Por muchas cosas que haga en la vida, siempre me sentiré periodista. A Antonio Ramos Espejo le molesta que determinados vanidosos añadan en su currículo a lo de periodista, escritor y otros títulos, como si no fuera una malsana redundancia. Decía Antonio que había que reconquistar el alma de las redacciones, en manos de los ejecutivos. Pero nadie lo escuchó.
Me he levantado hoy con gastroenteritis, un inútil total. Pero hasta el malestar me recuerda que las casualidades no existen, y que este asco dominical tiene que ver con el asco atávico que se me levanta por los pies cuando pienso que mañana lunes, y el resto de la semana, y quién sabe... no llegará El Correo de Andalucía a los kioskos, como siempre ha ocurrido en los últimos 115 años.
Cuando El Correo cumplió un siglo, yo aterrizaba por su redacción -becario romántico y crédulo, con mi bocadillo en un plástico, mi intención de trabajar en Cultura, mi admiración por los grandes al alcance de la mano, como Alicia Gutiérrez, Antonio Ramos, Antonio Avendaño...- con el firme propósito de hacerme escritor; era un reto contribuir a escribir un libro diario, en 24 horas, por el que luego pagaban 20 duros de los de entonces... Ay, entonces. Hoy, casi 15 años después, tengo ya dos hijos a los que, cuando pase muchos años, tal vez me vea obligado a explicarles, con un ejemplo certero, en qué consiste la historia de la ignominia que termina con un periódico que se vende por un euro.
Entretanto, fui becario de El Correo de Andalucía, luego corresponsal, colaboré con esta cabecera y con algunas otras, trabajé en otras empresas informativas, en otros periódicos de aquí y de allá, me hice profesor de Literatura en los institutos, aterricé en la Universidad, me incliné por la Creación, por las Letras, por la Cultura, por la Educación, por soñar cada día con un mundo menos miserable... pero ninguno de esos días de todo ese largo tiempo pude contener la pueril alegría de ilusionarme al ver mi texto en letra impresa, sobre todo en un periódico que, como pensó el cardenal Spínola que lo fundó en 1899 y como dijo Pepe Guzmán, una de las últimas glorias entregadas en cuerpo y alma al rotativo, es "un periódico honorable".
La honorabilidad se la dimos los periodistas, no los directivos ni los empresarios ni tanto miserable suelto desde dentro y desde fuera, que los hubo y a algunos conocí. La honorabilidad se la sigue dando ese puñado de periodistas que resiste allí, en Américo Vespucio, sin garantías de nada: ni de cobrar sus últimas nóminas, ni de seguir existiendo como periodistas en un medio languidecente, ni siquiera de cobrar el paro, esa miseria que ellos nunca tuvieron tiempo de amasar para el mañana porque para el mañana siempre urgía el cierre, el cierre de todas las noches, sin sospechar que, a lo peor, iban a vivir el definitivo por culpa de unos cuantos miserables, en gradación ascendente, a los que el periódico, papel mañanero al fin y al cabo, se les había traspapelado, atragantado, en la descontrolada furia de intereses de los que nunca fuimos informados ni los periodistas ni los lectores.
Si El Correo desaparece, la vida seguirá, sin duda. Pero ya nada será lo mismo.
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