El mundo es raro. Quizás lo esté pensando después de que mi hijo, descubridor con cuatro años más allá de lo debido, me insista en preguntar cómo suben las personas al Cielo. Le salgo por la tangente, pero el niño es listo, me imagino que un poco como todos estos niños nuevos de la nueva era no ya del homo sapiens sino del homo videns y, más allá, del homo minividens, o del minihomo-minividens que ya no sale con un pan bajo el brazo sino con una pantallita sobre la que ejerce esa competencia digital que nos asombra tanto a quienes le hemos enseñado a coger la cuchara pero no su dedito táctil sobre el mundo a golpe de clic. Me dice el niño que los seres humanos no pueden volar. Y se me queda mirando, como interrogándome con la inquebrantable evidencia de que acabo de explicarle una gilipollez. Agradezco que se duerma y que no me acorrale contra un futuro que no deseo llegue jamás. Tengo fe en el hoy es siempre todavía de Antonio Machado, y cuando me flaquea, les miro los ojos a estos pequeños donde soy incapaz de vislumbrar el final en ese eterno pasillo que me ofrecen sus miradas limpias, conmigo en primer plano...
El mundo es raro y no es por mi hijo ni por sus preguntas. Tal vez porque hay días en que uno descubre que algo se ha quebrado, que algo se tuerce indefectiblemente, aunque a uno le baile la inseguridad dulzona de si para bien o para mal. Quién sabe. Son ciertas, ahora lo sabemos defintivamente, aquellas afirmaciones de nuestros abuelos: nada nuevo bajo el sol; el muerto al hoyo y el vivo al bollo; en todas las partes del mundo hay lo mismo: gente que quiere pan; el harto nunca se acuerda del desmayado... Pero tal vez en las intercesiones entre unas y otras quede una rendija para la esperanza, aunque sea muy estrecha, muy improbable, muy anecdótica, escasamente representativa del pesado presente como plomo...
Pienso que el mundo es raro cuando contemplo, desinformado, cómo unas guerras suceden a otras, y los telediarios siguen masticando carne de verdad, tan lejana y tan inocua; cuando compruebo que papas dispares suben a los altares, con esta innovadora dosis de realismo humano que sobrevuela a una Iglesia volcada en la nueva didáctica imprescindible para generaciones como las de mi niño... a las que no les vale ya el cuento de Adán y Eva y otros cuentos, y por eso se ha depurado con un papa con cara de tío abuelo cultísimo pero cachondo, con los pies en el suelo que pisa, sin misticismos, heredero de la afirmación, teológica ya, de que el infierno no existe, tal vez el cielo tampoco, ni el demonio, quién sabe si los ángeles y los arcángeles, quién puede afirmar que Dios más allá del Espíritu Santo... en la santidad de que somos capaces, nosotros, carne de nuestra propia carne.
El mundo es raro, sí. Lo compruebo al oír al fiscal general del Estado denunciar, tantos años después, lo que denuncia la gente en los bares, las madres en las puertas de los colegios, mis abuelos antes de morir... lo que el pueblo ha dicho siempre aun a riesgo de ser tachado de ignorante o impaciente, a saber: que una justicia lenta y trucada para los poderosos ni es justicia ni nada. Pacheco lo dijo mejor.
El mundo es tan raro como circular. Hoy me dicen gentes poderosas en su momento que el futuro de España no está, no existe, que todos tendremos que volver al campo. Que el locus amoenus puede ser cierto, a nuestra manera, con muy pocos euros y muchísima imaginación solidaria. Otros poderosos, arrepentidos, sospecho que de boquilla solo, también entonan el mea culpa con la condición de seguir siendo el sujeto de sus oraciones, borrachos de vuelta, ahítos de protagonismo rancio y desequilibrante... mareados en la contrición general que, por colectiva e insulsa, nunca puede ser personal y sí, o sea, inútil.
El mundo es raro. Probablemente siempre lo ha sido y yo me doy cuenta ahora. No somos nadie. Mamá siempre tiene razón.