Puede parecer que no –por la promoción positivista con que han
contado en los últimos tiempos las ciencias exactas–, pero la Literatura
y las ciencias de la palabra en general no es que nos sirvan en el
mundo, sino que conforman nuestro mundo. Como nos enseñó el filósofo
austríaco Ludwig Wittgenstein, “los límites de mi pensamiento son los
límites de mi lenguaje”, que es una forma sintética de reconocer que
nuestro mundo será tan ancho como nos permitan nuestras palabras. Y por
eso la Literatura nos ayuda a ensanchar la vida, porque nos crea otras
vidas posibles, no sólo en el espacio imaginario, sino en la línea del
tiempo real que va desde el pasado sobre el que nos impulsamos hasta el
futuro sobre el que nos proyectamos.
En la segunda parte del siglo XX español, o sea, tras la guerra civil
–o incivil, que decía Unamuno–, surgieron, comprensiblemente, poetas
obsesionados con el futuro, pues la oscuridad de un régimen que se
enrocaba sobre sí mismo para privarnos de luz y esperanza justificaron
voces como la del vasco de Hernani (Guipúzcoa) Gabriel Celaya, el
seudónimo de un hombre llamado Rafael Múgica que nos descubrió aquello
de que la poesía “es un arma cargada de futuro”. Pero también surgieron
poetas obsesionados con el pasado, en buena medida por la misma razón,
como el sevillano de Los Palacios Joaquín Romero Murube –qué extremos
aparentes al norte y al sur–, al que tacharon injustamente de franquista
pese a demostrar durante las tres décadas y media en que fue
Conservador del Real Alcázar de Sevilla que era un alma libre muy por
encima del tiempo vulgar en que le tocó sobrevivir.
“La Poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento para
transformar el mundo”. La frase es de Celaya, pero también la hubiera
suscrito Murube, pues ninguno se evadió en la torre de marfil con la que
acaso soñaron en sus juventudes vanguardistas, sino que se implicaron
personalmente en la mejora de su presente porque, como decía José
Bergamín, tenían “sentido periodístico”. Otra cosa es que uno pensara
que los resortes para ese perfeccionamiento estaban por inventarse y que
otro creyera que ya estaban inventados. El caso es que, por
motivaciones y motivos diversos, ningún poeta comprometido del
mediosiglo dio por bueno el presente que le tocó, y ese común
denominador parece hoy un buen criterio para ponerlos en valor.
Romero Murube no fue el cantor de una Sevilla tópica y de pandereta
que construyeron madrileños y franceses casi un siglo antes de que él
comenzase a escribir, sino el pensador de una Sevilla eterna cuya
eternidad sólo los ignorantes tomaron por cursi. La eternidad en el
sentido murubiano tenía mucho más que ver con la puesta en valor del
perenne acervo cultural en el sentido pleno que con el rancio
inmovilismo, aunque, muerto el poeta sorpresivamente la noche del 15 de
noviembre de 1969, sólo unos pocos llegaron a entenderlo.
Tan sólo 34 días antes, Joaquín había protagonizado su último acto
público al ofrecer el Pregón de la Romería de Valme en Dos Hermanas, un
acto del que, misteriosamente, ni siquiera quedaron fotos para la
posteridad. Por no quedar, no quedó ni el propio texto del Pregón, pues
el poeta llevaba unos cuantos folios manuscritos que no fueron a parar a
imprenta alguna. El nebuloso recuerdo de sus palabras aumentó la
leyenda de su discurso para un acto piadoso que se había recuperado el
año anterior y que a la hermandad, decidida a que fuera Romero Murube su
pregonero, le había costado varias visitas y sendas negativas hasta
conseguir su compromiso. Y ha sido ahora, casi 44 años después, cuando
tres nazarenos perseverantes –el historiador Hugo Santos Gil, el
profesor de Literatura Rafael M. López Márquez y el profesor de
Filosofía Álvaro Cueli Caro– no sólo han encontrado aquellos folios
manuscritos del pregón –apaisados, como escribía Joaquín– en poder de la
familia, sino que los han publicado en el seno de un libro soberbio que
analiza con pasión y rigor la tradición literaria de Valme hasta llegar
a Romero Murube, el contenido del propio pregón y cuatro poemas previos
dedicados a la Virgen y las derivaciones filosóficas que se infieren de
él, con un título que es a la sazón un verso de Joaquín –“A la brisa de
lo eterno”– y un subtítulo que no es tan pretencioso como concluyente:
“El testamento literario de Joaquín Romero Murube”.
Como sostienen los autores, en esos últimos poemas y en ese último
pregón –también dio el de la Semana Santa sevillana en 1944–, el autor
de Los cielos que perdimos concentra todas sus preocupaciones
existenciales, desde la soledad hasta la muerte, pero, sobre todo,
demuestra cómo un poeta es también un descubridor de cosas útiles para
la vida de un pueblo que necesita imperiosamente de esa visión
ensanchadora de la realidad –no sólo hacia el futuro, también hacia el
pasado– que sólo los poetas demuestran a veces. En el caso de la Dos
Hermanas posconciliar, el escritor de periódicos que era Romero Murube
fue a contarles que su Virgen era la Virgen total, pues Valme no sólo es
una oración en sí misma, una llamada al valimiento que hizo Fernando
III el Santo al conquistar estas tierras en pleno siglo XIII y que todo
nazareno o ser humano podía seguir reclamando, sino la síntesis
semántica de todas las demás advocaciones: “Refugio, Esperanza, Caridad,
Misericordia…”. Fue a contarles, en suma, que aquella Romería en “una
carreta como altar” no estaba pasada de moda ni podía sustentarse en el
jolgorio colorista que los críticos de entonces –los mismos que
despreciaban las cofradías– se empeñaban en focalizar exclusivamente,
sino que debían sentirse orgullosos de que los hombres de campo, en
permanente contacto con el gran misterio de la creación y del cosmos,
podían conectar por ende con Dios, o sea, con lo infinito, a través de
la sencillez de su Madre, que era la misma sencillez sintética con que
los humanos le pedían: ¡Valme!. Y por eso una estrofa tan descriptiva de
una Virgen en una Romería podía convertirse en acto de fe y en veraz
construcción del sentido existencial intuido: “Antigua y joven, sentada /
a la brisa de lo eterno. / Eres esperanza cierta / en atardecer
incierto”. No era sólo el atardecer de su vida, apagada por cierto un
mes después, sino el atardecer de una época que quiso romper de súbito
con un presente que a nadie le gustaba. Sólo un poeta, con su palabra
creadora y útil, podía clarificarles que lo eterno deriva de un tiempo
que ni empieza ni acaba nunca, y que sólo el misterio del horizonte
hacia cualquier punto cardinal es nuestro asidero para no morir del
todo, todavía.
- Este artículo apareció como Tribuna en la edición del martes 21 de mayo de 2013 de El Correo de Andalucía. http://blogs.elcorreoweb.es/tribunas/2013/05/21/romero-murube-o-la-poesia-como-arma-cargada-de-pasado/