tenga capacidad de hacer zapping o de darse una vuelta por esta vieja España, el Toro de la Vega sea una de esas barbaries que consentíamos antes. Antiguamente.
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