Ahora que pintan verdes, en tiempos de vacas flacas y desaceleradas, resuena la cantinela recurrente de que lo que hacen falta en este país son emprendedores. Jóvenes emprendedores, para ser exactos, como si sustantivo y adjetivo formaran la más lógica de las parejas y como si la collerita lloviera del cielo al antojo de las necesidades de cada mercado coyuntural. Ser joven es un valor en alza en los tiempos que vivimos, pero no necesariamente porque el joven tenga la oportunidad de emprender nada, sino por la posibilidad de resultarle rentable a quienes han emprendido previamente un plan de explotación virtual consistente en que el joven cante, baile o bostece frente a la cámara. En las últimas décadas, una mayoría de entre nuestra juventud -al margen de quienes prefieren ser funcionarios para no arriesgar nada- no está pensando en emprender ningún proyecto intelectual o empresarial, sino en colarse en el vagón de cola de algunas ideas tan incosistentes como vulgares y rumbosas para conseguir la oportunidad vital que la aparte de ese verbo tan incómodo de conjugar desde la áurea explosión de nuestra picaresca: trabajar.
La cultura del pelotazo o el pelotazo de dar con una oportunidad de oro aun careciendo de cultura se han fijado en los últimos años como el desideratum juvenil de muchísimos sujetos que pierden el tiempo en las aulas porque tienen la cabeza puesta en las colas de los casting, que han proliferado como la espuma entre los platós de televisión y la calle. Y ahora que la crisis aprieta, aumentan tales colas, como si fuesen el elixir de la esperanza desesperada. Y para recochineo público, resurgen las campañas de imagen de determinados famosos dándoselas de emprendedores de veras. Así, la modelo británica Kate Moss sale en las revistas presentando su nuevo libro de cocina. Sí, la misma modelo que protagonizó escándalos con la coca y que pasa más tiempo escondiéndose de los paparazzis que en la pasarela. La misma que más que probablemente no sabe freír un huevo ni pasarlo por agua ni estrellarlo con espárragos.
Lo de emprender está muy bien entre la gente guapa, que tiene tiempo para todo, después del trabajo, las citas, las poses, las entrevistas y los romances. Después de todo ello, Christina Aguilera diseña joyas y Penélope Cruz diseña ropa. Hasta Isabel Pantoja montó un restaurante antes del pelotazo marbellí, claro. Últimamente, esta gente es la única que emprende y la única que sale en las fotos, mientras crece por cientos de miles la lista del paro entre los demás.
El emprendedor y la I+D+i podrían ser la clave nacional si hubiésemos sembrado suficiente en estos años pasados de vacas gordas aceleradas, pero no ha sido así. Ni siquiera los gobiernos han apoyado la cultura del esfuerzo, el conocimiento crítico y el valor de las ideas autónomas, sino, más bien al contrario, la contracultura de una pseudopedagogía del divertimento, el desconocimiento borreguil y el valor de los planes colectivos alternativos. Verbigracia, la alternativa al botellón para la masa juvenil, que es muy reivindicativa con sus derechos, incluidos los de pasar de curso con cuatro cates.
Ante este panorama, la llegada del nuevo ministro de Educación -y Universidades- al remodelado Gobierno, el filósofo vasco Ángel Gabilondo, se me antoja un fogonazo verde y esperanzador, como aquella ramita machadiana en el olmo seco de nuestro sistema educativo. El nuevo ministro habla ahora de lo que muchos llevamos hablando hace tantos años, de un gran pacto por la educación en España. Imaginamos que se refiere a un acuerdo global para no cambiar el sota-caballo-rey del conocimiento y su adquisición gobierne quien gobierne, para reforzar las clases de lengua española, de matemáticas y de idiomas y para consolidar un nuevo orden estudiantil basado en el gusto por aprender y en la necesidad de hacerlo. Una durísima tarea que emprender, y a contrarreloj.
- Este artículo aparece también publicado en el número 1.951 del semanario Cambio16.
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