Está claro que la crisis feroz que sufrimos no es sólo cuestión de dinero. Si así fuera, esto no sería tan grave. Lo peor es que la crisis nos está volviendo locos. Me refiero a la crisis profunda y verdadera, ésa que está poniendo nuestro mundo patas arriba, relativizándolo absolutamente todo y llamando a las cosas por los nombres que no son; en una palabra, engañándonos. ¿Cómo se explica, si no, que una serie de tragabollos sin oficio y con mucho beneficio que se autocalifican como internautas (como si usted o yo mismo no lo fuéramos también) defienda la libertad caótica para las descargas de todo tipo de productos culturales en Internet apelando a la libertad de expresión? ¿Pero de qué libertad de expresión están hablando? Esta gente subida al carro de las libertades cuando ya rodaba no sabe porque no le interesa saber. Definir libertad de expresión es simple: se trata de no encontrar mordazas para que la gente se exprese libremente, es decir, diga lo que su conciencia le dicte.
Gracias a ello, yo tengo un blog o escribo este artículo, por ejemplo, y usted me lee; los medios de comunicación de cualquier tendencia emiten o publican cada día sin mayor problema y esperan que una serie de ciudadanos los sigan; y en el bar de mi esquina la gente pone a parir a Zapatero o a Rajoy, y no pasa nada. Eso es libertad de expresión. Ahora bien, si yo me descargo una película por internet y la veo de balde en mi sofá, me podré sentir orgulloso de habérsela colado al director, al productor, a los actores, a los distribuidores, etcétera, que esperaban comer de su oficio, sin que a mí me cueste un duro, pero no de expresarme libremente. Lo mismo ocurre si me descargo una canción o un disco entero, una novela o un poemario... Este último es mal ejemplo porque a la mayoría de la gente no le interesa la poesía y ya sabemos que ningún poeta vive de serlo.
Pero volvamos al asunto: ¿qué tiene que ver la libertad de expresión con el todo vale en Internet? Les voy a dar la respuesta: lo mismo que el presunto derecho a los libros gratis para todo quisque, incluidos aquellos que tienen de sobra para comprarlos o aquellos a los que les da ocho que ochenta tener o no tener el libro porque no piensan ni echarle un vistazo. Todos, sin embargo, enarbolarán su derecho a que el sistema educativo los surta de libros gratuitamente, porque tienen derecho.
Existe en lo más hondo de nuestra cultura española un temible desprecio por la cultura. Decía Millán Astray, lumbrera fundador de la Legión, que cuando oía hablar de cultura sacaba la pistola. Ahí se resume buena parte de lo que hoy sufrimos los que sí nos interesamos por la cultura y los que no consideramos que deba ser gratis, como no lo es el pan ni la casa ni el agua ni la electricidad. Tenemos derecho a todo eso, pero no a que nos lo den gratis. Lo que no cuesta absolutamente nada no se valora nada.
Para una cosa que iba a hacer sensatamente este alicaído gobierno que se nos muere lentamente, lo quiere hacer cuando está más en cuesta abajo y cuando sus adversarios están deseando ver cómo se estrella. Por eso la ministra González-Sinde se ha quedado sola frente a unos grupos políticos que, en otras circunstancias, tal vez hubieran votado en otro sentido. ¿Quién nos hubiera dicho, por ejemplo, que el conservador PP les iba a echar un cable a los piratas? Los piratas, los bucaneros y los cuatreros no han contribuido jamás al progreso de una civilización; acaso indirectamente, por obligar al fortalecimiento de las estructuras proteccionistas y las garantías en los procesos creativos que sí lo han dado todo por que el mundo mejore.
"Que inventen ellos...", resumía Unamuno el sentir español con respecto a la innovación europea. "...Que nosotros nos lo descagaremos", dirán ahora estos ciberamigos de lo ajeno. Si ahora prostituimos el lenguaje y a los piratas de la red -que es como decir los ladrones de un mundo virtual que cada día funciona más como real- los llamamos internautas en pro de la libertad de expresión, mañana nos arrepentiremos, cuando a los creadores -verdaderos motores del mundo- no les interese seguir creando y nuestro universo se convierta en un cambalache rancio de productos manoseados.
- Este artículo se publica asimismo en el nº 2.042 del semanario Cambio16.