La tauromaquia, siendo un vicio casposo y bárbaro con ínfulas de arte como es, nos ha dejado un puñado de cosas positivas que es justo valorar: una silueta que empezó siendo cartel publicitario y que acabó recortándose en los horizontes bravíos de media España, para regocijo del viajero; un vocabulario riquísimo en torno a la bestia y sus derivados; y algunas de las mejores páginas literarias que se han escrito jamás. Que el toreo no sea un arte (sino una artesanía malévola de engañar al bicho con un trapo para terminar acuchillándolo) no significa que no pueda suscitar otros textos artísticos, apuntalados históricamente por genios de la pluma o el pincel. Algo parecido ha ocurrido con la mafia o los grandes psicópatas, repudiables en toda regla pero no por ello no aprovechables por los maestros de la literatura o el cine. Llamar maestro a un torero siempre me pareció una broma de mal gusto, y la defensa de la mal llamada Fiesta Nacional con el argumento de que innumerables artistas la respaldan porque han creado sobre ella, una falacia despreciable, no sólo porque también existen numerosos artistas que la rechazan, sino porque el simple hecho de inspirarse en una barbaridad para crear una obra de arte no significa en absoluto que la barbaridad deje de serlo. Creo que el mejor ejemplo para ilustrarlo es cualquiera de las estampas de Goya, que durante cierto tiempo fueron tenidas como pruebas de su afición al toreo y que más tarde, tras una mirada más sosegada, se han entendido como antitaurinas, propias del espíritu ilustrado del que no tuvo más remedio que acabar convencido el pintor; y antitaurinas no por conmiseración por el toro sino por el torero, símbolo del español brutal que acaba confundiéndose en el peligro innecesario, empujado por el instinto animal de la masa sorda que acudía a los lamentables espectáculos carniceros. Y esa mirada de lástima no hacia el toro sino hacia el ser humano que se degrada empañado en la violencia de un rito tan primitivo como miserable es la mirada europea y moderna que se arroja sobre el presunto españolismo de pacotilla que ostentan quienes se empeñan aún en defender una fiesta que nada tiene de festiva.
En España, último bastión serio de la tauromaquia –Francia, México o Colombia son sucedáneos alimentados por la Hispania de grana y oro–, existe hoy un claro conflicto entre quienes defienden la fiesta de los toros y quienes sienten que el espectáculo es horripilante e indigno de una sociedad civilizada. Y ese desajuste ético vivo entre la ciudadanía no se corresponde en absoluto con ese demagogo enfrentamiento entre la vieja España y la Cataluña independentista, como los protaurinos pretenden hacer ver, sino entre ciudadanos de todo signo y hábitat. Recuérdese, por favor, que también las Islas Canarias abolió el toreo, y nadie en España se rajó la camisa. Hay protaurinos y antitaurinos en Sabadell y en Cádiz, en Barcelona y en Sevilla, en Madrid y en Málaga. No se trata de una cuestión geográfica, sino de escalafones cualitativos propios de una sociedad madura y plural en cualquier rincón del país. Es un debate que forma parte de los dilemas morales de la modernidad. Y quienes no lo ven así, o no quieren verlo, esconden intereses de tipo pseudosentimental o claramente económicos. La España de los tópicos federalistas es una España que pasó hace ya décadas. El ciudadano de hoy, viva en Córdoba, en Vigo o en París, ha incorporado a su moral individual una dosis de compasión que antes no tenía, por haber heredado un falso concepto de antropocentrismo no entendido como ser el máximo responsable del Planeta, sino como el máximo explotador de sus recursos, sin miramiento ético para con las otras especies animales.
El proceso de prohibición de las corridas en Cataluña ha sido intachable desde el punto de vista democrático. Y sin embargo surgen voces demagogas hablando de prohibición, reivindicando la libertad y comparando todo esto con el Santo Oficio. Precisamente porque hay libertad se ha podido llevar a cabo esta tramitación en el Parlamento catalán, que representa a todos los ciudadanos de aquella comunidad autónoma. Precisamente porque ya no existe la Inquisición han podido ser los casi 200.000 ciudadanos que han firmado para elevar esa petición de debate los principales artífices de una decisión comunitaria, sin imposiciones por parte de una minoría que se crea en la posesión de la verdad. Y precisamente porque el resultado deriva de un amplio debate en el que han podido esgrimir sus razones todas las partes en conflicto, sin excepción, para luego pasar a una votación estrictamente libre y personal, no cabe aquí hablar de prohibición o decretazo, sino de decisión madura, sana y democrática. Ojalá otros procesos en la política que nos afecta a diario se desarrollaran de manera similar, sin amaneramientos dictatoriales dentro de las estructuras de los propios partidos políticos teóricamente democráticos.
Todas las Españas que intentaron dar un giro revolucionario hacia la definitiva civilización, desde el comienzo de la modernidad, han tachado los toros por su carácter bárbaro, desde el ilustre Jovellanos al noventayochista Baroja, pasando por tantos intelectuales que intentaron ver en el raciocinio una exclusiva veta de humanismo y no sólo el cauce instrumental de todas las posibilidades humanas desde el positivismo. La España espiritualista que encontraba Unamuno, como una reserva, decía él, estaba destinada, sin embargo, a preservar ese raro afán de hacer del rito y el símbolo una práctica doméstica contemplada por los demás primero como curiosidad, luego como souvenir y últimamente como indicio del atraso. Pero los aficionados –amantes– de los toros idealizan tanto sus liturgias que sienten como un ataque radical cualquier cuestionamiento de la lidia. No están por el debate ni por la reflexión ni por la discusión, porque parten del axioma de que el toreo es el culmen de lo artístico. Yo quiero pensar que lo creen verdaderamente. Y desde esa convicción, me gustaría que se abriera un coloquio social sopesado lo suficientemente amplio como para que nos llegáramos a entender todos. Los protaurinos deberían tratar de comprender lo que sienten los antitaurinos, y viceversa. Porque sólo desde la comprensión mutua se puede llegar en este país a un punto de equilibrio equidistante entre la indiferencia y el fanatismo. Hay familias que viven, y han vivido durante generaciones, del negocio del toreo. Pero también hay que reconocer que el montante total del dinero que mueve la lidia del toro en este país es similar a lo que cuestan un par de futbolistas de la talla de Cristiano Ronaldo. Y otros desmantelamientos se han llevado a cabo en España con mayor costo.
El punto artístico que puede tener la lidia radica fundamentalmente en la suspensión religiosa que llega a producirse en el instante fugaz en que las fuerzas de lo bruto y lo telúrico, de la bestia cornuda, se mide con la potencia de la sutilidad con el capote. Esos segundos que puede durar una verónica, un pase de pecho, una conexión de miradas lúcidas entre toro y torero en la infinitud del redondel pueden contener el peso de lo artístico en esta práctica. Yo, que me considero antitaurino, puedo llegar a entenderlo. El problema es que esa fugacidad se ve empañada enseguida por el peso muchísimo más contundente de la carnicería, la sangre, el sufrimiento, la saña, las voces, la lucha y el maltrato que es al fin y a la postre la corrida en su conjunto. Son absurdos los argumentos de defensa de los toros que echan mano del sacrificio de otros animales (vacas, cerdos o palomos) para el consumo humano, con más o menos sufrimiento para el animal. Y me parecen absurdos de la misma manera que los argumentos de los ecologistas vegetarianos para no consumir carne de ningún tipo, principal fuente de proteínas. Porque la motivación fundamental para que la práctica del toreo se ponga en cuestión no es que un animal es sacrificado, sino su modo y finalidad, la burla intrínseca que supone, el espectáculo, el escarnio al que se somete al toro para divertimento de una masa que en su inmensa mayoría ni siquiera va a la plaza para asistir a ninguna liturgia trascendente, sino para codearse con otros fulanos por diversos intereses o para salir fotografiada en determinadas publicaciones. La civilización del siglo XXI, creo yo, no puede consentirlo. Por supuesto que hay otras muchas cosas que tampoco podemos consentir. Por supuesto. Pero el toreo es una de ellas, y está bien que comencemos eliminando algunas.
Los Verdes de Andalucía van a emprender su particular cruzada contra el toreo en esta comunidad autónoma a partir de 2012, una vez que la ilegalidad de esta práctica tenga carta de naturaleza en Cataluña. Si reúnen 75.000 firmas –cosa facilísima–, tendrá que tramitarse en el Parlamento andaluz, aunque previsiblemente los partidos mayoritarios voten lo que crean que es políticamente correcto en esta tierra del toro bravo bravísimo, tan bravo que sólo sobrevive gracias a las subvenciones públicas. Al menos podrá abrirse el debate, y eso es ya comenzar a construir la Historia de Andalucía desde presupuestos civilizados.
En España, último bastión serio de la tauromaquia –Francia, México o Colombia son sucedáneos alimentados por la Hispania de grana y oro–, existe hoy un claro conflicto entre quienes defienden la fiesta de los toros y quienes sienten que el espectáculo es horripilante e indigno de una sociedad civilizada. Y ese desajuste ético vivo entre la ciudadanía no se corresponde en absoluto con ese demagogo enfrentamiento entre la vieja España y la Cataluña independentista, como los protaurinos pretenden hacer ver, sino entre ciudadanos de todo signo y hábitat. Recuérdese, por favor, que también las Islas Canarias abolió el toreo, y nadie en España se rajó la camisa. Hay protaurinos y antitaurinos en Sabadell y en Cádiz, en Barcelona y en Sevilla, en Madrid y en Málaga. No se trata de una cuestión geográfica, sino de escalafones cualitativos propios de una sociedad madura y plural en cualquier rincón del país. Es un debate que forma parte de los dilemas morales de la modernidad. Y quienes no lo ven así, o no quieren verlo, esconden intereses de tipo pseudosentimental o claramente económicos. La España de los tópicos federalistas es una España que pasó hace ya décadas. El ciudadano de hoy, viva en Córdoba, en Vigo o en París, ha incorporado a su moral individual una dosis de compasión que antes no tenía, por haber heredado un falso concepto de antropocentrismo no entendido como ser el máximo responsable del Planeta, sino como el máximo explotador de sus recursos, sin miramiento ético para con las otras especies animales.
El proceso de prohibición de las corridas en Cataluña ha sido intachable desde el punto de vista democrático. Y sin embargo surgen voces demagogas hablando de prohibición, reivindicando la libertad y comparando todo esto con el Santo Oficio. Precisamente porque hay libertad se ha podido llevar a cabo esta tramitación en el Parlamento catalán, que representa a todos los ciudadanos de aquella comunidad autónoma. Precisamente porque ya no existe la Inquisición han podido ser los casi 200.000 ciudadanos que han firmado para elevar esa petición de debate los principales artífices de una decisión comunitaria, sin imposiciones por parte de una minoría que se crea en la posesión de la verdad. Y precisamente porque el resultado deriva de un amplio debate en el que han podido esgrimir sus razones todas las partes en conflicto, sin excepción, para luego pasar a una votación estrictamente libre y personal, no cabe aquí hablar de prohibición o decretazo, sino de decisión madura, sana y democrática. Ojalá otros procesos en la política que nos afecta a diario se desarrollaran de manera similar, sin amaneramientos dictatoriales dentro de las estructuras de los propios partidos políticos teóricamente democráticos.
Todas las Españas que intentaron dar un giro revolucionario hacia la definitiva civilización, desde el comienzo de la modernidad, han tachado los toros por su carácter bárbaro, desde el ilustre Jovellanos al noventayochista Baroja, pasando por tantos intelectuales que intentaron ver en el raciocinio una exclusiva veta de humanismo y no sólo el cauce instrumental de todas las posibilidades humanas desde el positivismo. La España espiritualista que encontraba Unamuno, como una reserva, decía él, estaba destinada, sin embargo, a preservar ese raro afán de hacer del rito y el símbolo una práctica doméstica contemplada por los demás primero como curiosidad, luego como souvenir y últimamente como indicio del atraso. Pero los aficionados –amantes– de los toros idealizan tanto sus liturgias que sienten como un ataque radical cualquier cuestionamiento de la lidia. No están por el debate ni por la reflexión ni por la discusión, porque parten del axioma de que el toreo es el culmen de lo artístico. Yo quiero pensar que lo creen verdaderamente. Y desde esa convicción, me gustaría que se abriera un coloquio social sopesado lo suficientemente amplio como para que nos llegáramos a entender todos. Los protaurinos deberían tratar de comprender lo que sienten los antitaurinos, y viceversa. Porque sólo desde la comprensión mutua se puede llegar en este país a un punto de equilibrio equidistante entre la indiferencia y el fanatismo. Hay familias que viven, y han vivido durante generaciones, del negocio del toreo. Pero también hay que reconocer que el montante total del dinero que mueve la lidia del toro en este país es similar a lo que cuestan un par de futbolistas de la talla de Cristiano Ronaldo. Y otros desmantelamientos se han llevado a cabo en España con mayor costo.
El punto artístico que puede tener la lidia radica fundamentalmente en la suspensión religiosa que llega a producirse en el instante fugaz en que las fuerzas de lo bruto y lo telúrico, de la bestia cornuda, se mide con la potencia de la sutilidad con el capote. Esos segundos que puede durar una verónica, un pase de pecho, una conexión de miradas lúcidas entre toro y torero en la infinitud del redondel pueden contener el peso de lo artístico en esta práctica. Yo, que me considero antitaurino, puedo llegar a entenderlo. El problema es que esa fugacidad se ve empañada enseguida por el peso muchísimo más contundente de la carnicería, la sangre, el sufrimiento, la saña, las voces, la lucha y el maltrato que es al fin y a la postre la corrida en su conjunto. Son absurdos los argumentos de defensa de los toros que echan mano del sacrificio de otros animales (vacas, cerdos o palomos) para el consumo humano, con más o menos sufrimiento para el animal. Y me parecen absurdos de la misma manera que los argumentos de los ecologistas vegetarianos para no consumir carne de ningún tipo, principal fuente de proteínas. Porque la motivación fundamental para que la práctica del toreo se ponga en cuestión no es que un animal es sacrificado, sino su modo y finalidad, la burla intrínseca que supone, el espectáculo, el escarnio al que se somete al toro para divertimento de una masa que en su inmensa mayoría ni siquiera va a la plaza para asistir a ninguna liturgia trascendente, sino para codearse con otros fulanos por diversos intereses o para salir fotografiada en determinadas publicaciones. La civilización del siglo XXI, creo yo, no puede consentirlo. Por supuesto que hay otras muchas cosas que tampoco podemos consentir. Por supuesto. Pero el toreo es una de ellas, y está bien que comencemos eliminando algunas.
Los Verdes de Andalucía van a emprender su particular cruzada contra el toreo en esta comunidad autónoma a partir de 2012, una vez que la ilegalidad de esta práctica tenga carta de naturaleza en Cataluña. Si reúnen 75.000 firmas –cosa facilísima–, tendrá que tramitarse en el Parlamento andaluz, aunque previsiblemente los partidos mayoritarios voten lo que crean que es políticamente correcto en esta tierra del toro bravo bravísimo, tan bravo que sólo sobrevive gracias a las subvenciones públicas. Al menos podrá abrirse el debate, y eso es ya comenzar a construir la Historia de Andalucía desde presupuestos civilizados.
- Este trabajo se publica asimismo, como reportaje, en el nº 2.023 del semanario Cambio16.
4 comentarios:
Hola, Álvaro. Suscribo prácticamente todas las opiniones que expresas en esta entrada. Sobre todo, las relacionadas al cariz artístico que se le intenta atribuir a los toros. Defender la "fiesta" con el argumento de que es una de las bellas artes, me parece una aberración. Como dijo Vicent, "admito que el toreo sea un arte si a cambio se me concede que el canibalismo es gastronomía".
Del mismo modo, comparto contigo que el debate en el Parlamento de Cataluña se ha encauzado de forma ejemplar, dando cabida a voces externas a la política, ya fueran favorables o contrarias a los toros. Ha sido un modelo de discusión muy positivo e instructivo, que quizás debería servir de referencia para otros muchos temas. Por ejemplo, ¿por qué no se invita a participar en el Congreso a médicos o a arquitectos en debates de gran trascendencia para la sanidad pública o el urbanismo?
En cuanto a la prohibición de los toros en Cataluña, se han esgrimido muchas razones de índole ecologista. Pero también creo que pesa bastante el factor económico. Plazas vacías, como la de Barcelona la semana pasada, son representativas del escaso interés que genera el toreo en Cataluña. Allí, este espectáculo no funciona como un negocio rentable y la existencia de ruedos en desuso, que generan más gastos que beneficios, pone de manifiesto el carácter práctico de los catalanes.
Algo que no se puede alegar, en cambio, al referirnos a Andalucía. No creo que las ganaderías vivan aquí de las subvenciones. Muchas de ellas son las más valoradas en toda España y no necesitan ningún aporte público para subsistir. Son empresas en su mayoría familiares y con fórmulas cerradas para autofinanciarse y sobrevivir sin demasiados problemas. Otra cosa es que haya ganaderías más pequeñas y de menor calidad que estén intentando buscar salidas a su particular crisis.
Saludos y buen verano.
Pepe.
Sí, Pepe, esto es cada vez más aberrante, pero por suerte cada vez somos más los que no miramos para otro lado. El debate se ha abierto totalmente en países como Colombia y México. Esto no tiene sentido que siga ocurriendo en el siglo XXI.
Por cierto, ¿has estado por Viena? Nosotros este verano no hemos pasado del playeo y el copeo. Con el niño las vacaciones tienen que transformarse a la orillita de la piscina, claro.
Un abrazo, y otro a Mai.
Álvaro.
El domingo pasado se canceló una corrida de la Feria de Málaga por la baja calidad de los toros. El veterinario de la plaza "suspendió" 14 toros. Leí la noticia firmada por Antonio Lorca en 'El País', y venía a decir que el principal mal de la "fiesta" estaba dentro, en la poca categoría de las ganaderías. Este tío es más crítico con los toros que los antitaurinos. Y creo que lleva razón en el comentario, pues las prohibiciones están espoleando el toreo en determinados lugares. Sin embargo, una mala corrida, como tantas que hay, deja a la gente en su casa.
Estuvimos ocho días entre Praga y Viena, y ahora estoy intentando retener algunos momentos en el blog, jeje. Todo pasó muy rápido. Praga es espectacular. Me gustaría repetir con más calma.
Besos para Marina y para Jaime, que seguro estará ya grandullón. Y a disfrutar del playeo, que es lo mejor.
una lastima porque ahora van a empezar otras comunidades a hacer lo mismo,,aunque aqui en andalucia no se llegará nunca a eso.
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