Para quienes se ven en la terrorífica tesitura de abortar, o sea, ciertas mujeres, la situación es tan dramática, por definición, que no ha lugar la barata moralina política ni el deshumanizado análisis de rentabilidades. Debe de ser una de las modalidades más lastimeras del horror vacui. De modo que todas esas impostadas reflexiones ministeriales, mientras el país no sale de su abismo, deben de sonarles estúpidas a más de una protagonista a su pesar, deseosas de que sean los responsables públicos quienes aborten estupideces para la reconducción seria del contexto común. Y sin embargo, no sólo hemos de soportar el soporífero debate de estupideces gubernamentales mientras hay tanto por resolver, sino que precisamente nos deben de tomar por estúpidos cuando tantos de estos estúpidos debates terminan diluyéndose en la estupidez ambiental fomentada como cortina de humo a favor de intereses tan particulares.
Los gobernantes están para gobernar, que en puridad es resolver problemas, no crearlos. Y el principal problema de nuestro tiempo es el paro, como han reconocido tantas veces, por otra parte, los políticos de este PP que, a ratos, nos parece tan liberal en el pragmático sentido de la palabra, y a ratos, tan mojigato. Si el problema fundamental es el paro, y no se resuelve, ¿a qué vienen tantos empeños en resolver problemas que los ciudadanos no reclaman? Los últimos episodios protagonizados por responsables del PP y la ciudadanía radicalizada -vuelta a la raíz; o condenada a ella- nos ofrecen una doble respuesta, que oscila entre el aparente paternalismo de unos liberales que no se aclaran y los negocios parciales y abyectos que subyacen en sus endebles argumentarios y que a la postre descubrimos, cuando claudican por falta de razón y convencimiento.
Uno de ellos es la construcción de un bulevar en Gamonal, Burgos, que nadie reivindicaba, salvo los constructores del mismo, que en connivencia con los propios gobernantes habían visto una fantástica y duradera oportunidad de negocio. Tras semanas de revolución ciudadana, hasta convertir Gamonal en el símbolo del poder modificador de los abajo en esta democracia tan desentrenada, aparece el alcalde en rueda de prensa para decir que vale, que los ciudadanos ganan, que el bulevar no se hace, que se rinden, que más vale la paz social que unos euros mal ganados. Como si los proyectos emprendidos por la administración tuvieran que leerse en cierta clave bélica y no como la materialización de la voluntad popular.
El segundo es el intento de privatización de media docena de hospitales madrileños. Tras la constante lucha por evitarnos volver al pasado de esos profesionales constituidos en marea blanca, y tras tantos reveses ciudadanos, políticos y judiciales, también salen en rueda de prensa el presidente madrileño, Ignacio González, para decir que vale, que se paraliza la privatización, que la gente gana, y su consejero, Javier Fernández-Lasquetty, para marcharse a casa, perdida la batalla. De nuevo como si hacer política fuera cuestión de batallas y no de materializaciones de la voluntad popular. De nuevo la política como un ejercicio de rentabilidades particulares y no como la consecución de sueños generales. Un sueño general -y conseguido hace tan poco que nuestros abuelos aún desconfiaban, y con razón- fue precisamente el acceso de todos a la sanidad pública. De repente, un ser humano podía ser asistido directa y gratuitamente en cuanto enfermaba, y no era necesario haber ahorrado lo inasumible para sobrevivir a cualquier mal de la vejez. Esa conquista, tan inaudita en la historia de la humanidad, empezaba a resquebrajarse con el proyecto sanitario del PP madrileño, cuyos exconsejeros del ramo habían rentabilizado ya su fácil traspaso de lo público a lo privado con operaciones parecidas a la fracasada esta vez. Tales operaciones fueron tan sencillas como burdas: amaño para privatizar mientras gobierno lo público para garantizar mi negocio privado al salir de lo público. O dicho de otra forma: desmantelo lo público pero garantizo mi futuro privado.
Ambos ejemplos recientes han desembocado en el mismo fracaso por la lucha de los ciudadanos, espoleados por la desesperación generalizada. Con lo que, con cierta perspectiva de lo ocurrido, uno concluye que la estrategia gubernamental era la clásica del 'si cuela, cuela'. No ha colado, pero hay más oportunidades; quedan dos años.
El disparate de reformar una ley del aborto que contentaba a la mayoría vuelve a colocarnos sobre el mismo esquema: solucionar un problema que la ciudadnía no reivindica, o crear problemas en vez de solucionarlos. ¿Estupidez? A estas alturas, uno empieza a pensar que, más allá de la aparente estupidez, subyacen estrategias rentabilizadoras. Pero en un asunto tan dramático como el del aborto, en el que las prohibiciones desembocan en clandestinidades o en negocios particularísimos -de nuevo- de clínicas privadas, a uno se le pone la piel de gallina... Relacionar la reforma del aborto con la mejora de la economía, como ha hecho el gobierno, no sólo nos parece vomitivo, sino terrorífico. No entendemos si nos toman como ganado o, peor, como instrumento barato en el acostumbrado sentido de los totalitarismos. ¿La economía de quiénes mejorará esta reforma del aborto? Ninguna respuesta nos parece éticamente soportable.