No me resigno a pensar que hoy haya amanecido como si tal cosa. Ayer asistí al entierro del padre de un amigo, de un muy buen amigo, de esos íntimos que sólo se tienen una vez en la vida, aunque en esos momentos fugaces uno no lo presienta y también los viva como si tal cosa. Estuve la noche anterior en el tanatorio local, donde había un revuelo de gente charlando de lo humano y lo divino, a partes iguales, mientras los más dolientes intentaban seguir el compás que estos ritos sociales les van marcando, aunque todos tenían ganas de acostarse y taparse la cabeza y llorar. Allí hablé con mi amigo, pero no terminé de decirle lo que la muerte de su padre me ha dolido. A mí también.
Otros padres de otros amigos también se fueron, pero tal vez con ningún otro sentí esta puñalada de la vida que ni siquiera tiene la decencia de avisar, sino que se clava como tontorrona donde más duele un día como tantos. Al padre de mi amigo lo conocí al poco de conocerlo a él. Me gustaba su manera tranquila de estar en el mundo, su manera apacible de saludar cuando yo llegaba a su casa y preguntaba por el hijo y me indicaba que estaba en el cuarto como un agente del tráfico que sonreía tras sus gafas enormes. Cuando salíamos del cuarto, soltaba alguna sentencia popular que nos hacía reír como estúpidos pero que no se nos olvidaba, porque eran frases evidentes pero fundamentales.
Una vez nos emborrachamos, mi amigo más que yo. Y junto a otro amigo lo llevamos a su casa casi a rastras. Temíamos lo que nos fuéramos a encontrar al llegar a su casa. Cuando abrieron la puerta sus padres, la madre dio un grito de sorpresa , y el padre, que en paz descanse, dio media vuelta mascullando que se cagaba en la leche. Desde el mismo instante, aquel gesto suyo me hizo recapacitar sobre la grandeza de ser padre y los buches salados que uno debe tragar. Ahora yo soy padre, y mi amigo también, y me gusta imaginar que a ninguno de los dos se nos ha olvidado aquella noche y aquella lección.
Ayer tarde, mientras el sepulturero untaba cemento sobre la lápida provisional y yo no podía ver a mi amigo desconsolado, me oculté entre las calles de nichos para que nadie vislumbrara mi rebeldía contra esta puta vida que te regala veranos luminosos y luego te azota en septiembre con el amargo sabor del membrillo.
Otros padres de otros amigos también se fueron, pero tal vez con ningún otro sentí esta puñalada de la vida que ni siquiera tiene la decencia de avisar, sino que se clava como tontorrona donde más duele un día como tantos. Al padre de mi amigo lo conocí al poco de conocerlo a él. Me gustaba su manera tranquila de estar en el mundo, su manera apacible de saludar cuando yo llegaba a su casa y preguntaba por el hijo y me indicaba que estaba en el cuarto como un agente del tráfico que sonreía tras sus gafas enormes. Cuando salíamos del cuarto, soltaba alguna sentencia popular que nos hacía reír como estúpidos pero que no se nos olvidaba, porque eran frases evidentes pero fundamentales.
Una vez nos emborrachamos, mi amigo más que yo. Y junto a otro amigo lo llevamos a su casa casi a rastras. Temíamos lo que nos fuéramos a encontrar al llegar a su casa. Cuando abrieron la puerta sus padres, la madre dio un grito de sorpresa , y el padre, que en paz descanse, dio media vuelta mascullando que se cagaba en la leche. Desde el mismo instante, aquel gesto suyo me hizo recapacitar sobre la grandeza de ser padre y los buches salados que uno debe tragar. Ahora yo soy padre, y mi amigo también, y me gusta imaginar que a ninguno de los dos se nos ha olvidado aquella noche y aquella lección.
Ayer tarde, mientras el sepulturero untaba cemento sobre la lápida provisional y yo no podía ver a mi amigo desconsolado, me oculté entre las calles de nichos para que nadie vislumbrara mi rebeldía contra esta puta vida que te regala veranos luminosos y luego te azota en septiembre con el amargo sabor del membrillo.
1 comentario:
Una amargura contagiosa. Lo siento, amigo.
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