sábado, 21 de abril de 2012

Una historia Real sobre los tiros

El Rey dio la cara el 23-F, tras los tiros al techo en el Congreso. Y aquella cara le ha valido 30 años de sostén de una institución tan anacrónica como la suya. Ahora, el 14-M (qué irónicas son las fechas) de 30 años después, es él quien da los tiros (y no al aire ni contra el techo, sino para no fallar dada la envergadura de esos animales) y con estos tiros se carga del tirón su cheque en blanco social. Por eso ha vuelto a dar la cara, para recargar el cheque para otros 30 años en los que el Príncipe habrá de tomar el testigo. Que un monarca pida perdón en un pasillo es un cambio, sin duda. Un cambio gordo para que nada cambie.

lunes, 16 de abril de 2012

Los cuernos de la Monarquía

No crean, por el título que le he colocado a este constructivo artículo, que mi intención sea la de menospreciar a tan distinguida institución, tan valorada históricamente entre los españoles, quienes, al contrario de sus vecinos franceses, verbigracia, que acabaron cortándoles el cuello a sus majestades -las suyas, digo-, siempre reservaron grandilocuentes apelativos para esta casta de la sangre azul como el Católico o el Deseado. Los cuernos en los que pienso, por tanto, no pueden ser sino de venerable osamenta y de distinguida raigambre en los muy nobles ejemplares de la caza mayor; piénsese en ciervos, búfalos o elefantes, pues aunque estos últimos enseñan más bien sus colmillos, la largueza de cada uno lo asemeja -a cada lado de tan majestuosa trompa- a dos palaciegos cuernos de marfil. Y sabido es que reyes y principitos -especialmente los nuestros, tan ibéricos- pierden pie por soltar tiritos, bien en Soria bien en Botsuana, por citar dos puntos geográficos tan bellos como peregrinos.

De dominio público es también la acepción que la cornamenta presenta, semánticamente hablando, en esa metáfora popular que ha dado en significar 'infidelidad'. E igualmente será de dominio público que esta acepción no se ajusta para nada a nuestra felicísima Familia Real, cuyos miembros en matrimonio inconforme han optado por el divorcio, como dicta su moderna condición de realeza ajustada a los tiempos en que vive. Hasta aquí, que sepamos a ciencia cierta, todo bien, pues, en cualquier caso, quien sintió sobre su cabeza la sombra de ciertos cuernos, con no mirar hacia arriba ni mirarse en el espejo, tuvo bastante. Pero -y aquí viene el fondo de mi hipótesis-, pero... ¿qué ocurre ahora que la propia monarquía como tal, ella solita y sin ayuda de nadie, parece ponerse los cuernos a sí misma? Y entiéndaseme: ¿qué ocurre ahora que la propia monarquía se traiciona a sí misma?

Pues lo primero que se me ocurre es que los partidos republicanos van a tomarse más días de descanso porque van a descubrir que tampoco hace falta trabajar tanto, fundamentalmente porque contra una institución de tal calibre como esta de la que hablamos nadie como ella sola para aniquilarse, desde dentro, desde el interior de sus hijos, nietos y yernazos. A la vista está -según vemos fotos que parecen de safaris de los 40, de la caza en La Mancha de los 50 o de los gansters de los 60- que esta familia sustentada en La Zarzuela por el gesto oportuno del patriarca un 23 de febrero de hace 30 años está, sin embargo, haciendo todo lo que está en sus manos -y en sus pies- para convertirse en los últimos mohicanos de una era en la que el rey había dejado de ser precisamente el mejor guerrero, el más inteligente y el más dotado, y que simplemente era monarca no ya por la gracia de Dios o por la gracia de la herencia y la costumbre, sino por el artificio de las carambolas históricas diseñadas por un dictador cualquiera, francamente.

En la historia social de esta monarquía nuestra ya tan longeva, hubo décadas -los 80 y los 90- en que la monotonía y la rumorología blanca en torno a los reyes los dejó sobrevivir cómodamente para cumplir con su sesión estival de fotos en el yate y el discurso de Nochebuena. Ni siquiera la soltería del Príncipe primero ni su boda con una plebeya guapa después hicieron tambalear nada. Ni la persistencia de la mayoría de la Casa en traer niñas antes que niños a una nación donde el rumor de la ley sálica nos sigue poniendo nerviosos, sobre todo a una Constitución como la nuestra, rauda para modificarse en asuntos monetarios pero no de género real. Pero fue cumplir Su Majestad una edad, y precipitarse todo. De su mutismo de cuadro empolvado salió preguntándole a Hugo Chávez que por qué no se callaba en una cumbre iberoamericana en 2007. A partir de ahí, su mujer la Reina publica un libro en que censura la homosexualidad, su hija Elena se divorcia, su yerno Iñaki se convierte en el gran Presunto de España, su nieto se pega un tiro en el pie y él ahora, para no ser menos, se parte una cadera en la Conchinchina, revelando no tanto que mate animalitos en peligro de extinción o que despiertan simpatía en esta parte del mundo tiernamente civilizado, sino que nos hemos enterado de que lo hace sólo porque hubo un accidente, y accidentalmente descubrimos lo que con total seguridad es bastante habitual. Nos enteramos el 14 de abril, el día señalaíto de la II República Española. Y ese mismo día tenemos la certidumbre irrevocable de que ni su yerno irá a la cárcel ni su nieto será interrogado sobre qué hacía con una pistolita con 13 años ni él ha tenido que esperar 12 horas para ser intervenido por un equipo médico de lujo mientras el resto de españoles no sólo tiene que esperar muchos años para lo mismo, sino que jamás aspiran siquiera a ser intervenidos porque nuestro inteligente sistema sanitario -ese al que ahora le quitan 7.000 millones de euros porque la cosa está muy mal- se encarga de esperar hasta que el enfermo está para el arrastre y ya no merecen la pena las prótesis.

Los cuernos de la Monarquía no son suyos, como se ve, sino de los bichos que caza por diversión mientras nuestra sociedad descubre que, como pasa siempre en asuntos de cornamenta seria, en toda Europa y hasta en Botsuana lo saben todo y el cabrón, en cambio, es el último que se entera. Los últimos que nos enteramos.


Este artículo se publica asimismo en las ediciones digital e impresa de Cambio16.

lunes, 9 de abril de 2012

Mientras yo sea Lord, ¡vivan los toros!

Cuando una cooperativa de mi pueblo logró zafarse hace unos años del montón de pimientos sucios y papas con arena para dar el salto al envasado y los operarios uniformados, una maestrita pija, amiga mía, me reveló su disgusto con el cambio y su decisión de no ir más a comprar, porque a ella le gustaba entrar con sus tacones y su bolso a juego entre el rudimento de los agricultores descargando y la algarabía terrosa de la clientela manoseándolo todo. Existe cierto encanto -entre la lujuria, la soberbia y la paradoja convexa- en la vanidad de disfrutar las miserias mundanas desde la barrera. Del mismo modo que al turista del Occidente gordinflón le agrada pasear y exigir y mojar por las calles coloridas y exóticas del Caribe subdesarrollado, de sus hoteles baratos y sus niños descalzos; o a la buena moza de todos los barrios, liderar la pandilla de mocosuelas poquita cosa bajo sus pechos en flor. Siempre ha habido un interés desmedido en que haya de todo en la viña del Señor. Quienes se gustan a sí mismos demasiado son precisamente los que luchan por que el mundo no sea homogéneo, porque siempre es una chulada marcar la diferencia.

La gente del toreo sevillano, que le ve las orejas al lobo -las mismas que ellos les cortan a sus bichos medio muertos para mostrárselas a un tendido cada vez más vacío-, se trae todos los años a una personalidad global para hacer el pregón taurino el domingo de resurrección, que es un día muy propicio para una Fiesta -como los taurinos llaman a su espectáculo macabro- esperanzada con este nuevo gobierno. Este año se han traído a Lord Tristan Garel-Jones, ex ministro de Inglaterra, ex tesorero de la Reina y aficionadísimo al críquet y a la cultura latina. El Lord amante de los toros se subió al atril con su elegancia anglosajona, según relantan las crónicas, para hacer una encedida defensa de la tauromaquia, atacada por el pensamiento anglo-americano que sólo busca, maliciosamente, un mundo homogéneo. Como él debe de ser un gran intelectual partidario de la globalización en los negocios pero no en la cultura, aboga con ardor por que en España luchemos a brazo partido para defender este espectáculo de cuernos, vísceras y oles, que es tan nuestro, y así nos distingamos del resto del mundo, atacado por la fiebre del ternurismo, que es el sinónimo que un lord utiliza cuando quiere decir mariconadas. "Estamos caminando hacia una cultura unitaria, de valores angloamericanos que rechaza la Fiesta de los toros", advirtió preocupado el hombre. Y la gente del toreo sevillano aplaudió a rabiar porque descubrió enseguida al sabio que habían tenido el gusto de invitar.

Gracias a Lord Garel-Jones sabemos ahora que toda la panda de antitaurinos que puebla España es probablemente una comisión infiltrada del mundo anglosajón para aniquilar esta gracia y esta suerte que aquí practicamos en el redondel. La globalización, por tanto, es mala no porque aproveche los recursos humanos y materiales de cualquier zona planetaria para la máxima rentabilidad de otra. Esto no es un asunto económico, sino cultural. La globalización es mala porque estamos a esto de perder manifestaciones culturales tan brillantes como el toreo por culpa de la hipersensibilidad que también afecta a los españoles, que en vez de dedicarse a dar capotazos con tanto arte como Jesulín de Ubrique, por ejemplo, se afanan en reflexionar acerca del sufrimiento de los seres vivos, de la barbarie que puede suponer un espectáculo que ritualiza y ensalza la muerte para unas generaciones que deberían regenerarse y del debate legítimo acerca de si nos interesa convertirnos en un parque temático del alicaído Occidente rico. La globalización es mala, sobre todo, porque, si no ponemos remedio, este Occidente rico dejará de tener una reserva espiritual -donde desquitarse de tanta hipocresía y tanta civilización- como tiene ahora en España, donde gracias al toreo se mira a la muerte cara a cara, como hacen los valientes. Por todo ello, Lord Garel-Jones, que insistió en no renegar de su cultura anglosajona -tan distinguida ella- nos animó a tener la valentía de seguir dando capotazos. En esta pérdida radicaría el maleficio de la globalización, pero por lo demás podemos seguir consumiendo productos angloamericanos sin efectos secundarios.

En Los santos inocentes, uno de los monumentos literarios que nos legó Miguel Delibes, asistimos a un cambio generacional que es también regeneracional cuando el señorito Iván descubre que el Quirce -el hijo de Paco el Bajo, que es su perro de caza particular pero al que se le ha partido una pierna y ya no le vale como perro-, no le sirve para lo mismo que el padre porque el chico tiene una dignidad y un futuro distintos. Entonces el señorito Iván se dirige a su antiguo perro: "¿Puedes decirme, Paco, qué quiere la juventud actual que no está a gusto en ninguna parte?". Algo así ha venido a preguntar Lord Garel-Jones para regalarles el oído a los valientes.

martes, 3 de abril de 2012

Mingote no morirá


Acaba de abandonar este mundo Antonio Mingote Barranchina. Tenía 93 años. Pintó este mundo. Y ahora pintará el otro.