lunes, 22 de marzo de 2010

'De los primeros años' de José Luis Rodríguez Ojeda


José Luis Rodríguez Ojeda, ganador de premios tan prestigiosos como el accésit del Luis Cernuda, tal vez más conocido por sus letras para el cante flamenco, ha vivido casi toda su vida en Sevilla, pero no olvida sus primeros pasos en la capital de Los Alcores, no por la condición monumental de la villa sino porque en sus calles creció y aprendió el niño que hoy es machadiano caminante que dice su canción. La editorial jerezana AE le publica su última obra.

Con el octosílabo del pueblo o el endecasílabo que aprendió por ser poeta, Rodríguez Ojeda no confunde la sacralidad de la palabra con la que se siente útil: “Clara es la dicotomía: / tener voz o ser vocero / (qué difícil lo primero). / Una u otra poesía: / Palabra o palabrería, / son del alma o sonajero”. Está claro, y mucho más después de empaparse uno en estos últimos versos que regala bajo el título de De los primeros años, que este poeta sevillano criado en Carmona no es de la escuela herreriana del caracol barroco y la musa inesperada, sino que se confirma cada vez más su voz como heredera del senequismo cordobés que sopla por Los Alcores. Precisamente allí tiene que volver en esta última entrega de versos para volver en sí, para entender al hacedor de poemas en que se ha convertido tras un buen número de libros y de premios.

El libro, publicado por la editorial jerezana AE (Agendas Escolares; no en vano comenzó esta casa con este material para luego lanzarse valientemente a sus colecciones de clásicos adaptados y de Rapsoda, donde aparece el trabajo de Rodríguez Ojeda con el número tres), es un ejercicio de nostalgia reflexiva por la que el poeta transita por sus primeros pasos en las calles de Carmona para descubrir que en ese fundamento vital y en esa memoria del aprendizaje de ser hombre se basa su condición irreversible de poeta, de obrero de las palabras a las que siempre tiene que volver, para entenderse a sí mismo, para entender el mundo.

En esa rememoración de los temas universales aprehendidos por su persona, aparecen el amor, la inspiración, el tiempo, los pasados artificiales, sus padres, la madurez que también llega… Del primero sentenciará en un soneto: “Tanta vulgaridad o engolamiento. / Tanto verso de beso que embelesa / y canción de mirada que atraviesa… / Tanto morir de amor… Qué aburrimiento”. Del tiempo, sustraído de las engoladas aproximaciones y vuelto ya al coloquial conocimiento, dirá en endecasílabos seguros: “El tiempo… ¿Qué es el tiempo? Para un niño, / nada. No existe porque nunca llega. / El tiempo es la pregunta: ¿queda mucho? / ‘Eso es mucho’, respuesta a la respuesta”. Del eterno tema de la guerra y sus victoriosos arlequines, el poeta se siente nieto de la Guerra: “Yo fui niño de un niño de la Guerra”, que recuerda con distancia y distanciamiento “la negra Cruz de los Caídos”, “los muertos por la patria”, “las filas y desfiles”, la insoportable levedad de tantos seres que olvidaron la sencilla esencia de la fraternidad tan solo, que se pelearon, a derechas o a izquierdas, por “el apellido” o por “venir de obreros por línea directa” hasta desembocar en esa “Imagen del 68” que titula otro poema que remata, desengañado: “Y las composiciones de un par de cantautores / en los que se mantuvo como fuente / de inspiración, fuente de ingresos”.

El niño que experimenta el primer fraude de su vida en la canción de “Por el monte la sardina”, recuerda su casa en la cuesta de una calle, solar en el que hoy se levanta otra casa en una esquina “doblada de escaparates / con luces, letras y cifras”, pero a la que ve “en la memoria. Al final / casi de la cuesta arriba”. Este niño, ya padre, recuerda y comprende al suyo, ahora que su adolescente se queja de que no lo entienda y él no use “Ni libro de bolsillo, manual de psicólogo / discursos o consejos. No sirve lo teórico” y “en el mismo momento que a mi hijo perdono / el perdón de mi padre recupero de pronto”. La vida misma. La vida más allá del “50 cumpleaños” como atalaya para “Volver en sí”, ese título que enmarca una pareja de sonetos conclusivos, para concluir que su “empeño de vivir en la quimera” es compatible con echar otro trago. El penúltimo.

martes, 16 de marzo de 2010

Miguel Delibes, inolvidable


Cuando oí que los telediarios se hacían eco el pasado jueves por la noche de que Miguel Delibes estaba muy grave, tal vez por defecto profesional, pensé en el revuelo de las redacciones de los periódicos para estar atentos al final de este escritor de Castilla que ha sido mucho más que un novelista y mucho más que un epígono de aquella generación también marcada por Castilla pero mucho menos elegante: la del 98, pues Delibes estaba empapado de Castilla como su lugar en el mundo que era, como metáfora terrena del mundo que él conocía, y nunca como metáfora resentida de un mundo (un imperio) perdido. En las redacciones deben estar acumulando información y recurriendo a expertos, colegas, etc. para montar páginas y suplementos especiales, pensé. También me acordé de que, en estos casos, se suele tener recursos preparados, máxime cuando en éste tenemos funestos avisos desde hace al menos una década. Como abandonó esta vida ya en la mañana del viernes, cuando yo me enteré por la radio, mucho antes de tomar café, los rotativos tuvieron tiempo de pensar cómo presentar al difunto Delibes, al vivísimo escritor que fue. Y el sábado, desde Córdoba, me desayuné con los periódicos de derechas (eran los únicos que había en el hotel) con portadas casi monotemáticas y decenas de páginas dedicadas a este vallisoletano que también es universal. Delibes, Castilla, su integridad moral y algunos títulos memorables de su obra eran los mimbres que hacían cada página, junto a los recuerdos en forma de artículo de un puñado de escritores que lo conocieron bien.

Desde aquella noche del jueves en que presentí que la pérdida de Delibes estaba al caer, se me hizo un nudo en la garganta como si de un familiar muy cercano se tratase, como si no fuera yo un lector más suyo y punto, de esos que nunca lo han visto en persona ni le han pedido un autógrafo. El nudo se agudizó cuando por la mañana me anunció la radio su fallecimiento. Y en una clase de Bachillerato, hablando de él apasionadamente, me emocioné. Los alumnos lo notaron, y guardaron un respetuoso silencio, un silencio que agradecí al provenir de una juventud como la de hoy, y ya saben ustedes cómo está el patio.

La literatura ha hecho posible milagros como éste: que por la muerte de un escritor uno sienta que algo de uno mismo se ha ido para siempre. Después de leer un puñado de sus novelas, uno se da cuenta –en trances como éste– que algo de Daniel El Mochuelo, de Paco el Bajo o de su hijo permanece aquí, muy dentro, eternamente. Que nos influyen más estas criaturas que muchas de las que vemos pasar a diario por delante de nuestras narices, sin pena ni gloria. Y Delibes tenía la virtud de crear personajes de una pieza, completísimos de matices humanos, verosímiles. No eran sus criaturas metáforas de nada, constructos simbólicos de ninguna teoría de su autor, sino personajes de verdad, de esos que ya hubiera querido Unamuno para sí mismo. Y digo Unamuno como ejemplo, o tal vez por su empecinamiento de convertir a los personajes en personas. Delibes lo ha conseguido.

"Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad invevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...". Así comienza El camino (1950), una de las joyas de Delibes sobre los sueños de un chaval con el que nos identificamos enseguida; al menos los chavales que una vez soñamos también, entonces... Después de una noche que da para una novela completa, se concluye: "Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin". Y es fácil que nosotros, lectores asombrados, lo acompañemos con el libro en el regazo y la mirada perdida en el regusto de haber leído tan de corrido tanto.

De Delibes me leí al principio, en un tórrido verano de aquellos en que el mundo era infinito y yo iba y volvía al poli como mucho, Los santos inocentes. Lo tomé prestado de una amiga de mi prima, con la sospecha inexperta de con aquel título la cosa no prometía. Luego ha sido un libro inolvidable. Lo fue incluso desde antes de acabármelo. Luego leí aquel cuento largo titulado La mortaja. Y a continuación vinieron muchos títulos más. El otro día le leí a Jiménez Lozano que el título más representativo de Delibes es Viejas historias de Castilla la Vieja. Y estoy totalmente de acuerdo. Yo lo leí en la biblioteca de mi pueblo, en varias jugosas sentadas de ésas de las que te cuesta luego levantarte porque un puñado de personajes te llevan por sus mundos: por la caza, por el pueblo, por la miseria y la grandeza de unos personajes que hubieran sido anónimos, inexistentes de no ser por la mano de su escritor. Por eso Delibes es un creador, es decir, lo más parecido a Dios. Que pueda decirse esto de Delibes es su mayor grandeza. No le dieron el Nobel. Ni falta que le ha hecho.


domingo, 7 de marzo de 2010

Crisis, periodistas y viceversa

Crisis significa cambio, aunque a bocajarro nos suene siempre a cambio para peor. Es lo que tiene de universalizable lo traumático y repentino de los cambios que, para la sociedad, siempre tienen relación con la economía (en lo colectivo) y con lo existencial (en lo individual). Pero estas crisis producen otras réplicas o sucedáneos de sí mismas en todos los ámbitos que importan más aún, en el fondo: la educación, las relaciones socioculturales y el Periodismo como ciencia inexacta y experta en contarle a la gente lo que le pasa a la gente. Por eso tengo tendencia a reflexionar sobre los cambios de esta profesión que, al decir de García Márquez, es “el mejor oficio del mundo”.

Lo he dicho en otras ocasiones: el Periodismo está saturado hoy de charlatanes, comunicadores, comunicólogos, tertulianos todoterreno y presentadores estrella que nada tienen que ver con el reportero ante el presente y ante la historia, que es la esencia de nuestro propio devenir. A todos ellos, se suman ahora la magia y el relumbrón de la web 2.0, por la que cualquiera puede disfrazarse de periodista como si todos los días fuera Halloween o Carnaval en este gran teatro del mundo.

La participación del hombre-masa que profetizó Ortega y Gasset hace ahora casi un siglo se erige en valor principal en el seno y el funcionamiento de los medios de comunicación de masas, por encima del rigor informativo, la opinión de expertos y la pluralidad, y eso puede llegar a convertirse en un cáncer de nuestra situación como profesionales. Está bien que el feed-back de los medios calientes se extienda a toda la comunidad de mass media como foros de cierta intelectualidad para la que son competentes todos los polos de la comunicación, desde los emisores hasta el último receptor. Al fin cabo, sólo si todos somos entusiastas partícipes del contenido de nuestros medios alcanzarán verdadero sentido los mensajes mediáticos. El problema, a mi juicio, radica en la confusión de roles entre profesionales de los medios y consumidores de los mismos, entre responsables y clientes. En ningún negocio (y el Periodismo también es negocio, además de ocio) se permite que la configuración del producto que se vende sea tarea exclusiva del propio comprador. Y en el nuestro percibo cierta tendencia vertiginosa a esta locura que ha permitido, por ejemplo, que un impresentable se burle del respetable en una cadena pública como Televisión Española cuando ésta pretendía convertir en espectáculo saludable la competencia de artistas aficionados en su carrera hacia Eurovisión.

El bochornoso episodio del malhadado malandrín que enarbolaba desde la pantalla pública el esperpento de sus genitales ha sido posible gracias a esa nueva obsesión por la participación del público hasta límites insospechados, hasta la frontera de irresponsabilidad del propio medio, que delega decisiones estratégicas en los miles de espectadores televisivos que optan desde el sofá pícaro del hogar por lo más sórdido, lo más mezquino, lo más friki, ese reino de la extravagancia por el que las cadenas privadas han buceado en busca de alguna fórmula que les garantice sus emolumentos a costa del gusto que ya no es ni bueno ni malo, sino rentable o no. Que este insano deporte sea practicado por las televisiones privadas tiene cierto pase, pero que también lo hagan las públicas merece una reflexión profundísima por parte de los que trabajamos en el ancho mundo de la comunicación, sobre todo cuando la propia cadena se avergüenza y escandaliza de que le haya explotado la bombita en las manos después de haber permitido que se fabricara en su casa de puertas abiertas, es decir, en el hogar virtual de su acogedora página web. Si el escándalo fue inesperado, la situación es grave porque arroja dudas sobre el control del producto que ofrece; si fue deliberado, es aún peor.

Esta ultraparticipación que permiten la web 2.0 y los medios profanos de la Red que temen, en todo caso, ser tachados de apocalípticos en esta inauguración del futuro tecnológico que nos contaron se sitúa en la base de esta crisis global a la que nos referíamos al principio: desde los trapicheos cibernéticos de Madoff sin que ningún experto financiero sospechara nada raro hasta el uso y abuso del ordenador portátil que nuestros infantes han de cargar diariamente en su ida y venida de la escuela sin que nadie ose decirle alto y claro a nuestro cool Gobierno que la crisis educativa no se soluciona con un PC por niño, pues los problemas de la lectura comprensiva, el juicio crítico, la ortografía y las matemáticas básicas no sólo persisten sino que se acentúan, mientras los chiquillos pierden la cabeza cada tarde enfrascados como autómatas en los dimes y diretes de las redes sociales, tan estériles y tan de moda.

Ni se garantiza la igualdad en la educación porque todos los niños tengan un portátil en su mochila ni se es más democrático porque se permita la decisión (además de la participación) a las audiencias –o a una minoría especialmente activa de éstas– en la selección que termina configurando un producto mediático para todos. Esta explosión de las jerarquías no conduce automáticamente a un estado democrático, sino a un caótico libertinaje que es un callejón sin salida, el resultado inútil de una deliberada irresponsabilidad acomodaticia bajo la excusa multiforme de los tecnócratas. Es muy cómodo (y muy barato, en el fondo) abandonar a los niños con sus ordenadores; tan cómodo como abandonar a la audiencia con sus disparatados criterios de selección de lo más visto, lo más comentado, lo más valorado, máxime cuando en ambos casos se erigen las selecciones como currículo oculto y autoconfigurado del alumnado, en un caso; y agenda expresa y a la carta de lo que la gente quiere, en el otro, sin intervención de editores, programadores, guionistas, periodistas.

La prensa escrita se contamina irremediablemente de estos dubitativos usos de la Red que llevan a cabo los medios audiovisuales, y en sus versiones digitales, tan regidas por palos de ciego a cada rato, propician a menudo la selección popular antes que la selección profesional. Después de esta transición deslumbrada por este invento de Internet, medio de medios, las aguas de la información y la opinión contrastadas tendrán que volver a su cauce. Y por eso creo que determinadas cabeceras ilustres, aun apostando por las nuevas tecnologías y por la retroalimentación de sus públicos, persistirán en su lugar de faros alumbradores del Periodismo de siempre, el que se encarga de estar atento a la realidad y de configurar un discurso ilustrado y útil para entenderla.