jueves, 26 de diciembre de 2013

Ardiente cobardía frente al Portal

En otras circunstancias, hubiese sido una gamberrada de tantas. Todavía recuerdo aquellas botellas de champán volando por encima de nuestras cabezas chiquitas, arrojadas por borrachos alucinados -ahora serán respetuosos abuelos...- que confiaban férreamente en que el año venidero iba a cambiarles la vida, como si el uno de enero no fuese un día siguiente como todos los demás. Pero haber quemado el Nacimiento de la Plaza de mi pueblo ha sido una gamberrada aparte, exclusiva, inaudita, con la que no contábamos. Habrá quien lo califique de anécdota o quien utilice la anécdota como arma arrojadiza en el siempre incandescente panorama político, donde entre chispas anda el juego. Pero quemar el Belén del pueblo no me ha parecido ni una anécdota ni un juego con chispa, sino un símbolo insoportable de los lamentables tiempos que corren, que sufrimos los todavía igualmente preocupados por la ética y la estética. 

En estas circunstancias, con el fuerte olor a quemado del Ayuntamiento, hace poco más de tres meses, y la polémica de la autoría, resuelta por la Benemérita con la tesis del aire acondicionado y santas pascuas, ahora que estamos en Pascuas se me antoja que las llamas que se han llevado el Belén de la Plaza han quemado mucho más, no sólo el andamiaje de mentira para albergar el Misterio de la Natividad, no sólo la tapia blanqueada tras la que hace décadas estaba la casita lúgubre y pobre de la rica Nati la de las Perea, que visitaba a mi abuela Modesta en las tardes tristes e invernales de mi infancia con la excusa sin cafeína de soportar su soledad, sino también algo de la candidez que a todos nos salvaba y ahora nos hace un nudo en la garganta... como el nudo que se nos formaba de niños cuando no entendíamos algo. 

La Navidad es, en cierta medida, convertirnos en niños que se ilusionan porque en el fondo, en el fondo de nuestros años y nuestras vidas, seguimos siendo niños que queremos que nos quieran. La Navidad es tiempo de regalos, de examen de conciencia, de depuración para quedarnos con las cosas importantes de verdad, definitivas, de esas que uno esgrime convencido en los velatorios pero luego echa en saco roto en cuanto sale.


Para nuestra cosmovisión cristiana, le pese a quien le pese, la Navidad se resume perfectamente en eso que quemaron en plena Nochebuena, en plena Noche de Paz, entre las 4.10 y las 4.17 horas: una joven a la que le cae del cielo la responsabilidad de parir al mismísimo Dios sin que le pidan demasiada opinión salvo un irremadiable ante la visita del Arcángel; un viejo que ha de tragarse su orgullo al saber que la joven con la que se va a casar está ya embarazada; un Niño que patalea en un pesebre, calentado por dos bestias cuyo vahido madrugador les resulta a todos celestial, después de haber sido rechazados en una posada... Esa Sagrada Familia que incluso desde el seno de la propia Iglesia habrá de ser tan manipulada es, en esencia, el mayor símbolo del antiheroísmo pasado por el pasapuré doméstico de la familia de donde venimos la inmensa mayoría, de familia humilde contra la que nada podrán la intolerancia, el racismo, la soberbia o la indiferencia de los demás.

Por eso quemar el Belén, arrojarle una cerilla o una colilla u otro artefacto más humillante aún y volver la espalda, no es sólo un acto atroz de cobardía, sino de falta de estética y ética rayano en la falta de escrúpulos de quienes, quizás, lo dieron todo por perdido o a quienes todos los dieron por perdidos, Dios sabrá. No es seguro que nosotros lo sepamos nunca, si no hubo testigos ni cámaras habilitadas en medio de la tormenta inoportuna que asolaba la pasada Nochebuena una plaza, con toda seguridad, solitaria, si exceptuamos la sombra del demonio... que pasaba por allí. 

Lo preocupante es qué tipo de demonio habita entre nosotros. Si fue una gamberrada juvenil, algo falla en la educación de nuestros jóvenes, más allá de las clases, en el seno de esas familias que ya no se ven reflejadas, ni por asomo, en Jesús, María y José. Si fue una gamberrada de adultos, algo falla también, desde hace más tiempo aún en esta sociedad resquebrajada en el paripé democrático. Si fue un rayo del cielo, algún maleficio nos querrá avisar de que algo falla igualmente, o está fallando, o lleva demasiado tiempo averiado como para tener que avisarnos con la dantesca visión de unas llamas como las del infierno calcinando, tan paradójica e injustamente, la bellísima estampa de la convivencia. Qué cara pondría el Niño Jesús, dispuesto a sonreír siempre, como ante el tamborilero, ante el maldito pirómano. Lo fatal es que tampoco hubiera testigos de esa mirada postrera.

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