Presuntamente, el excelentísimo señor duque consorte de Palma de Mallorca, Iñaki Urdangarín, llevaba años convertido en un talismán por el que multitud de instituciones o empresas estaban dispuestas a apostar simplemente por ser quien era. Presuntamente, a multitud de instituciones o empresas (verbigracia, el Valencia C.F. o la inmobiliaria Aizoon) no les importaba invertir cantidades millonarias en un instituto, el Nóos, presuntamente sin ánimo de lucro, pero que final y presuntamente sí se lucraba, pero indirectamente. Ahí está la gracia de este laberinto real, o presunto, según dictaminen finalmente los presuntos jueces que presuntamente están investigando el célebre caso IU. Me explico sin trabalenguas: presuntamente todo el mundo era solidario pero finalmente todo el mundo se forraba. Y con dinero público, y ahí radica el dolo o, en román paladino, la real sinvergonzonería. Como guinda del edulcarado pastel, la Casa Real, presuntamente, no sabía nada de nada, aunque cada día se entera uno de que sabía un poquito, pero un poquito casi nada.
Como en este país nuestro, dechado de democracia, a todo el mundo hay que respetarle su presunción de inocencia, sobre todo si es Grande de España, como es el caso, nuestro estado de derecho no pudo soportar aquel grito de "¡Viva la República, muerte al Borbón!" proferido por Joan Tardà, diputado de ERC, hace tres años, y el propio Tardà, contra quien la Fiscalía del Estado achuchó a la Policía para ser investigado a fondo -como reprimenda-, tuvo que matizar su grito y explicar que se refería a la Monarquía en general y no a nuestro querido rey Juan Carlos I. En realidad, Tardà, lejos de mitigar su polémica, la encendió más porque, coloquialmente hablando, no se cagó en el rey sino en sus muertos, es decir, en sus antepasados, al considerar que su frase no era sino una cita histórica que recordaba el grito popular catalán contra el primer Borbón que aterrizó en España: el duque de Anjou, convertido en Felipe V en 1700 para empezar a gobernarnos a todos, concluida la dinastía de los Austrias. No obstante, como a las élites de este país les convino cerrar la herida contra la Corona cuanto antes, los mandamases de la justicia miraron para otro lado y Tardá alcanzó la categoría de friki, que siempre es la vía de escape más indulgente antes de que la justicia se ponga farruca.
Ahora que más de uno se acuerda de la frasecita de Tardà no por reminiscencias históricas sino por pruebas actuales contra el duque consorte Urdangarín, marido de la Infanta Cristina y por ende metido en familia borbónica, nuestro sabio rey Juan Carlos I tardó solamente 48 horas a partir de que los medios de comunicación sugirieran la posible imputación de su excelentísimo yernazo en salir a la palestra pública para anunciar que lo retiraba de cualquier acto institucional de la Corona. La reacción me recordó, con el perdón y respeto debidos, al chiste del gitano que roba el cochino y es sorprendido a mitad de camino por el guardia civil. "¿Qué llevas ahí en el hombro?", le pregunta el agente. El gitano mira el cerdo que viene arrastrando y grita, sorprendido: "¡¡Quita, bicho, bicho...!!". Tal vez el chiste como símil no sea el más acertado porque en este caso el rey era completamente ajeno a cualquier bicho. Tal vez. Pero en ello anda la investigación. Y el relato periodístico como nuestro pan amargo de cada día.
En cualquier caso, el problema, que comienza a ir más allá de la presunción, lo tiene el rey en su casa, aunque no saque al ínclito en las fotos. Habrá que escucharlo en la intimidad, si es que el rey tiene intimidad. Seguramente reflexionará para sus adentros más profundos que, después de pensar que su nuera, la bella Leticia, iba a suponer una revolución en casa, al final el revolucionario ha sido el balonmanista que se convirtió en príncipe azul. Urdangarín se parece mucho a su cuñado el príncipe. Nació dos semanas antes que él. Y la única diferencia parecía ser el color de la sangre, que no era azul del todo, pero todo llega con cierto esfuerzo; su carita de no haber roto un plato y su prudente silencio lo terminaron de resolver todo, hasta que las señoras lo vieron, al fin y al cabo, como otro príncipe más. Y no sólo las señoras. También las señoritas y hasta las empresas de medio mundo, a las que no les ha importado ser solidarias hasta el extremo sólo porque Urdangarín pasaba por allí. O más bien por ser quien era. Ya era duque, por lo menos. "Siendo quien es y allí estaba como cualquiera", oye uno a menudo, en referencia a un grande de su pueblo, no ya de las Españas o las Dos Sicilias. Pues imagínate con el excelentísimo IU. Lo feo del cuento es que nadie era tan solidario, porque lo que daban por una puerta lo recuperaban con creces por otra. Claro. Los cuentos de hadas son mentira. Y las princesas, un negocio morrocotudo de Disney. Pero todo eso lo descubre uno después de lo de que los reyes son los padres.
Ahora que somos desgraciadamente adultos, convendría reflexionar en serio sobre la legitimidad de la Monarquía en España. Para no liarnos demasiado, pensar sencillamente en la dinastía que mantenemos aquí, la de los Borbones, con cientos de ramificaciones y aspirantes al trono repartidos por media Europa pero con el ancla bien echada en nuestra Zarzuela.
Cuando, hace siglos o milenios, el rey era el más valiente, el más solidario, el más fuerte y el más capaz, nadie discutía su posición. Cuando el mérito se empezó a heredar, como pasó en todas las casas nobiliarias, el privilegio empezó a discutirse. Pero los privilegiados encontraron siempre atajos para su legitimidad. Ni la Revolución Francesa, que acabó ejecutando al pre-Borbón Luis XVI en 1793, pudo evitar una restauración de la Corona en Francia en 1815, pero la Monarquía fue abolida en el país vecino, definitivamene, en 1848. Y ya ha llovido. En España, sin embargo, después de haber sufrido al peor de los Borbones, Fernando VII -que por aquí, recuérdese, apodamos "El Deseado"- hubo un siglo en el que, entre regencias y dictaduras, pareció que iba a diluirse el sueño monárquico también. Pero no. Agonizó Franco en su cama dejándonos otro rey en herencia dictatorial. Juan Carlos I va para medio siglo haciendo méritos en el contexto de nuestra consolidada democracia para que nadie se atreva a echarlo. Desde su papelón cuando el intento de golpe de Estado de Tejero, ha mantenido las distancias, magistralmente, para que nadie ponga su trono en solfa. De modo que el debate de la Corona se ha ceñido a un debate de su persona. Y por eso ha sobrevivido excelentemente.
Ahora llega un príncipe que no es príncipe, un yerno convertido en yernazo y unos negocios que a la Casa Real nunca le hicieron falta para hacer la Revolución desde dentro y empezar a carcomer la legimidad borbónica desde una de sus alcobas, la de la Niña Cristina, casada con un balonmanista cuyas manos, queriendo ser azules, se pasaron de azulonas para llegar al celestón, al color celestino del terreno peligroso. Por eso la Corona española tiembla; porque nunca imaginó que un duque acabara haciéndoles la revolución.
Como en este país nuestro, dechado de democracia, a todo el mundo hay que respetarle su presunción de inocencia, sobre todo si es Grande de España, como es el caso, nuestro estado de derecho no pudo soportar aquel grito de "¡Viva la República, muerte al Borbón!" proferido por Joan Tardà, diputado de ERC, hace tres años, y el propio Tardà, contra quien la Fiscalía del Estado achuchó a la Policía para ser investigado a fondo -como reprimenda-, tuvo que matizar su grito y explicar que se refería a la Monarquía en general y no a nuestro querido rey Juan Carlos I. En realidad, Tardà, lejos de mitigar su polémica, la encendió más porque, coloquialmente hablando, no se cagó en el rey sino en sus muertos, es decir, en sus antepasados, al considerar que su frase no era sino una cita histórica que recordaba el grito popular catalán contra el primer Borbón que aterrizó en España: el duque de Anjou, convertido en Felipe V en 1700 para empezar a gobernarnos a todos, concluida la dinastía de los Austrias. No obstante, como a las élites de este país les convino cerrar la herida contra la Corona cuanto antes, los mandamases de la justicia miraron para otro lado y Tardá alcanzó la categoría de friki, que siempre es la vía de escape más indulgente antes de que la justicia se ponga farruca.
Ahora que más de uno se acuerda de la frasecita de Tardà no por reminiscencias históricas sino por pruebas actuales contra el duque consorte Urdangarín, marido de la Infanta Cristina y por ende metido en familia borbónica, nuestro sabio rey Juan Carlos I tardó solamente 48 horas a partir de que los medios de comunicación sugirieran la posible imputación de su excelentísimo yernazo en salir a la palestra pública para anunciar que lo retiraba de cualquier acto institucional de la Corona. La reacción me recordó, con el perdón y respeto debidos, al chiste del gitano que roba el cochino y es sorprendido a mitad de camino por el guardia civil. "¿Qué llevas ahí en el hombro?", le pregunta el agente. El gitano mira el cerdo que viene arrastrando y grita, sorprendido: "¡¡Quita, bicho, bicho...!!". Tal vez el chiste como símil no sea el más acertado porque en este caso el rey era completamente ajeno a cualquier bicho. Tal vez. Pero en ello anda la investigación. Y el relato periodístico como nuestro pan amargo de cada día.
En cualquier caso, el problema, que comienza a ir más allá de la presunción, lo tiene el rey en su casa, aunque no saque al ínclito en las fotos. Habrá que escucharlo en la intimidad, si es que el rey tiene intimidad. Seguramente reflexionará para sus adentros más profundos que, después de pensar que su nuera, la bella Leticia, iba a suponer una revolución en casa, al final el revolucionario ha sido el balonmanista que se convirtió en príncipe azul. Urdangarín se parece mucho a su cuñado el príncipe. Nació dos semanas antes que él. Y la única diferencia parecía ser el color de la sangre, que no era azul del todo, pero todo llega con cierto esfuerzo; su carita de no haber roto un plato y su prudente silencio lo terminaron de resolver todo, hasta que las señoras lo vieron, al fin y al cabo, como otro príncipe más. Y no sólo las señoras. También las señoritas y hasta las empresas de medio mundo, a las que no les ha importado ser solidarias hasta el extremo sólo porque Urdangarín pasaba por allí. O más bien por ser quien era. Ya era duque, por lo menos. "Siendo quien es y allí estaba como cualquiera", oye uno a menudo, en referencia a un grande de su pueblo, no ya de las Españas o las Dos Sicilias. Pues imagínate con el excelentísimo IU. Lo feo del cuento es que nadie era tan solidario, porque lo que daban por una puerta lo recuperaban con creces por otra. Claro. Los cuentos de hadas son mentira. Y las princesas, un negocio morrocotudo de Disney. Pero todo eso lo descubre uno después de lo de que los reyes son los padres.
Ahora que somos desgraciadamente adultos, convendría reflexionar en serio sobre la legitimidad de la Monarquía en España. Para no liarnos demasiado, pensar sencillamente en la dinastía que mantenemos aquí, la de los Borbones, con cientos de ramificaciones y aspirantes al trono repartidos por media Europa pero con el ancla bien echada en nuestra Zarzuela.
Cuando, hace siglos o milenios, el rey era el más valiente, el más solidario, el más fuerte y el más capaz, nadie discutía su posición. Cuando el mérito se empezó a heredar, como pasó en todas las casas nobiliarias, el privilegio empezó a discutirse. Pero los privilegiados encontraron siempre atajos para su legitimidad. Ni la Revolución Francesa, que acabó ejecutando al pre-Borbón Luis XVI en 1793, pudo evitar una restauración de la Corona en Francia en 1815, pero la Monarquía fue abolida en el país vecino, definitivamene, en 1848. Y ya ha llovido. En España, sin embargo, después de haber sufrido al peor de los Borbones, Fernando VII -que por aquí, recuérdese, apodamos "El Deseado"- hubo un siglo en el que, entre regencias y dictaduras, pareció que iba a diluirse el sueño monárquico también. Pero no. Agonizó Franco en su cama dejándonos otro rey en herencia dictatorial. Juan Carlos I va para medio siglo haciendo méritos en el contexto de nuestra consolidada democracia para que nadie se atreva a echarlo. Desde su papelón cuando el intento de golpe de Estado de Tejero, ha mantenido las distancias, magistralmente, para que nadie ponga su trono en solfa. De modo que el debate de la Corona se ha ceñido a un debate de su persona. Y por eso ha sobrevivido excelentemente.
Ahora llega un príncipe que no es príncipe, un yerno convertido en yernazo y unos negocios que a la Casa Real nunca le hicieron falta para hacer la Revolución desde dentro y empezar a carcomer la legimidad borbónica desde una de sus alcobas, la de la Niña Cristina, casada con un balonmanista cuyas manos, queriendo ser azules, se pasaron de azulonas para llegar al celestón, al color celestino del terreno peligroso. Por eso la Corona española tiembla; porque nunca imaginó que un duque acabara haciéndoles la revolución.
2 comentarios:
como siempre magnifico alvaro(a pesar de ser de encargo)solo comentar que a mi parecer el monarca se ha quedado corto al apartar solo al yernazo de la corona,a la hija tambien,pues es de cajon que ella esta al tanto de los negocios de su marido.¿al comprar un palacete de 6 millones de euros ella no le pregunto de donde lo has sacado cariño?
Excelente
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