Tengo la fortuna de recordar pocas entrevistas de trabajo, tal vez porque fueron livianas o porque tuve la suerte de encontrar trabajo rápido y por otros cauces distintos al de la conversación. Pero me indigna cada día más oír a jóvenes que han de someterse a ese dictamen tan subjetivo como caprichoso, sobre todo cuando los parámetros en juego nada tienen que ver con su formación y sus capacidades o talentos, sino con las necesidades del entrevistador, que no siempre coinciden con los de la empresa.
Me indigna tanto como cuando en las solicitudes de currículos compruebo que se exige una fotografía, como si el puesto de trabajo en cuestión dependiera de la cara que uno tiene, o de la cara que uno pone. Es posible que ahora la gente esté muy acostumbrada a fotografiarse con esa fórmula que se llama selfie, el emblema narcisista que hoy no se emplea para encontrar un empleo precisamente, sino muchas veces para encontrarse a sí mismo, olvidado entre el olvido de los demás, o entre la indiferencia de la alta saturación de caretos o caraduras como pululan por esta competitiva sociedad de la autopromoción a caraperro.
A menos que uno vaya a trabajar de modelo, y entonces no es preciso una foto de cara sino todo un book en el que ser retratado hasta con el alma dando la vuelta al pino, no entiendo ese afán de la fotocarné en ese documento sobre la carrera de la vida en el que lo de menos es la carrera en sí y lo de más, visto lo visto, la pinta del corredor. Sobra tanto personal, tanto aspirante, que al final escogen al tal por la pinta, como si la pinta pintara algo y no, tantas veces, la maniobra de distracción de las apariencias, que suele terminar en engaño, como ya sabemos.
Me inquietan los especialistas en recursos humanos tanto como los pedagogos, especialmente los aficionados a ambas disciplinas, pues en la afición está la arbitrariedad y la azarosa crueldad contra quien hubiera preferido que lo dejasen hacer, que lo observasen hacer, que lo valorasen haciendo.
De las pocas entrevistas que yo pueda recordar, siempre se me viene a la cabeza aquella tarde remota en que me presenté en la parroquia de mi pueblo con la ilusión intacta de ser monaguillo. No tenía cita, pero me armé de valor, recorrí la nave lateral del templo y accedí a la sacristía por la puertecita baja de la capilla del Rosario. Una vez dentro me percaté de la luz encendida del despacho, de los dos escalones amplios, de mármol y rematados con un listón de madera, que conducían a la habitación, de la voz del cura hablando por teléfono. Quise carraspear para aclararme la voz, pero lo evité. Y permanecí en silencio, balanceándome apenas sobre mí mismo, con el corazón a cien e imaginando la pregunta primera del cura nada más verme aparecer. Yo había imaginado mil veces aquel encuentro antes de presentarme allí. Imaginé que el cura me preguntaría las oraciones. No sé por qué exactamente, pero yo había vislumbrado con una claridad obsesiva el instante en que el sacerdote me preguntaría el Padrenuestro. Bien, diría, ¿y el Ave María? Había recreado un encuentro improbable en el que a continuación me preguntaría por el Gloria y el Credo, y el Yo pecador y otras tantas oraciones y fórmulas eclesiásticas que yo había tenido la precaución de saberme al dedillo... Cuando oí el silencio del cura y el clic del teléfono colgado pisé ruidosa y deliberadamente el segundo escalón y apenas rocé la puerta de madera, que estaba abierta, con los nudillos de la mano derecha. ¿Sí?, dijo el cura. Entonces me asomé, el cura me saludó muy serio y yo avancé un par de pasos mientras, ahora sí, carraspeaba, preparado para lanzarme a decir oraciones de carretilla. Abrí los ojos muy de par en par, como en un acto reflejo de concentración frente al ejercicio memorístico que me esperaba. Pero el cura me preguntó simplemente qué quería. A mí me gustaría ser monaguillo, le dije, simplemente a mi vez. Él me sonrió, me hizo algún comentario adulador de persona mayor y me dijo que me llamarían en cuanto hiciera falta. Y me siguió sonriendo fijamente, hasta que yo me di cuenta de que la entrevista había terminado.
Por la cuesta de la iglesia, rodando de nuevo hacia mi casa, fui repasando mentalmente las oraciones, todo aquel repertorio que no me había hecho falta para nada. Dos semanas después, Carmelita Galván le dijo a mi madre que el cura le había encargado decirme que estuviera preparado para ayudar en la misa de ocho de la mañana en Los Remedios. Cuando mi madre me anunció la buena nueva, me dio un vuelco el corazón tan grande como jamás me lo ha vuelto a dar en cuestiones laborales.
Era lo bueno de tener solo ocho años.