martes, 28 de enero de 2014

Aborto de estupideces

Para quienes se ven en la terrorífica tesitura de abortar, o sea, ciertas mujeres, la situación es tan dramática, por definición, que no ha lugar la barata moralina política ni el deshumanizado análisis de rentabilidades. Debe de ser una de las modalidades más lastimeras del horror vacui. De modo que todas esas impostadas reflexiones ministeriales, mientras el país no sale de su abismo, deben de sonarles estúpidas a más de una protagonista a su pesar, deseosas de que sean los responsables públicos quienes aborten estupideces para la reconducción seria del contexto común. Y sin embargo, no sólo hemos de soportar el soporífero debate de estupideces gubernamentales mientras hay tanto por resolver, sino que precisamente nos deben de tomar por estúpidos cuando tantos de estos estúpidos debates terminan diluyéndose en la estupidez ambiental fomentada como cortina de humo a favor de intereses tan particulares.

    Los gobernantes están para gobernar, que en puridad es resolver problemas, no crearlos. Y el principal problema de nuestro tiempo es el paro, como han reconocido tantas veces, por otra parte, los políticos de este PP que, a ratos, nos parece tan liberal en el pragmático sentido de la palabra, y a ratos, tan mojigato. Si el problema fundamental es el paro, y no se resuelve, ¿a qué vienen tantos empeños en resolver problemas que los ciudadanos no reclaman? Los últimos episodios protagonizados por responsables del PP y la ciudadanía radicalizada -vuelta a la raíz; o condenada a ella- nos ofrecen una doble respuesta, que oscila entre el aparente paternalismo de unos liberales que no se aclaran y los negocios parciales y abyectos que subyacen en sus endebles argumentarios y que a la postre descubrimos, cuando claudican por falta de razón y convencimiento.

    Uno de ellos es la construcción de un bulevar en Gamonal, Burgos, que nadie reivindicaba, salvo los constructores del mismo, que en connivencia con los propios gobernantes habían visto una fantástica y duradera oportunidad de negocio. Tras semanas de revolución ciudadana, hasta convertir Gamonal en el símbolo del poder modificador de los abajo en esta democracia tan desentrenada, aparece el alcalde en rueda de prensa para decir que vale, que los ciudadanos ganan, que el bulevar no se hace, que se rinden, que más vale la paz social que unos euros mal ganados. Como si los proyectos emprendidos por la administración tuvieran que leerse en cierta clave bélica y no como la materialización de la voluntad popular.

    El segundo es el intento de privatización de media docena de hospitales madrileños. Tras la constante lucha por evitarnos volver al pasado de esos profesionales constituidos en marea blanca, y tras tantos reveses ciudadanos, políticos y judiciales, también salen en rueda de prensa el presidente madrileño, Ignacio González, para decir que vale, que se paraliza la privatización, que la gente gana, y su consejero, Javier Fernández-Lasquetty, para marcharse a casa, perdida la batalla. De nuevo como si hacer política fuera cuestión de batallas y no de materializaciones de la voluntad popular. De nuevo la política como un ejercicio de rentabilidades particulares y no como la consecución de sueños generales. Un sueño general -y conseguido hace tan poco que nuestros abuelos aún desconfiaban, y con razón- fue precisamente el acceso de todos a la sanidad pública. De repente, un ser humano podía ser asistido directa y gratuitamente en cuanto enfermaba, y no era necesario haber ahorrado lo inasumible para sobrevivir a cualquier mal de la vejez. Esa conquista, tan inaudita en la historia de la humanidad, empezaba a resquebrajarse con el proyecto sanitario del PP madrileño, cuyos exconsejeros del ramo habían rentabilizado ya su fácil traspaso de lo público a lo privado con operaciones parecidas a la fracasada esta vez.  Tales operaciones fueron tan sencillas como burdas: amaño para privatizar mientras gobierno lo público para garantizar mi negocio privado al salir de lo público. O dicho de otra forma: desmantelo lo público pero garantizo mi futuro privado. 

    Ambos ejemplos recientes han desembocado en el mismo fracaso por la lucha de los ciudadanos, espoleados por la desesperación generalizada. Con lo que, con cierta perspectiva de lo ocurrido, uno concluye que la estrategia gubernamental era la clásica del 'si cuela, cuela'. No ha colado, pero hay más oportunidades; quedan dos años.

    El disparate de reformar una ley del aborto que contentaba a la mayoría vuelve a colocarnos sobre el mismo esquema: solucionar un problema que la ciudadnía no reivindica, o crear problemas en vez de solucionarlos. ¿Estupidez? A estas alturas, uno empieza a pensar que, más allá de la aparente estupidez, subyacen estrategias rentabilizadoras. Pero en un asunto tan dramático como el del aborto, en el que las prohibiciones desembocan en clandestinidades o en negocios particularísimos -de nuevo- de clínicas privadas, a uno se le pone la piel de gallina... Relacionar la reforma del aborto con la mejora de la economía, como ha hecho el gobierno, no sólo nos parece vomitivo, sino terrorífico. No entendemos si nos toman como ganado o, peor, como instrumento barato en el acostumbrado sentido de los totalitarismos. ¿La economía de quiénes mejorará esta reforma del aborto? Ninguna respuesta nos parece éticamente soportable.

viernes, 17 de enero de 2014

Otra vez desde Burgos, mil años después

Puede contemplarse la Historia de España como una sucesión de civilizaciones yuxtapuestas, al albur de intereses o circunstancias irreversibles, o como una trama teledirigida por alguna Providencia controlada a su vez por el nacionalcatolicismo del que este país es grasientamente heredero cuyo planteamiento es la espada del Cid contra el infiel y cuyo desenlace es la unidad de la nación bajo el báculo de Rajoy. Pero se opte por cualquiera de las opciones historiográficas que se opte, convendremos en la capital importancia de Burgos para este territorio peninsular sobre el que quienes pisamos sólo logramos ponernos de acuerdo, y sólo a veces, geográficamente hablando. De Burgos fue expulsado, por un rey malaconsejado, el héroe preburgués sobre el que se consolidó nuestra epopeya nacional, allá por el siglo XI, antes de que algún fantasioso clérigo abriera el pergamino en blanco para dar razón de las razones del de Vivar. En Burgos se levantan hoy barricadas por otra injusticia local, con la diferencia de que ahora al Rey le basta y le sobra con sus propios asuntos y los defensores del vulgo toman como infieles a los bomberos que llegan a apagar ese fuego que tanto daño hace a esta España nuestra. Pero salvando las distancias temporales, es curioso que sea Burgos -tan modosita y tan poco televisiva, por lo general- la que aglutina, entonces y ahora, la causa nacional desde problemas puramente locales. Tal vez quienes creen en el destino tengan algo de razón.

    El caso es que Burgos en llamas nos recordaba esta semana a tantos lugares orientales acostumbrados a los telediarios. Pero no. Era la modosita Burgos, la misma, a la que vista desde la pantalla de la tele no la hubiera reconocido ni el mismísimo Cid ni el mismísimo Rey, que ahora, como decimos, tiene sus ojos en otras afrentas. La última, la del conspirador juez Castro, empeñado en culpar a su hija de enredos que sólo su yernazo malhallado sabría desenredar, si lo obligaran, que para eso dijo el monarca aquello de que todos somos iguales ante la Justicia... pero sin pensar que a la Justicia le diera por conspiraciones de tan altos vuelos. Los reyes de antes hablaban y siempre había un disimulado lacayo para literaturizar sus discursos. Los reyes de hoy hablan -al menos el nuestro- y nos tomamos su discurso al pie de la letra. El vulgo no tiene remedio.

    Ni ahora que nos agasajaron con una democracia nos conformamos. O tal vez sea esta pobreza galopante la que nos azuza, porque durante aquella bonanza rosa chicle de hace un rato conspirábamos poco, lo suficiente para mantener el taco, ¿se acuerdan? Pero lo bueno se acaba, y entonces llega el momento de restablecer el orden de las cosas: el Rey arriba, con su realeza; los políticos solapándolo, con sus privilegios, y los jueces jugando a la gallinita ciega, que para eso a la Justicia le vendaron los ojos... Lo malo es que en este país, como ha dicho Gabilondo, la Justicia no es ciega, sino tuerta, y todo lo ve con el ojo derecho. Con ese ojo ve la posible anticonstitucionalidad de la ley andaluza contra los desahucios, mientras por culpa del izquierdo pierde el indulto a Garzón. Lo malo es que en este país, como decimos todos sin hacer nada, los políticos -de cualquier color- se han convertido en una casta que se mudó al arcoiris, y allí sigue. Lo malo es que en este país, como nos recuerda el Borbón cada vez que tropieza, se redactó una Constitución admitiendo el café para todos, pero sin esperar que absolutamente todos fuéramos a querer café.

    Lo del café era un decir, como los discursos navideños del monarca, como lo del derecho a una vivienda digna, como que las ayudas públicas a los bancos serían devueltas, como que los grandes ladrones irían a la cárcel, como que todos tenemos derecho a una educación y una sanidad públicas... Todo es un decir, pero al vulgo se nos tiene que decir todo sin diplomacia para que nos enteremos de verdad. A palos, si es posible. Y eso sólo lo entienden los que están tan lejos del vulgo, los que en todas las elecciones van con las multiplicaciones aprendidas; no los que, antes de los comicios, nos permitimos el lujo de dividir, y entre dividendo, divisor, cociente y resto, se nos queda cara de bombero apaleado. Mi hijo pequeño ha visto las imágenes, y ahora sí que no tiene claro si, de mayor, prefiere apagar fuegos o poner multas. "Yo creía que los bomberos y los policías eran amigos, papá", me ha soltado. "Yo también, hijo", le he contestado, mientras me lagrimeaban los ojos por la reverberación de las llamas de Madrid y Burgos... y veo a ese decidido alcalde que, en lugar de hablar del bulevar, lo quiere construir, digno heredero de esta España por decreto. No deja de ser una broma lingüística de mal gusto que el alcalde de Burgos se llame Lacalle cuando tan alejado está de ella, he pensado. Pero enseguida me he acordado de que esta España que nos construyeron desde Burgos fue siempre el país de las paradojas. Lo sigue siendo.

  • Este artículo también se publica en la edición del 19 de enero de El Correo de Andalucía

jueves, 9 de enero de 2014

Un país de locos

Ahora, a estas alturas de la estafa camuflada de crisis; sólo ahora, después de seis años en caída libre de la gente corriente mientras despegaban, se consolidaban o se saneaban ciertos poderes fácticos a la vergonzosa sombra de los poderes públicos, es la corrupción el segundo problema que más preocupa a los españoles. El segundo. El primero es el paro, claro, pues tal vez desde la atalaya inversa de la pasividad involuntaria se comienza a vislumbrar, retrospectiva e inútilmente, la razón esencial de la podredumbre de un país. Con una tasa de paro mareante en el contexto de la Unión Europea, y mientras se hacen ridículas cábalas optimizantes sobre las bajadas del desempleo en trimestres más que esperables y por tanto nada alentadoras estructuralmente, los españoles encontramos el tiempo suficiente para reflexionar en torno a las corruptelas que afectan, diametralmente, a una democracia en la que se puso mucho más empeño en sembrar que en regar. Desde el Rey hasta el último vasallo, qué pocas instituciones destacadas en este nuevo ordenamiento con tanta vocación medievalizante se libran del pecado -que no delito, eso hay que probarlo- de la corrupción... Pues bien, no parece ser hasta ahora cuando, según el CIS, el ciudadano de a pie no ha decidido preocuparse seriamente por ella.

En cualquier caso, una cosa es la preocupación y otra, muy distinta, la ocupación. Podremos preocuparnos mucho y ocuparnos poco. Porque la ocupación -también el empleo, por supuesto- la tienen ellos, fundamentalmente los que se han ocupado, laboriosa y calladamente, de hacer fortunas indecentes que ahora se adoban con la perdiz mareada de la flagrante desigualdad de todos ante la Ley y la Justicia. Se ponen pesados, por ejemplo, con la vía dolorosa de la Monarquía. A mí me produce más dolor la siguiente pregunta: ¿acabará el juez Castro, vía Infanta, como acabó el juez Garzón vía Franco? Desde luego hay muchos ocupados en no cejar en el intento, mientras millones de desocupados van perdiendo ya toda posibilidad de ayuda. Esto es una ruleta. Son estos desocupados los que se preocupan muchísimo por la corrupción, pero se ocuparon y se ocupan -nos ocupamos- poquísimo por ella. Qué quieren que hagamos, si hasta dentro de cuatro años no nos citan otra vez, y entretanto todo es un circo televisivo más que real, de un neorrealismo español y berlanguiano en el que las mamás son condenadas a varios años de cárcel por robar leche para sus bebés mientras que a los presidentes de las regiones, los clubes de fútbol, sus dehesas particulares, tanto da, pues todo es torear(nos), les dan tres leches ser condenados a unos cuantos meses porque siempre les funciona la gracia suprema del indulto. 

Se suele temer tener que explicarles tanto disparate a los extraterrestres, si nos visitaran, pero yo temo más tener que explicárselo a mis hijos. Empezaré confesándoles que no sé por dónde empezar. Algún día tendré que contarles cómo el estado del bienestar que nos prometieron lo fuimos sustituyendo por copagos, emisión de deudas de bancos que debieran haber desaparecido, regresión fugaz de las viejas moralinas, relativismo moral de las derechas que tanto lo combatieron siempre que no hubiera capital de por medio, la gran excepción, pues hasta estuvimos a punto de dar cobijo a un gran lupanar cúbico, cósmico y despiadado si Europa no se llega a meter. "El Rey está desnudo, decían unos; el Rey está forrado, decían otros. El Rey callaba", reza una viñeta de El Roto. Pero en este país de locos las tres cosas solamente las ven los niños. Los demás nos abotargamos hace demasiado tiempo bajo los malévolos efectos de las promesas que no nos cumplimos ni a nosotros mismos. Necesitaríamos volvernos niños, otra vez, o como dice la copla flamenca, que como a las campanas nos fundieran de nuevo para ver con claridad hasta los espinosos detalles de las celebraciones más consensuadas. Mi hijo, de 4 años, con más sentido común, responsabilidad y gusto que el ente público, dice cada vez que anuncian Master Chef Junior que esos niños son muy pequeños para andar con cuchillos. Prefiero no explicarle que, para el circo de la tele -o sea, de este mundo-, todo vale si es rentable. Afortunadamente, él tiene aún otro concepto de la rentabilidad. 

  • Este artículo, con el título de 'Esta vida loca', se publica asimismo en la edición del domingo 12 de enero de 2014 de El Correo de Andalucía.

viernes, 3 de enero de 2014

Cansinos sin magia

Yo no fui de los niños más remolones en descubrir que los Reyes eran los padres, pero mientras la magia duró, fue suficientemente mágica. Ahora espero que a mis hijos les dure la magia lo suficiente como para recordarla como el signo de la época más inolvidable de sus vidas, que es su infancia, este presente saturado de magia que a los niños, sin embargo, cada vez les dice menos. Es culpa de la inteligencia de los pequeños, cada vez más agudizada, pero también de estos magos de postín a los que tan fácilmente se les reconoce tras las barbas...

A mi hijo mayor, que tiene cuatro años, le solemos decir que los Reyes lo ven, sobre todo para que se porte bien. El pobre teme no tomarse el postre o no dejarse poner el pijama como un adulto porque enseguida estamos amenazándolo con los Reyes. Él mira al techo con actitud angelical y se aviene a facilitarnos la tarea. Si le falta una cucharada o hace ruido cuando la hermanita se ha dormido, sólo hace falta mirarlo con una ceja apuntando hacia lo alto para que se tranquilice. Así de chantajistas somos los padres. Así llevamos un mes. 

Pero los Reyes están tardando, este año más que el pasado. No sólo porque Jaime es mayor y su impaciencia también, sino porque las señales de Sus Majestades no se limitan ya a la Estrella de Oriente que el año pasado pintó en el cole, sino a una pléyade de colaboradores de Melchor, Gaspar y Baltasar que está poniendo en acuciante riesgo la magia de mi pequeño y la eficiencia de nuestras amenazas. Cada día hay que agrandar la magia. Supongo que es lo que ocurre con las mentiras; que sabes cuándo empiezas pero no por dónde debes seguir...

Al cole le vino un paje, o un cartero, o un heraldo, que cada día surgen nuevos títulos en esta aristocracia que arrastran tres reyes inseperables, dónde se ha vista tanta monarquía juntita y revuelta. El tal no era hombre, sino mujer. Menos mal que habló poco, porque los niños son expertos en timbres y adivinaciones... La amenaza de cargarse nuestra amenaza no hubiera pasado de ahí si a la tarde siguiente no nos hubiéramos topado con otro paje, o heraldo, o cartero, en la puerta de El Corte Inglés. El tipo, pintado de negro, había adquirido las maneras cinematográficas de los orientales solemnes, y le preguntaba a los críos cosas que no sabían responder. Al menos el mío, que estaba oyendo a los que le precedían, se volvió dubitativo hacia sus papás:

-Yo le voy a decir que a veces me porto mal y a veces bien... -nos dijo, y añadió-: o mejor nos vamos...

Lo tuvimos que retener y convencerlo de que el paje no le iba a preguntar nada de eso, y que si le preguntaba, él contestase que siempre siempre se portaba bien. Mi pequeño enarcó una ceja, sorprendido de que lo incitásemos a mentir. Al momento se volvió de nuevo:

-Pero si el paje ya vino a mi escuela, ¿por qué tengo que hablar con él otra vez?

-Es que este no es un paje, sino un cartero -le dije yo, advirtiendo la cara de impaciencia de su madre, preparada con la cámara de fotos.

-Yo le di la carta al del cole -me dijo el niño. Y era verdad; no tenía carta.

-No importa -lo tranquilicé yo-. Basta con que le vuelvas a decir lo que quieres.

-No me acuerdo de todo -me dijo él.

-Lo más importante -lo corté yo, y lo empujé hacia el tipo pintado de negro, que a saber a cuánto le pagaban la hora.

Mi niño estuvo charlando con el negro un ratito, ambos con cara de preocupación, y al final el paje, o cartero, o heraldo, le dio un puñadito de caramelos de El Corte Inglés.

En el ascensor, le pedí a Jaime que me contara qué habían estado hablando, pero él se mantuvo en silencio, como una persona mayor que guarda sus secretos.



Al día siguente, en mi pueblo, como lo habíamos animado a redactar una carta en casa, a mi mujer se le ocurrió que sería bonito que Jaime la echara en un buzón real. Él se acordó de uno que había en la puerta de una tienda de juguetes. Al llegar, en el escaparate escaseaban ya, con grandes letreros que indicaban si estaban apartados o cuánto valía. Jaime se extrañó, pero le expliqué que los reyes iban seleccionando de esta tienda y de aquella para ir llenando sus carrozas. También le extrañó tener que echar la carta en aquel buzón cuando ya le había dado la carta al cartero de su cole.

-Es que aquel no era un cartero, sino un heraldo -le dije.

-Ah -me contestó él, como una persona bastante mayor que yo.

De vuelta, por la plaza, una chica disfrazada de azafata le ofreció una carta para que se la escribiese a los Reyes. Él la rechazó diciéndole la verdad.

-Ya la he enviado.

La muchacha, de una tienda de cosméticos, me miró molesta. Pero yo le contesté con un gesto de resignación.

Hoy nos enteramos de que un heraldo real, patrocinado por una hermandad, recorría las calles del pueblo para recoger las cartas de todos los niños que quisieran entregárselas. Menos mal que hemos estado en Sevilla. Pero mañana no sé qué ocurrirá, porque el Ayuntamiento prepara otro acto de los Reyes para recoger cartas y una asociación cofrade colocará a las puertas de una parroquia a sus carteros particulares, o pajes, o heraldos, cualquiera sabe ya. 

Esta mañana, yo mismo -para hacer un reportaje para El Correo- fui a la sede de una asociación local que había organizado una merienda para niños necesitados y, de paso, recogerles las dichosas cartas. Allí no faltaban los tipos de siempre, bueno, otros -siempre son otros, distintos, y eso es lo malo-, disfrazados de moros de concurso. Y acabo de enterarme de que el mismísimo día de la Cabalgata, por la mañana, otra asociación organizará un acto parecido. Yo haré todo lo posible por evitárselos a Jaime, que con cuatro años enarca demasiado la ceja izquierda cada vez que aparece por casa un catálogo, una carta, un banner de internet con Sus Majestades de Oriente, que prometen el oro y el moro, pero nunca llegan. 

Les prometo que ningún año, hasta este, tuve tanta impaciencia por que llegara el 5 de enero. Disimular o encantar tiene sus límites. Pero los cansinos de la magia colaboran poco.