Después de unos días bajo los soles suaves de Punta Umbría (Huelva), tostándonos bajo una brisa novelesca, pues leíamos novelas a la orilla del mar, es difícil asimilar el odio repulsivo y franquista de una película como Los girasoles ciegos, basada en la novela homonómima de Alberto Méndez y llevada a la gran pantalla por un amante y especialista de estas adaptaciones de la España profunda: José Luis Cuerda. Es difícil tragar tantas buchadas de fanatismo y miedo con la piel todavía tersa y salina y el intelecto embotado por el oleaje continuo. Pero así nos sentamos Marina y yo en las butacas de un cine de Sevilla nada más regresar ayer de la costa. Nos refugiamos de inmediato en el celuloide grisáceo de aquella posguerra que no vivimos y valoramos el filme en su justa medida. La película elige prácticamente uno solo de los cuatro relatos que narra el malogrado Alberto Méndez en el libro que le publicó Anagrama, pero es el relato más cruento, el más desesperante por su final sin alivio. Supongo que a ello también habrá contribuido bastante Rafael Azcona, también desaparecido antes de que la película se estrenase.
Los girasoles ciegos cuenta la historia insoportable de varios personajes en la España temblorosa de 1940. Recién terminada la guerra, con tantísimas heridas palpitantes aún, un seminarista ya ordenado diácono (Raúl Arévalo) es enviado por el rector al colegio religioso y fascista de una ciudad en la que tiene que impartir clases. El curita se adapta bien, pero enseguida se sobresalta por la aparición de la madre de uno de los niños (Roger Príncep) cuyo oscilante movimiento de caderas le despierta sus antiguos resortes de lujuria. Se obsesiona tanto con ella (Maribel Verdú), que la persigue sin descanso e incluso le propone que el niño vaya al seminario. Ya para entonces, ha oído de boca del propio niño que su padre fue asesinado por "los Rojos" en el 36 y que vive solo con su madre. La situación de indefensión de la familia mutilada enciende aún más los deseos del diácono que repiensa su futuro como cura. Mientras, la mujer y su hijo se han adaptado con movimientos sigilosos y vocecitas rutinarias a vivir con una especie de fantasma: el padre (Javier Cámara), oculto en el armario del dormitorio desde que empezó la guerra. Profesor de literatura, republicano y libertario, sabe que no tiene posibilidad alguna de sobrevivir si da la cara en aquel país dominado ya por señoritos que campan a sus anchas por entre los liños del terror contenido. Tiene gracia la paradoja de que sustente a su familia haciendo traducciones al alemán acerca del wolframio que tanto necesitaban los nazis. A esas alturas, su hija embarazada y el novio ("ese amante poetastro, republicano y masón, toda una joya", llegan a decir de él) se han fugado hacia Lisboa, pero ninguno de los tres habrá de llegar...
En realidad, ninguno de los personajes de la película llega a donde desearía, pues la sociedad franquista no deja resquicios por los que respire siquiera algún atisbo de felicidad... Lo más inquietante de toda la película, tal vez con la horripilante conexión que uno encuentra con determinados sujetos de la realidad actual, es el pavoroso odio concentrado con el que los fascistas se refieren a "los Rojos", como si fuesen peligrosos bichos contagiosos de algún mal irremediable...
Lo más lamentable es que ese mal virtual continúe sacudiendo las mentes enfermas de algunos todavía hoy, a 31 de agosto de dosmil y pico.