Puede contemplarse la Historia de España como una sucesión de civilizaciones yuxtapuestas, al albur de intereses o circunstancias irreversibles, o como una trama teledirigida por alguna Providencia controlada a su vez por el nacionalcatolicismo del que este país es grasientamente heredero cuyo planteamiento es la espada del Cid contra el infiel y cuyo desenlace es la unidad de la nación bajo el báculo de Rajoy. Pero se opte por cualquiera de las opciones historiográficas que se opte, convendremos en la capital importancia de Burgos para este territorio peninsular sobre el que quienes pisamos sólo logramos ponernos de acuerdo, y sólo a veces, geográficamente hablando. De Burgos fue expulsado, por un rey malaconsejado, el héroe preburgués sobre el que se consolidó nuestra epopeya nacional, allá por el siglo XI, antes de que algún fantasioso clérigo abriera el pergamino en blanco para dar razón de las razones del de Vivar. En Burgos se levantan hoy barricadas por otra injusticia local, con la diferencia de que ahora al Rey le basta y le sobra con sus propios asuntos y los defensores del vulgo toman como infieles a los bomberos que llegan a apagar ese fuego que tanto daño hace a esta España nuestra. Pero salvando las distancias temporales, es curioso que sea Burgos -tan modosita y tan poco televisiva, por lo general- la que aglutina, entonces y ahora, la causa nacional desde problemas puramente locales. Tal vez quienes creen en el destino tengan algo de razón.
El caso es que Burgos en llamas nos recordaba esta semana a tantos lugares orientales acostumbrados a los telediarios. Pero no. Era la modosita Burgos, la misma, a la que vista desde la pantalla de la tele no la hubiera reconocido ni el mismísimo Cid ni el mismísimo Rey, que ahora, como decimos, tiene sus ojos en otras afrentas. La última, la del conspirador juez Castro, empeñado en culpar a su hija de enredos que sólo su yernazo malhallado sabría desenredar, si lo obligaran, que para eso dijo el monarca aquello de que todos somos iguales ante la Justicia... pero sin pensar que a la Justicia le diera por conspiraciones de tan altos vuelos. Los reyes de antes hablaban y siempre había un disimulado lacayo para literaturizar sus discursos. Los reyes de hoy hablan -al menos el nuestro- y nos tomamos su discurso al pie de la letra. El vulgo no tiene remedio.
Ni ahora que nos agasajaron con una democracia nos conformamos. O tal vez sea esta pobreza galopante la que nos azuza, porque durante aquella bonanza rosa chicle de hace un rato conspirábamos poco, lo suficiente para mantener el taco, ¿se acuerdan? Pero lo bueno se acaba, y entonces llega el momento de restablecer el orden de las cosas: el Rey arriba, con su realeza; los políticos solapándolo, con sus privilegios, y los jueces jugando a la gallinita ciega, que para eso a la Justicia le vendaron los ojos... Lo malo es que en este país, como ha dicho Gabilondo, la Justicia no es ciega, sino tuerta, y todo lo ve con el ojo derecho. Con ese ojo ve la posible anticonstitucionalidad de la ley andaluza contra los desahucios, mientras por culpa del izquierdo pierde el indulto a Garzón. Lo malo es que en este país, como decimos todos sin hacer nada, los políticos -de cualquier color- se han convertido en una casta que se mudó al arcoiris, y allí sigue. Lo malo es que en este país, como nos recuerda el Borbón cada vez que tropieza, se redactó una Constitución admitiendo el café para todos, pero sin esperar que absolutamente todos fuéramos a querer café.
Lo del café era un decir, como los discursos navideños del monarca, como lo del derecho a una vivienda digna, como que las ayudas públicas a los bancos serían devueltas, como que los grandes ladrones irían a la cárcel, como que todos tenemos derecho a una educación y una sanidad públicas... Todo es un decir, pero al vulgo se nos tiene que decir todo sin diplomacia para que nos enteremos de verdad. A palos, si es posible. Y eso sólo lo entienden los que están tan lejos del vulgo, los que en todas las elecciones van con las multiplicaciones aprendidas; no los que, antes de los comicios, nos permitimos el lujo de dividir, y entre dividendo, divisor, cociente y resto, se nos queda cara de bombero apaleado. Mi hijo pequeño ha visto las imágenes, y ahora sí que no tiene claro si, de mayor, prefiere apagar fuegos o poner multas. "Yo creía que los bomberos y los policías eran amigos, papá", me ha soltado. "Yo también, hijo", le he contestado, mientras me lagrimeaban los ojos por la reverberación de las llamas de Madrid y Burgos... y veo a ese decidido alcalde que, en lugar de hablar del bulevar, lo quiere construir, digno heredero de esta España por decreto. No deja de ser una broma lingüística de mal gusto que el alcalde de Burgos se llame Lacalle cuando tan alejado está de ella, he pensado. Pero enseguida me he acordado de que esta España que nos construyeron desde Burgos fue siempre el país de las paradojas. Lo sigue siendo.
- Este artículo también se publica en la edición del 19 de enero de El Correo de Andalucía.
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