Tal día como mañana, 30 de octubre, de hace justo un siglo, nació en Orihuela (Alicante) un niño cualquiera en una familia cualquiera. Se llamaba Miguel Hernández Gilabert, pero la historia de la literatura y el desamparo lo habrían de convertir en muy poco tiempo, teniendo en cuenta que murió con sólo 31 años, en uno de los más grandes poetas en castellano de todos los tiempos. Tal vez el más comprometido, tal vez el que peor suerte destiló para salvar su pellejo. Pagó su valentía contra el Fascismo al precio de su sangre. Y todo, increíblemente de prisa.
Hablar hoy de Miguel Hernández es hablar de poesía y vida entreveradas con palabras que, al tiempo que son palabras, no son palabras que se lleve el viento, porque el Viento es del Pueblo, ese pueblo del que Miguel Hernández levanta su persona y su poesía, ese pueblo nutrido de jornaleros y de niños desarrapados y explotados por la avaricia, ese pueblo que se levanta y clama contra el Cielo y contra el rico, pero que también es capaz de amar y llorar profundamente, por una idea, por una mujer, por un niño que se muere o por otro que sólo como cebollas.
Miguel Hernández sigue descolocado hoy en los libros porque es un poeta sin generación. Nació tarde para incorporarse a la Generación del 27 y murió temprano para pertenecer a esa otra Generación que llamaron del 36. Sin embargo, su verso, que es a la postre lo trascendente y lo que importa, está perfectamente colocado en nuestros corazones y en la memoria de un pueblo que lo invoca. Miguel Hernández es un poeta del pueblo pero no popular en el sentido que se le da a esta palabra, porque su poesía nace de una auténtica vocación de cultura, de un hambre insaciable de la lectura de los grandes, del dominio de la sintaxis, del acierto de la palabra precisa, del ansia de conseguir lo que el pueblo siempre quiso decir pero que sólo Miguel supo decir como nadie.
Un ejemplo:
Un ejemplo:
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
Mañana contaré lo que sé de él en El Casino de Los Palacios y Villafranca. Luego, lo resucitaremos leyendo su palabra.