La Constitución de 1978 que nos ampara a todos los españoles ha tenido en estos 33 años de vida la virtud de no ser atacada por nadie porque nadie se atrevió a tocarla, como un totem sagrado al que hay que mirar de lejos o como esa idea de la monarquía que se ha ido asentando en nuestro país bajo el tácito acuerdo social de que los reyes no se meten con nosotros y nosotros no nos metemos con ellos. Tras la dureza del franquismo, un texto lo suficientemente ambiguo y solemne como para dar esperanza a todos los españoles -con vivienda o sin ella, pero con derecho a tenerla, por ejemplo- ha cosechado tan sólo la simpatía de que a la gente menor de 50 años sólo le connote nuestra Carta Magna un magnífico puente, junto a la festividad de la Inmaculada -en un país aconfesional, pero aquí no importa-, como antesala de la Navidad.
Desde pequeños, nos inculcaron que la Ley de Leyes era intocable. Y todos nos conformamos porque quien más quien menos era consciente de lo que tuvo que costarles a los padres de la Constitución redactar aquellos artículos en la tensión de la Transición como para que ahora lleguemos nosotros, burguesitos de tres al cuarto, para reformular cualquier cosa. Lo que no molesta no hay que tocarlo. Por eso se han encendido tanto las alarmas cuando ahora, en cuestión de unos días, se le ocurre a nuestro languidecente presidente incluir en la Constitución un techo de gasto para impedir que a futuros presidentes les ocurra lo que le ha ocurrido a él: que se le ha ido la mano en el derroche. La gran sorpresa nacional ha sido que su máximo contricante, este Mariano Rajoy que sólo espera que se caigan los ramos ellos solos, ha estado completamente de acuerdo por primera vez en su vida. Es decir, el PSOE parece haber escarmentado por la crisis descomunal que no ha sido capaz de mitigar tan sólo un poquito, aunque ya sabemos que es global, y el PP ha visto la puerta abierta a esa tentación tan de las derechas de recortar a toda costa, y si se convierte en mandato constitucional, mejor que mejor. Mi abuela, que en paz descanse, hubiera dicho que se han juntado el hambre con las ganas de comer.
Esta repentina coincidencia entre PSOE y PP, los protagonistas del bipartidismo congénito que sufre España -no de ahora, desde siempre, desde los tiempos del turnismo- ha sido muy sospechosa, máxime a falta de dos o tres meses para unas elecciones generales adelantadas porque la situación se hace insostenible. Todo el mundo ha sospechado que los dos grandes delanteros de la política española se han crecido demasiado en la representatividad social que creen albergar. Por eso individualidades insignes como el economista y novelista José Luis Sampedro y todos los partidos minoritarios del orbe español han saltado como mordidos donde más duele.
Critican, fundamentalmente, que se hayan erigido en representates repentinos de la voluntad de todo un pueblo -el español-, sin necesidad de referendos o algo parecido, y que si la Constitución limita la capacidad de déficit estaremos acabando con el estado del bienestar que tanto ha costado lograr en las últimas décadas. Es posible que en ambas críticas lleven razón, pero a mí lo que más me preocupa son otras tres cosas, a saber:
Que una inclusión de este tipo en la Constitución estaría limitando nuestra capacidad de responsabilizarnos como estado de la suerte de nuestra economía. (Me recuerda bastante todo esto a cuando mi padre me abrió la alcancía y yo podía disponer de todo el dinero, pero no lo hacía porque me estaba convirtiendo en un hombre, por fin).
Que las administraciones públicas no pueden funcionar nunca como una empresa privada, por mucho que diga el PP, porque hay gastos corrientes cuyo eficiente resultado (beneficios) tardan demasiados ejercicios fiscales en surgir públicamente. (Pensemos en materias como el medioambiente, la educación o la sanidad, por ejemplo).
Y, sobre todo, que hemos elegido el peor momento de la democracia para debatirlo, cegados por la mayor crisis que nadie imaginaba y liderados por los peores políticos que uno podría echarse a la cara: uno absolutamente rendido y el otro absolutamente aprovechado de esa rendición, sin capacidad alguna para dar respuestas eficaces a tantos millones de indignados, que más allá del 15-M, somos todos.
Por todo ello, una reforma de la Constitución debería esperar a cogernos frescos, después de tanta borrachera.
Desde pequeños, nos inculcaron que la Ley de Leyes era intocable. Y todos nos conformamos porque quien más quien menos era consciente de lo que tuvo que costarles a los padres de la Constitución redactar aquellos artículos en la tensión de la Transición como para que ahora lleguemos nosotros, burguesitos de tres al cuarto, para reformular cualquier cosa. Lo que no molesta no hay que tocarlo. Por eso se han encendido tanto las alarmas cuando ahora, en cuestión de unos días, se le ocurre a nuestro languidecente presidente incluir en la Constitución un techo de gasto para impedir que a futuros presidentes les ocurra lo que le ha ocurrido a él: que se le ha ido la mano en el derroche. La gran sorpresa nacional ha sido que su máximo contricante, este Mariano Rajoy que sólo espera que se caigan los ramos ellos solos, ha estado completamente de acuerdo por primera vez en su vida. Es decir, el PSOE parece haber escarmentado por la crisis descomunal que no ha sido capaz de mitigar tan sólo un poquito, aunque ya sabemos que es global, y el PP ha visto la puerta abierta a esa tentación tan de las derechas de recortar a toda costa, y si se convierte en mandato constitucional, mejor que mejor. Mi abuela, que en paz descanse, hubiera dicho que se han juntado el hambre con las ganas de comer.
Esta repentina coincidencia entre PSOE y PP, los protagonistas del bipartidismo congénito que sufre España -no de ahora, desde siempre, desde los tiempos del turnismo- ha sido muy sospechosa, máxime a falta de dos o tres meses para unas elecciones generales adelantadas porque la situación se hace insostenible. Todo el mundo ha sospechado que los dos grandes delanteros de la política española se han crecido demasiado en la representatividad social que creen albergar. Por eso individualidades insignes como el economista y novelista José Luis Sampedro y todos los partidos minoritarios del orbe español han saltado como mordidos donde más duele.
Critican, fundamentalmente, que se hayan erigido en representates repentinos de la voluntad de todo un pueblo -el español-, sin necesidad de referendos o algo parecido, y que si la Constitución limita la capacidad de déficit estaremos acabando con el estado del bienestar que tanto ha costado lograr en las últimas décadas. Es posible que en ambas críticas lleven razón, pero a mí lo que más me preocupa son otras tres cosas, a saber:
Que una inclusión de este tipo en la Constitución estaría limitando nuestra capacidad de responsabilizarnos como estado de la suerte de nuestra economía. (Me recuerda bastante todo esto a cuando mi padre me abrió la alcancía y yo podía disponer de todo el dinero, pero no lo hacía porque me estaba convirtiendo en un hombre, por fin).
Que las administraciones públicas no pueden funcionar nunca como una empresa privada, por mucho que diga el PP, porque hay gastos corrientes cuyo eficiente resultado (beneficios) tardan demasiados ejercicios fiscales en surgir públicamente. (Pensemos en materias como el medioambiente, la educación o la sanidad, por ejemplo).
Y, sobre todo, que hemos elegido el peor momento de la democracia para debatirlo, cegados por la mayor crisis que nadie imaginaba y liderados por los peores políticos que uno podría echarse a la cara: uno absolutamente rendido y el otro absolutamente aprovechado de esa rendición, sin capacidad alguna para dar respuestas eficaces a tantos millones de indignados, que más allá del 15-M, somos todos.
Por todo ello, una reforma de la Constitución debería esperar a cogernos frescos, después de tanta borrachera.