Rafael Sánchez Ferlosio, que el próximo día 4 cumplirá 82 tacos por haber nacido también el año de la fabulosa Generación del 27 (tan sólo dos semanas antes de la célebre reunión en Sevilla), se ha visto galardonado con el Premio Nacional de las Letras, uno de los que todavía tienen prestigio. Es uno de esos autores muy estudiados y poco leídos. Debe su fama entre los estudiantes que no lo leen a El Jarama, una novela de realismo social que muestra el aburrimiento congénito de una generación de jóvenes de la posguerra en sólo unas horas de merienda en la ribera del río que da nombre al libro. En su familia, mamó siempre la literatura, pues su padre fue el escritor y político Rafael Sánchez Mazas, y su mujer, al menos durante un tiempo, fue la también escritora Carmen Martín Gaite. Su realismo radical se aproxima al neorrealismo italiano, aunque no creo que tuviera nada que ver que naciera en Roma, sino más bien su personalidad analizante en una época tan irritantemente estéril como la que le tocó vivir. Lo he oído en más de una ocasión anunciar el cierre de su producción, pero siempre escucho títulos nuevos. De entre sus novelas, más que la famosa ya mencionada, recomendaría la deliciosa Industrias y andanzas de Alfahuí, entre la picaresca y el realismo mágico; y entre sus ensayos, la colección de artículos publicada en 2002 bajo el atractivo título de La hija de la guerra y la madre de la patria. Yo la leí en la editorial Destino en unas cuantas noches obligadas en la biblioteca de mi pueblo. Y guardo un regusto gratísimo de su inteligente escritura.
martes, 24 de noviembre de 2009
sábado, 21 de noviembre de 2009
Los hambrientos y su crisis perpetua
Acaba de concluir sin conclusiones la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria, celebrada en Roma como un picnic de mandatarios que llegan, se echan la foto y se van mientras los niños famélicos del África profunda siguen siendo carne, o hueso, comodín de telediario. Puro relleno informativo para épocas de crisis noticiera. El propio director de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), Jacques Diouf, ha reconocido el fracaso estrepitoso del congresito por el hambre, y hasta la próxima vez. Qué se le va a hacer. Acabar con el hambre, en la práctica, que no en la teoría, sigue siendo una quimera para soñadores. En teoría sería sencillísimo si uno atiende a cifras comparativas. Harían falta poco más de 30.000 millones de euros anuales para eliminar este hambre global enquistado en la modernidad desde que al Primer Mundo se le ocurrió explotar y abandonar eso que calificó de Mundo Tercero. Con los años, lo que ha crecido sine die es la desigualdad. Pero los verdaderos responsables del reparto de riqueza en el mundo, los políticos de altos vuelos y baja visión, están en otras cosas, ya saben, en el extinguible petróleo, la inútil presidencia de la UE, las ayudas a los bancos o las velinas de cada cual. Inventaron aquella cifra ya tan cateta del 0,7%, pero nunca la aplicaron con seriedad. El mundo civilizado se ha gastado en los últimos dos años más de un billón (con b) de euros en armamento; más de medio billón (con b) en subvenciones para agricultores igualmente civilizados; y sólo su mercado de videojuegos, por ejemplo, movió en el último año -millón arriba, millón abajo– los 30.000 millones de euros que hacen falta justamente para exterminar este hambre del que hablamos, nosotros que podemos hablar.
El hambre, esa sensación –o esa condena– tan básica, tan instintiva, tan desconocida para quienes comemos tantas veces al día (y otras tantas pagamos por el diseño de absurdas dietas) nos parece un concepto bíblico, remotísimo de castigos prehistóricos, y sin embargo es una realidad cotidiana para más de 1.000 millones de personas en este planeta que produce, de sobra, alimento suficiente para todos sus habitantes. Este manejo de las cifras resulta siempre demasiado demagógico para convencer a quienes están habituados a escucharlas sin resultado alguno, pero nos muestra muy a las claras el lugar que ocupa el hambre global en las agendas de preocupaciones de los mandatarios igualmente globales.
El dinero necesario para acabar con el hambre en el mundo circula por el mundo, incluso no sería ninguna exageración peregrina asegurar que sobra por el mundo, diseminado sin rumbo en forma de esa calderilla que, incluso en tiempos de crisis financiera, desprecia cualquier desempleado del primer mundo. Lo único que no sobra, sino que falta a raudales, es la voluntad política de acabar con este problema. Piensen, si no, que hay voluntad para acabar con guerras incómodas, con el llamado cambio climático (problema modernísimo cuyas soluciones ya parecen encauzadas), con el excesivo gasto energético y hasta con la financiación de creencias religiosas con estudiados y minúsculos porcentajes en la declaración de la renta. Para todo ello basta con un líder de masas y una campaña bien planificada. Tal vez no surjan ni líderes ni campañas en este sentido hasta que el mundo civilizado no sienta la misma necesidad que sintió EEUU cuando acabó la gran Guerra y se sacó de la manga su célebre Plan Marshall, es decir, hasta que Occidente no descubra que los países africanos, Afganistán, Bangladesh, India y Vietnam constituyen demasiados kilómetros cuadrados como para no hacer rodar también por ellos las gracias del capitalismo.
El hambre, esa sensación –o esa condena– tan básica, tan instintiva, tan desconocida para quienes comemos tantas veces al día (y otras tantas pagamos por el diseño de absurdas dietas) nos parece un concepto bíblico, remotísimo de castigos prehistóricos, y sin embargo es una realidad cotidiana para más de 1.000 millones de personas en este planeta que produce, de sobra, alimento suficiente para todos sus habitantes. Este manejo de las cifras resulta siempre demasiado demagógico para convencer a quienes están habituados a escucharlas sin resultado alguno, pero nos muestra muy a las claras el lugar que ocupa el hambre global en las agendas de preocupaciones de los mandatarios igualmente globales.
El dinero necesario para acabar con el hambre en el mundo circula por el mundo, incluso no sería ninguna exageración peregrina asegurar que sobra por el mundo, diseminado sin rumbo en forma de esa calderilla que, incluso en tiempos de crisis financiera, desprecia cualquier desempleado del primer mundo. Lo único que no sobra, sino que falta a raudales, es la voluntad política de acabar con este problema. Piensen, si no, que hay voluntad para acabar con guerras incómodas, con el llamado cambio climático (problema modernísimo cuyas soluciones ya parecen encauzadas), con el excesivo gasto energético y hasta con la financiación de creencias religiosas con estudiados y minúsculos porcentajes en la declaración de la renta. Para todo ello basta con un líder de masas y una campaña bien planificada. Tal vez no surjan ni líderes ni campañas en este sentido hasta que el mundo civilizado no sienta la misma necesidad que sintió EEUU cuando acabó la gran Guerra y se sacó de la manga su célebre Plan Marshall, es decir, hasta que Occidente no descubra que los países africanos, Afganistán, Bangladesh, India y Vietnam constituyen demasiados kilómetros cuadrados como para no hacer rodar también por ellos las gracias del capitalismo.
- Este artículo aparece también en el nº 1.983 del semanario Cambio16.
lunes, 16 de noviembre de 2009
Delibes o cuando los premios resbalan
Si no recuerdo mal, descubrí a Miguel Delibes en la temprana adolescencia y gracias a una edición de Los santos inocentes que me prestó mi prima Aurelia en un tórrido verano en el que yo andaba buscando lecturas para aguantar el sopor de las tres de la tarde que se repetía hasta el infinito día a día. Aquella edición, que ya no tengo (no sé si la perdí porque dudo de que la devolviera, aunque sé que no era de mi prima, sino de una amiga suya), mostraba en la portada el fotograma de la película homónima que había hecho Mario Camus en 1984, tres años después de aparecer la gran obra del vallisoletano. Allí se veían, con sus caras de pobres irremediables, a Paco el Bajo, a la Régula y al Azarías, posando tal vez para el único retrato que iban a hacerles en sus vidas. Eran los actores Alfredo Landa, Terele Pávez y Paco Rabal, respectivamente, los que daban vida en la pantalla a esas criaturas de sufrimiento tan a flor de piel que había conseguido crear Delibes en la Raya, cualquier frontera extremeña entre este mundo y el desamparo total. Recuerdo que de aquella novela me quedó la sorpresa por la disposición de los diálogos y el regusto de la escritura que aprovechaba la magia de la oralidad. Desde entonces, me gusta la literatura con vocación oral, como la que tan bien sabía hacer el ya fallecido chiclanero Fernando Quiñones.
Después de devorarla en un par de días, con aquel par de frenos y marcha atrás con que se leen las novelas en verano que gustan mucho y uno no quiere acabar jamás, me fui a la biblioteca de mi pueblo en busca de más tesoros de Delibes. Encontré un libro de relatos que luego no he vuelto a ver que se titulaba Viejas historias de Castilla la Vieja, y todavía guardo de sus páginas el recuerdo de unas deliciosas lecturas en cualquier sillón de la biblioteca en la que tanto leí. Los cuentos eran breves y en todos aparecía un personaje de esos que tan bien sabe construir Delibes, con las manos encalladas y los pies bien metiditos en el terrón. Leí al poco tiempo La mortaja, una joya literaria que no sabría si definir como cuento largo o novela corta y de la que me quedó la muletilla elegante de sustituir "en realidad" por "en rigor". Luego vinieron Mujer de rojo sobre fondo gris, el homenaje a su esposa muerta; El camino, esa inolvidable novela que todo adolescente debe leer antes de empezar realmente a serlo; El príncipe destronado, El disputado voto del señor Cayo, Las ratas, ... y un largo etcétera que debería llegar hasta El hereje, que no he leído, a mi pesar. Miguel Delibes ha influido en mí mucho más de lo que pudiera pensar ligeramente. Y me alegro.
Siempre me pareció un hombre con los pies en el suelo. Me sorprendió que hubiera tenido siete hijos y hubiera estudiado tres carreras: la literaria, Periodismo y Derecho Mercantil. Aunque la primera ha sido la más fructífera, la segunda nos ha dado a un sabio director de El Norte de Castilla, un periódico que jamás he leído pero que siempre imaginé con la austeridad machadiana con que imagino las cosas de Castilla la Vieja, la de Delibes y la del cura y el barbero de Don Quijote.
Ahora el Gobierno de Castilla y León le ha concedido a don Miguel, con 89 años, la Medalla de Oro. Reconocimiento tardío para quien ya tiene tantos premios. Gana más el gobierno castellano que él mismo, porque don Miguel siempre tuvo bastante con un pliego y un bolígrafo, con su escopeta de caza y sus historias demasido humanas como para que pudieran entenderlas quienes ahora van a su casa a echarse la foto. Pero estas cosas suceden.
Desde esta pequeña plataforma digital que es mi blog, propongo con entusiasmo definitivo un reconocimiento para don Miguel a la altura de su calidad literaria: el Premio Nobel de Literatura.
Todavía estamos a tiempo.
Después de devorarla en un par de días, con aquel par de frenos y marcha atrás con que se leen las novelas en verano que gustan mucho y uno no quiere acabar jamás, me fui a la biblioteca de mi pueblo en busca de más tesoros de Delibes. Encontré un libro de relatos que luego no he vuelto a ver que se titulaba Viejas historias de Castilla la Vieja, y todavía guardo de sus páginas el recuerdo de unas deliciosas lecturas en cualquier sillón de la biblioteca en la que tanto leí. Los cuentos eran breves y en todos aparecía un personaje de esos que tan bien sabe construir Delibes, con las manos encalladas y los pies bien metiditos en el terrón. Leí al poco tiempo La mortaja, una joya literaria que no sabría si definir como cuento largo o novela corta y de la que me quedó la muletilla elegante de sustituir "en realidad" por "en rigor". Luego vinieron Mujer de rojo sobre fondo gris, el homenaje a su esposa muerta; El camino, esa inolvidable novela que todo adolescente debe leer antes de empezar realmente a serlo; El príncipe destronado, El disputado voto del señor Cayo, Las ratas, ... y un largo etcétera que debería llegar hasta El hereje, que no he leído, a mi pesar. Miguel Delibes ha influido en mí mucho más de lo que pudiera pensar ligeramente. Y me alegro.
Siempre me pareció un hombre con los pies en el suelo. Me sorprendió que hubiera tenido siete hijos y hubiera estudiado tres carreras: la literaria, Periodismo y Derecho Mercantil. Aunque la primera ha sido la más fructífera, la segunda nos ha dado a un sabio director de El Norte de Castilla, un periódico que jamás he leído pero que siempre imaginé con la austeridad machadiana con que imagino las cosas de Castilla la Vieja, la de Delibes y la del cura y el barbero de Don Quijote.
Ahora el Gobierno de Castilla y León le ha concedido a don Miguel, con 89 años, la Medalla de Oro. Reconocimiento tardío para quien ya tiene tantos premios. Gana más el gobierno castellano que él mismo, porque don Miguel siempre tuvo bastante con un pliego y un bolígrafo, con su escopeta de caza y sus historias demasido humanas como para que pudieran entenderlas quienes ahora van a su casa a echarse la foto. Pero estas cosas suceden.
Desde esta pequeña plataforma digital que es mi blog, propongo con entusiasmo definitivo un reconocimiento para don Miguel a la altura de su calidad literaria: el Premio Nobel de Literatura.
Todavía estamos a tiempo.
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