domingo, 31 de agosto de 2008

"Los girasoles ciegos"


Después de unos días bajo los soles suaves de Punta Umbría (Huelva), tostándonos bajo una brisa novelesca, pues leíamos novelas a la orilla del mar, es difícil asimilar el odio repulsivo y franquista de una película como Los girasoles ciegos, basada en la novela homonómima de Alberto Méndez y llevada a la gran pantalla por un amante y especialista de estas adaptaciones de la España profunda: José Luis Cuerda. Es difícil tragar tantas buchadas de fanatismo y miedo con la piel todavía tersa y salina y el intelecto embotado por el oleaje continuo. Pero así nos sentamos Marina y yo en las butacas de un cine de Sevilla nada más regresar ayer de la costa. Nos refugiamos de inmediato en el celuloide grisáceo de aquella posguerra que no vivimos y valoramos el filme en su justa medida. La película elige prácticamente uno solo de los cuatro relatos que narra el malogrado Alberto Méndez en el libro que le publicó Anagrama, pero es el relato más cruento, el más desesperante por su final sin alivio. Supongo que a ello también habrá contribuido bastante Rafael Azcona, también desaparecido antes de que la película se estrenase.


Los girasoles ciegos cuenta la historia insoportable de varios personajes en la España temblorosa de 1940. Recién terminada la guerra, con tantísimas heridas palpitantes aún, un seminarista ya ordenado diácono (Raúl Arévalo) es enviado por el rector al colegio religioso y fascista de una ciudad en la que tiene que impartir clases. El curita se adapta bien, pero enseguida se sobresalta por la aparición de la madre de uno de los niños (Roger Príncep) cuyo oscilante movimiento de caderas le despierta sus antiguos resortes de lujuria. Se obsesiona tanto con ella (Maribel Verdú), que la persigue sin descanso e incluso le propone que el niño vaya al seminario. Ya para entonces, ha oído de boca del propio niño que su padre fue asesinado por "los Rojos" en el 36 y que vive solo con su madre. La situación de indefensión de la familia mutilada enciende aún más los deseos del diácono que repiensa su futuro como cura. Mientras, la mujer y su hijo se han adaptado con movimientos sigilosos y vocecitas rutinarias a vivir con una especie de fantasma: el padre (Javier Cámara), oculto en el armario del dormitorio desde que empezó la guerra. Profesor de literatura, republicano y libertario, sabe que no tiene posibilidad alguna de sobrevivir si da la cara en aquel país dominado ya por señoritos que campan a sus anchas por entre los liños del terror contenido. Tiene gracia la paradoja de que sustente a su familia haciendo traducciones al alemán acerca del wolframio que tanto necesitaban los nazis. A esas alturas, su hija embarazada y el novio ("ese amante poetastro, republicano y masón, toda una joya", llegan a decir de él) se han fugado hacia Lisboa, pero ninguno de los tres habrá de llegar...


En realidad, ninguno de los personajes de la película llega a donde desearía, pues la sociedad franquista no deja resquicios por los que respire siquiera algún atisbo de felicidad... Lo más inquietante de toda la película, tal vez con la horripilante conexión que uno encuentra con determinados sujetos de la realidad actual, es el pavoroso odio concentrado con el que los fascistas se refieren a "los Rojos", como si fuesen peligrosos bichos contagiosos de algún mal irremediable...


Lo más lamentable es que ese mal virtual continúe sacudiendo las mentes enfermas de algunos todavía hoy, a 31 de agosto de dosmil y pico.

miércoles, 27 de agosto de 2008

El compartir no tiene edad


La revista británica Nature se descuelga hoy con uno de esos estudios que aterrizan en los periódicos como el último descubrimiento del milenio. Pura tontería a precio de oro aunque no sea más que teoría de las ciencias humanas de usar y tirar. Relleno panfletario para entretenerse en la playa o en el sofá, a gusto del consumidor. Dice la revista que un grupo de científicos suizos y alemanes (el tal grupo no puede faltar nunca) ha descubierto que los niños aprenden a compartir desde los siete años, rasgo que diferencia al ser humano del resto de animales. El hallazgo, por lo que incluso habrán cobrado de no sé quién, no puede parecerme más disparatado. En primer lugar, porque el grupo de niños con que han experimentado es un grupo limitadísimo en número y en cultura concreta: 229 críos de Suecia. ¿Cómo van a tener las conclusiones que saquen valores universales? ¿Qué tiene que ver el valor de solidaridad que pueda albergar un chiquillo sueco que anda descalzo por el parqué de madera de su acondicionado domicilio y come yogur a la hora del recreo en su cole de pago con el de otro niño etíope, es un decir, o mauritano, que a veces busca charcos para beber agua?

Compartir es una virtud que puede aprenderse a base de circunloquios vitales y que en muchos casos no se aprende nunca. Ni con siete años ni con setenta. La avaricia es tal vez un rasgo más humano que animal, pues hasta los felinos más salvajes comparten la presa por pura supervivencia y cohesión grupal, mientras que en cada calle hay quien sale con las llaves del cochazo después de advertirle a su hijito que no se junte con el niño de la vecina.

Yo recordaré siempre a Manasés Duque Algarín, que en nuestra tierna infancia de parvulario me pedía un pedazo de mi bocadillo porque no podía dominar su hambre montaraz de fierecilla glotona. Yo le daba siempre y me hacía gracia su actitud agradecida. Muchos años después, me encontré con capullos redomados en la facultad que abarcaban con su brazo los apuntes de clase para que a nadie se les ocurriera copiarlos.

Mi madre suele repetir, a veces a deshora, el refrán de que no es rico el que mucho tiene sino el que poco necesita. Necesitar poco o mucho no es cuestión de edad. Nuestra vida va moldeándose conforme a millones de factores difíciles de controlar por uno mismo. Luego, nos miramos al espejo esa cara de avaro domesticado y pensamos en cuando teníamos siete años, cuando todavía anhelábamos tanto.

Compartir es amar. Y amar del todo quizás nos lleve toda la vida.

domingo, 24 de agosto de 2008

Estuvimos en Roma, etcétera



Hemos sobrevolado Marina y un servidor el ancho tronco italiano durante la última semana. Desde Roma, ciudad que dicen eterna, hemos bajado al sur napolitano y al norte florentino. Nos gustó más el norte; verde, fértil y cuidado, aunque a mí me encandiló también el caos sucio e inseguro de la ciudad sureña relacionada con la mafia. Me dieron pena sus escasos monumentos, abandonados a las ráfagas calientes de agosto. De la capital, me quedo con el Vaticano (estoy orgulloso de la foto desde el Tíber), 44 hectáreas de esplendor construido sobre la práctica espoliadora a lo largo de los años y sobre una fe en San Pedro con vetas de calvinismo por el que el lujo material se alía con el divino. La capilla Sixtina marea por su perfección y la inteligencia sobrehumana de su pintor. Del resto de piedras, columnatas históricas sobre aquellos clásicos solares, no varió mucho mi percepción de la que alcancé de niño en los libros de historia.

De Pompeya, lo más inquietante es el vivísimo Vesubio, el volcán cuya ceniza milenaria sepultó a media bahía napolitana en el año 79 de nuestra era. Después de descubrirla, uno se siente más pequeño -en realidad, nuestra pequeñez crece con cada viaje-, pues hay que reafirmarse en el tópico de que no hay nada nuevo bajo el sol.

Tras emocionarnos con la grandiosidad arquitectónica superpuesta a la austera vida monástica del santo de Asís, recalamos en la medieval Siena, la ciudad de otra santa, Catalina, de la que se conservan, espeluznantemente, su cabeza y un dedo, metidos en sendas hornacinas. Me gustó más la plaza de Il Campo, donde se celebran cada 2 de julio y 16 de agosto unas bárbaras carreras de caballos que representan a su vez a los barrios de la ciudad. Tuvimos la suerte de degustar unos helados, famosos mundialmente por su calidad. Me sorprendió que costaran como en mi pueblo, a pesar de que me pidieran, sin pudor, varios euros por cualquier bebida, incluida el agua, en cualquier sitio. La catedral de Siena, con su loba que amamanta a Rómulo y Remo mientras mira a Roma desde el porche, es absolutamente recomendable.

Pero lo más emocionante, con diferencia, como estampa y como fondo cultural, es Forencia, la ciudad de Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni, más conocido en castellano como Miguel Ángel, el polifacético renacentista del que no sólo admiramos su destreza pictórica, sino su precoz mano maestra de escultor con obras tan impactactes como la Pietá o el David, acabadas ambas cuando no era más que un veinteañero. La primera, en la catedral de San Pedro, sobrecoge desde su umbría posición en el templo, máxime cuando se observa la perfección de la talla de esa Madre atravesada por no sé cuántos puñales de dolor mientras sostiene a su Hijo como a un bebé recién crucificado. La juventud de la mujer no nos choca, pues Miguel Ángel consigue revelarnos de varias cinceladas los misterios de la virgnidad incorruptible que albergaba María incluso después de la Pasión. El David, con su onda sobre el hombro, su piedra en la diestra y su desnudez sofocante en puro mármol, nos da la lección magistral de lo que significó el Renacimiento en todas sus dimensiones: la anatómica, la histórica, la religiosa, la racional. Del muchacho que venció al filisteo Goliat y que en Florencia simbolizó la victoria de la República contra los Médici, hay dos copias más en la ciudad, pero ninguna con la blancura y la focalización museística del original, en la Academia.

Al margen de las marmóreas iglesias, entre las que sobresale el céntrico Duomo, y de sus pétreas calles de un marrón renacentista, lo más admirable de Florencia es el soto arquitectónico de su río Arno. Sobre él, ningún puente tan enigmático como el Vecchio, el más viejo que se conserva en Europa (1345, obra de Tadeo Gaddi), con sus joyerías que tiempo ha fueron tenderetes de poca monta eximidos de pagar tributos sobre la tierra de nadie encima del río.

La Toscana, en fin, junto a la Umbria, han sido las regiones italianas más cautivadoras en las que hemos tenido la suerte de vivir y sobrevivir -últimamente con la noticia de la tragedia de Barajas sobre nuestras conciencias- durante la última semana. Algún día voveremos para saltar a Venecia, que nos sigue esperando.

viernes, 15 de agosto de 2008

Madre nuestra que estás en los cielos


José Luis Barbería publica hoy en El País un reportaje sobre la presión que ejerce, silenciosa pero imparablemente, la mujer dentro de la Iglesia Católica, que, cada día más escorada hacia posiciones reaccionarias desde la jerarquía, ha olvidado por completo el soplo de renovación necesaria que imprimió aquel Concilio Vaticano II de hace ya más de 40 años. Los que mandan hoy en la Iglesia, que no se parecen a Jesús de Nazaret precisamente -amigo de publicanos y prostitutas- abundan satisfactoriamente en la happy family del papá exitoso y la mami sumisa y paridora. Pura hipocresía insostenible. Esta Iglesia nuestra se ha convertido hoy en templos que son más bien hogares espirituales para la tercera edad. Y la mujer, alma sensitiva del más dinámico Cuerpo de Cristo, sigue pagando por aquella manzana que cogió la imprudente Eva. Para ella no hay perdón. Pero llegará algún día.


"¿Creen verdaderamente los obispos, cardenales y el Papa que las nuevas generaciones de mujeres aceptarán sumisamente un puesto subalterno en la Iglesia por mucho que últimamente vengan de la mano de los movimientos más integristas? La ausencia de una perspectiva razonable de evolución y el conservadurismo de los obispos que dominan la Conferencia Episcopal Española exasperan a buena parte de la militancia cristiana reformista, mayoritariamente de izquierdas, así como a los religiosos y sacerdotes más comprometidos en la regeneración doctrinal.


En el entramado asociativo Redes Cristianas que agrupa a un centenar y medio de colectivos bajo la consigna común: "Otra Iglesia es posible", las feministas católicas más irreverentes, que los 8 de marzo se manifiestan al grito de "Si ya tenemos dos mamas, ¿para qué queremos un Papa?", se encuentran con otras que evitan actitudes irrespetuosas. Aunque el temor a las represalias está presente, particularmente en las monjas y profesoras de Religión, la razón principal es evitar desligarse de una feligresía educada en la obediencia ciega a la jerarquía. "Colocarse al margen supondría dejar a la Iglesia en manos de los Legionarios de Cristo", razona Pilar Yuste, de 44 años, catedrática de Teología y profesora de Religión. "Aunque no queremos cismas, debemos rebelarnos contra las estructuras antidemocráticas de la Iglesia", indica Teresa Cortés.


La sima que les separa de la actual jerarquía es tan profunda que los grupos más radicales actúan al margen de la Iglesia oficial. Sus misas alternativas se desarrollan en el filo de la legalidad eclesiástica o en manifiesta ilegalidad. Alteran el rito litúrgico en aras de una mayor espontaneidad y libertad, consagran pan y vino normales en lugar de las hostias de pan ácimo (sin levadura) y el vino de misa, y tampoco resulta extraño que algunas de estas misas sean oficiadas por mujeres que asumen por su cuenta y riesgo la tarea de consagrar, desafiando la pena de excomunión. El vendaval conservador de las últimas décadas ha desconcertado, sobre todo, a las monjas y católicas seglares que, animadas por el mensaje aperturista del Concilio Vaticano II (1962-1965), se lanzaron a profundizar en los asuntos teológicos creyendo que la reforma rescataría a la mujer de su secular papel subalterno en la Iglesia".


Tal vez llegará el día en que este poema de Mario Benedetti deje de ser ciencia ficción. Tal vez:


¿Y si Dios fuera mujer?

pregunta Juan sin inmutarse,

vaya, vaya si Dios fuera mujer

es posible que agnósticos y ateos

no dijéramos no con la cabeza

y dijéramos sí con las entrañas.

Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez

para besar sus pies no de bronce,

su pubis no de piedra,

sus pechos no de mármol,

sus labios no de yeso.


Si Dios fuera mujer la abrazaríamos

para arrancarla de su lontananza

y no habría que jurar

hasta que la muerte nos separe

ya que sería inmortal por antonomasia

y en vez de transmitirnos SIDA o pánico

nos contagiaría su inmortalidad.


Si Dios fuera mujer no se instalaría

lejana en el reino de los cielos,

sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno,

con sus brazos no cerrados,

su rosa no de plástico

y su amor no de ángeles.


Ay Dios mío, Dios mío

si hasta siempre y desde siempre

fueras una mujer

qué lindo escándalo sería,

qué venturosa, espléndida, imposible,

prodigiosa blasfemia.

martes, 12 de agosto de 2008

Mulos y burradas


Siento rabia cada vez que me muerdo la lengua, o esta pluma cibernética del teclado, para no decir el nombre de mi pueblo, que sale en los papeles por las catetadas que alienta su Ayuntamiento. El último espectáculo no ha sido el nombramiento como joven palaciego ejemplar de un novillero ni el recibimiento oficial de las gemelas del Gran Hermano que luego posan a cuatro bolas por cuatro perras gordas en el interviú -referentes cargadísimos de valores para los niños que han de aprender cómo funciona el mundo-, sino un celebérrimo concurso, muy prestigioso entre lo más granado de la población, que consiste en moler a palos a unos mulos para que tiren de piedras de 400 ó 500 kilos. Las nuevas normas establecen que sólo vale la voz de su amo, pero la realidad esclavizante es igual de insoportable. Según la jovencísima concejala de Festejos, "con este concurso se recuerdan los tiempos en los que estos animales eran indispensables para las tareas diarias en nuestras marismas y campiñas, a la vez que rendimos homenaje al mulo en una tierra, como es la nuestra, donde los équidos tienen tanta relevancia". Toma tomate. La chiquilla, que dice lo que le mandan, no sabe de la misa la mitad y ni siquiera sabe a dónde cae la marisma y a dónde la campiña. Pero a lo peor supone la muchacha que "las tareas diarias" de estos cuadrúpedos consistían en arrastrar piedras gigantescas y que así ganaban "relevancia" y que no hay mejor manera de rendirles "homenaje" que obligándolos ahora, por capricho de burro, a jalar de estas moles hiperbólicas. Sinceramente, creo que la concejala no dice lo que piensa, aunque me temo que tampoco piensa lo que dice. Rasgo muy extendido entre la baja clase política.


Al margen de declaraciones en conserva como éstas, lo más lamentable es que el concurso continúa año tras año y nadie se atreve a eliminarlo de la faz de mi pueblo por miedo a perder un voto o un puñado de euros. No voy perdido. Creo firmemente que la mayoría de los políticos -incluida la oposición- consideran vejatorio, anacrónico y hasta inmoral el concurso de los palos a los mulos; pero ninguno dice esta boca es mía, simplemente porque el de arriba no lo hace y porque todos saben que en política pueblerina no es cuestión de perder amistades por unos mulos de mierda, a pesar de que sus asnales dueños o no voten ni siquiera o boten de otra manera. Tampoco la asociación protectora de animales, siempre encandilada con los perritos, se atreve a alzar su vocecita, no vaya a ser que pierda la subvención que religiosamente recibe. Así que los burros bípedos rebuznan a sus anchas y terminan felices con copas, plaquitas y a lo loco.


Un día de hace ya muchos años, cuando yo trabajaba en la tele municipal y uno de esta tribu partió un trípode de la cámara al conducir borracho un caballo desbocado, me desahogué en pantalla diciéndoles lo que merecían. Todo el personal, político y politizado, mantuvo un incómodo silencio. Al día siguiente, uno de los burros que decía ser presidente de no sé qué, se presentó en la redacción dispuesto a partirme la cara. Yo se la di, cabalmente, y entonces no supo qué hacer. Supongo que no estaba acostumbrado a dar la cara, sino la coz. Ahora que nadie les hace frente, es posible que piensen en hacer del arrastre de piedra con mulos un deporte olímpico. No sabemos si el Ayuntamiento se entusiasmará.


martes, 5 de agosto de 2008

Perclorato en Marte


Las últimas exploraciones marcianas por parte de terrícolas han concluido que en el Planeta Rojo hay agua, aunque hasta ahora sólo la han descubierto helada, y rastros de perclorato, una sustancia de contenido oxidante que por aquí utilizamos, entre otras cosas, para tirar cohetes y fuegos artificiales, que es una manera artificiosa de acercarnos al firmamento inexplorado y misterioso.


Los hallazgos se deben a la sonda Phoenix de la NASA, poderosa institución norteamericana que sigue empeñada en escarbar en Marte en busca de algún terrón colorado que nos diga algo, es decir, que nos dé pistas sobre la posibilidad de que en el planeta vecino haya vida. Este término, biológicamente hablando, nos resulta más ajeno de lo que pudiéramos pensar, pues llevamos siglos imaginando bichos verdes de un solo ojo, parecidos tal vez a un pulpo gigante con timbre de robot y rayos maliciosos. El cine, de cuyas secuencias legendarias no podemos desprendernos, puede haber contribuido a que, si algún día encontrásemos un rastro de vida en Marte, nos sintamos profundamente defraudados. Puede que los científicos punteros den saltos de alegría, en el éxtasis alucinado de su encierro de probeta, pero nosotros, la gente corriente, demandaremos una prueba marciana de viscosa evidencia, algún milagro estelar que nos deje boquiabiertos al reproducir el numerito en el YouTube.


Tanto el hielo como el perclorato parecen reducir las posibilidades de que haya marcianos, pero los terrícolas de la NASA, cabezones como terrícolas que son, van a seguir escarbando, como los chiquillos tozudos en la playa, en busca del agua que puede acrecentar la esperanza de vida en el más allá.


Más acá, la esperanza de vida en África -en cuesta abajo- ronda ya los 45 años. Pero en África, escenario de memorias de safaris en blanco y negro, hay poco que escarbar. Ni siquiera petróleo. El negocio del futuro, haya vida o no, pasará por los cruceros espaciales para turistas millonarios. En África quedan el hambre y las moscas. Y una putrefacta conciencia del Occidente ricachón que no hace mucho la dividió con escuadra y cartabón. Puta vida.