martes, 15 de mayo de 2012

Nos deja Carlos Fuentes, un señor

De mayor, me gustaría ser Carlos Fuentes. Un humanista completo, al que le encantaba hablar de cine, de vinos, de mujeres, de literatura, de política y de dioses. Todo en singular o en plural. Para todo tenía.


sábado, 5 de mayo de 2012

Paradojas y gritos

Esta crisis de nunca acabar acentúa, sobre todo, la certidumbre de que el mundo - sin entrar en ese limbo mayúsculo que es el Tercer Mundo- no es uno, sino dos, dispuestos en dos hemisferios que nada tienen que ver con el norte y el sur, sino con la dimensión estratosférica de quienes ganan en un minuto lo que el resto en muchas generaciones de su propia estirpe y esa dimensión chapucera y cotidiana de quienes nos peleamos por si el sueldo mínimo interprofesional debería quedarse en los 641 euros mensuales de ahora o bajar a los 633 de hace un par de años. Miserias.  

    En la miserable espiral de estos días, con decenas de miles de aficionados del Real Madrid echándose a la calle para intentar tocar siquiera con las puntas de los dedos a sus ídolos -esos niños que les sonríen y se abren paso entre los antidisturbios y dicen monosílabos y se suben al avión para irse a su mundo y olvidarse de éste-, y mientras el desempleo hace estragos en millones de familias de toda Europa, descubrimos que en Nueva York se subasta el estremecedor y más famoso cuadro expresionista de Edvand Munch por 91 millones de euros. Para entendernos mejor y redondeando en la divisa de nuestra nostalgia imperecedera, 15.000 millones de pesetas. No sabemos quién lo ha comprado ni hacia dónde voló, pero sí quién se ha embolsicado la cifra: el millonario noruego Petter Olsen, que era su propietario hasta hace unos días y que ahora lo ha descolgado de la pared para hacer un gran negocio. 

    Los negocios del arte se perfilan como las aguas perfectas donde se entienden los tiburones financieros, que compran o venden objetos artísticos pensando en otras cosas. Evidentemente, quien se gasta millones de euros en un cuadro -sólo en un cuadro, ¡que se cuelga o se descuelga del cáncamo en la pared!- debe de tener otros muchísimos quebraderos de cabeza, desde el blanqueo de sus incomprensibles fondos en metálico hasta el futuro de los intereses que van escupiendo los turbios negocios que los pudieron generar. 

    Todo resulta desasosegante en esta impúdica historia del arte en manos de gentes que nada tienen que ver con este mundo nuestro ni con los sentimientos que dieron lugar a esas creaciones. El Grito de Munch -pintado en París en 1893- como paradigma del Expresionismo -otro de los ismos que las primeras Vanguardias arrojaron sobre el absurdo que iba tiñendo el mundo en la posmodernidad-, es la expresión de la desesperación no sólo de un individuo que grita junto a la baranda de un puente mientras el cielo estalla de colores y líneas imposibles, sino también el grito de un conjunto de millones de individuos solos que se ven abandonados frente a las injusticias sociales y a las desigualdades económicas propias de la génesis de la Revolución Industrial. Munch, con acusados problemas familiares -su hermana esquizofrénica en el manicomio, su madre muerta...- y estresado por esa convulsión ética y estética que le bulle a los artistas verdaderos dentro del pecho, dejó escrita la sensación empírica que lo empujó años más tarde a pintar El Grito: "Iba caminando con dos amigos por el paseo; el sol se ponía; el cielo se volvió de pronto rojo. Yo me paré, cansado me apoyé en una baranda. Sobre la ciudad y el fiordo oscuro azul no veía sino sangre y lenguas de fuego. Mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo, y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza". 

    El paisaje real referido y pintado es Oslo visto desde la colina de Ekeberg. Por supuesto, Munch no imaginó nunca que aquel cuadro -del que haría cuatro versiones y una litografía- se convertiría, con los años y la reinterpretación que la historia y otros horrores globales como la II Guerra Mundial obligan a hacer de todas las expresiones artísticas cargadas de poética ambigüedad, en un icono absolutamente universal. Sorprende aún más esta paradoja si uno lee sus propias declaraciones sobre el impacto que le produce la gestión del arte al llegar desde su Noruega natal hasta el París de la bohemia y el desenfreno: "Lo que está arruinando el arte moderno es el comercio, al exigir que los cuadros se vean bien una vez que se los cuelga en la pared. No se pinta por el deseo de pintar... o con la intención de pintar una historia. Yo, que fui a París hace siete años lleno de curiosidad por ver el salón y que estaba dispuesto a dejarme llevar por el entusiasmo, lo que sentí fue sólo repugnancia” [recogido en Bischoff, Ulrich: Edvand Munch: 1863-1944]. 

    ¿Qué reacción habría tenido Edvand si hubiera asistido a la subasta de Sotheby's en Nueva York por la que el cuadro que él pintó más de un siglo antes se convertía en la obra de arte subastada por más dinero de la historia, unos 120 millones de dólares -incluidos los 13 que se llevaba la comisión? Probablemente, hubiera vuelto a gritar, pero en el desierto de su soledad, porque su parecer hubiera vuelto a importar muy poco. Está claro que los artistas son ya los que pintan menos en el mundo del arte. 

    El grito del protagonista de El Grito parece seguir gritando en balde ante las prácticas paradójicamente carentes de toda ética que suponen estas transacciones económicas gracias a obras de artes que precisamente buscaban denunciar la falta de escrúpulos en un mundo injusto. Al margen de quien compró el cuadro por 91 millones de euros, había al menos otros siete marchantes con 80 millones cada uno, dispuestos a soltarlos. Ingenuo de mí, pensé que asistía, en este espectáculo del poderoso caballero don dinero en New York, al récord histórico en la venta de un cuadro. Sin embargo, en relaciones privadas, que es donde se cuecen cantidades más sustanciosas, el récord lo tiene -que sepamos- el cuadro de Cézanne titulado Los jugadores de cartas, comprado por la familia real de Catar el año pasado al módico precio de 191 millones de euros. 

    Está claro que, pasada la burbuja del ladrillo, ya está aquí la burbuja del pincel. Si la pompa se forma gorda, la materia prima es lo de menos. Al menos nos queda el consuelo de que, si alguna vez estallara, salpicaría a menos gente. 


*Este artículo se publica asimismo en la sección de Cultura del nº 2.016 del semanario Cambio16