Entre italiano
y flamenco,
¿cómo cantaría
aquel Silverio?
La densa miel de Italia
con el limón nuestro,
Iba en el hondo llanto
del siguiriyero.
Su grito fue terrible.
Los viejos
dicen que se erizaban
los cabellos,
y se abría el azogue
de los espejos.
F. García Lorca.
Ni Silverio Franconetti ni Juan Breva, bien retratados en verso por el mismísimo Lorca, hubieran imaginado nunca que sus gritos aterciopelados de música almibarada y salvaje serían algún día dignos del aplauso universal. Cantaban, como Manuel Torre, porque un duende vivo les recorría las entrañas y no tenían otra manera de calmar su incomprendida sed de comunicación que abriendo el azogue de los espejos, como hacía desde su Alameda natal la Niña de los Peines. Desde el siglo XIX, principalmente, el artista flamenco se recorta en la negritud de los sentimientos universales desde sus orígenes concretísimos, y es local y universal al mismo tiempo, y ésta y no otra es la medida exacta del verdadero arte global, capaz de emocionar a un ser humano en un tabanco de Lebrija, en un escenario japonés o en una sala neoyorquina.
Que hasta ahora no haya surgido una iniciativa política para reconocer este arte de profunda raigambre humana, alquimia sacra del compás gitano y de la sabiduría jonda del mestizo pueblo andaluz, nos muestra a las claras qué nivel de observación y sapiencia han tenido los hombres de mando de esta tierra nuestra, arrastrada históricamente por la iniciativa surgida en otras latitudes de la Península y arrastradora de un inmerecido tópico de indolencia.
El flamenco que ahora pretende reconocerse como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco ha cumplido en su fatigado éxodo desde la noche de los tiempos hasta hoy todos los requisitos que tan alta instancia recoge en su articulado para bucear en estas muestras a lo largo y ancho del mundo: tradiciones y expresiones orales; artes del espectáculo (como la música tradicional, la danza y el teatro); usos sociales, rituales y actos festivos; y técnicas artesanales tradicionales. Parece que tales epígrafes fueron inventados para colocar al flamenco en el primer número de esa larga lista que empezó a elaborarse en 2001 y que de España ha rescatado tan sólo El Misterio de Elche (Alicante), el silbo gomero (isla canaria de La Gomera) y la fiesta de La Patum de Berga (Barcelona). Con el debido respeto a estos otros tesoros también nuestros, el flamenco reúne méritos mayores para integrar la preciada lista de la Unesco, y sorprende que a estas alturas de 2010 se encuentre en su segunda intentona para ser reconocido universalmente, previa campaña gubernamental basada tal vez en el merchandising que siempre le faltó. La grandeza flamenca, grandiosidad humana, de tantos artistas que cerraron el círculo de su desamparo natal después de haber dado la vuelta al mundo o de no haber salido de su barrio, indistintamente, se ha visto lastrada siempre por su poco valor en el mercado, y para la historia quedan las estampas indelebles de una Carmen Amaya haciendo una fogata en la mejor suite de New York; de un Camarón acordándose de su omaíta en la agonía de un amanecer; o de un Enrique el Mellizo carcomido por la tuberculosis en la pena negra de sus últimas horas. La indolencia no caracterizó a ninguno de ellos, a ninguno de los que se fundieron con la tierra que los había visto trabajar como agricultores, mineros, marineros, matarifes, fragüeros… en esas vidas suyas en las que encontraban en la expresión flamenca la precisa rendija por la que aspirar a la libertad, a una libertad hipotecada desde hacía siglos y que tan sólo la musa vaporosa del instante genial les regalaba durante unos segundos. De esa conciencia surgen coplas máximas como ésta: “Qué desgraciaíto aquél / que come el pan por manita ajena / siempre mirando a la cara, / si la pone mala o buena”. La trilla, la taranta, la alegría, el martinete y tantos otros palos de labor dan fe flamenca del origen laboral que tuvieron, como toda literatura enraizada en la comunidad que labora y canta, que trabaja con el sudor de su frente y se lo enjuga con el quejido doliente y hermoso en los ratos de solaz.
Los cantes flamencos, desde mucho antes de que los descubriera y los pasase a limpio el gran Demófilo, ya ofrecían un catálogo temático que abarcaba la vida misma, con sus penas, alegrías, amores, soledades, traiciones y nostalgias. A ellos se suman la atracción, a veces fatal, por lo religioso, las relaciones con el patrón o el mundo de la delincuencia. Lo dicho: la vida misma, y no en un lugar de la Tierra, sino en cualquiera de ellos. No en vano, la pasión por el flamenco, y no sólo por sus letras (que son las letras del pueblo) ha germinado, cuando las comunicaciones lo han permitido, en cualquier latitud del planeta, pues la pena punzante por un amor contrariado le escuece lo mismo a un gitano de Triana que a un negro de Chicago.
“Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre”, sentenció Tía Anica La Piriñaca, emperatriz jerezana de la seguiriya, formulando con ello una metáfora ajustadísima de la verdad que rezuma el cante flamenco, la verdad vital, auténtica que palpita en cada verso, en cada grito, en cada ay sonoro y repleto de humanidad que brota del cantaor de carne y hueso, semejante y hermano del respetable, pero tan auténtico en el tablao, en el escenario o entre los cabales de la peña como en su soledad cerrada y en carne viva. El flamenco se ha hecho espectáculo modernamente, pero antes atravesó la transición comunal de su socialización, la sacralización de su arte convertido en rito y su ejecución sólo para minorías. Sin entrar en la banalización que ha sufrido en las dos últimas décadas y que sólo afecta a un subproducto que no merece ser llamado con tal nombre, el flamenco ha llenado teatros, plazas de toros y grandes aforos antes reservados a otras músicas incluso menos populares. Lo que han hecho por él en el siglo XX cantaores ortodoxos como Antonio Mairena o José Menese o heterodoxos como Camarón o Enrique Morente; bailaores como Antonio Gades, Sara Baras o María Pagés; y tocaores como Enrique de Melchor, Pepe Habichuela, Manolo Franco, Manolo Sanlúcar o el todopoderoso Paco de Lucía es impagable a estas alturas de la historia. En el camino quedaron sembradas para siempre las contribuciones de los grandes que nacían en cualquier punto de nuestra geografía: desde Aurelio Sellés a El Rojo el Alpargatero; desde Manuel Vallejo a Porrina de Badajoz; desde Juan el Camas hasta las hermanas de Utrera (Fernanda y Bernarda), pasando por un siempre inacabado etcétera que incluye nombres tan valiosos como don Antonio Chacón, La Perla de Cádiz, El Niño de Gloria, La Paquera de Jerez, Manolo Caracol, Agujetas Viejo, Lola Flores, El Lebrijano, El Cabrero, Chocolate o Terremoto. De las últimas hornadas, y a partir del fenómeno de la Isla, no sólo se ha enriquecido el flamenco con nombres de la Baja y la Alta Andalucía como pudieran ser José Mercé, Esperanza Fernández, La Macanita o Carmen Linares, sino también de lugares apartados del Sur como Duquende o Miguel Poveda.
Todos ellos han paseado por el mundo entero su compás, el compás flamenco que es tradición y expresión oral, como pide la Unesco; que es arte y espectáculo, como pide la Unesco, en todas sus variedades de música tradicional, danza, teatro –interpretación–; que trasciende la música para convertirse en uso social y ritual en la fiesta (y más allá de ella), como pide la Unesco; y que genera una industria artesanal, como también pide la Unesco, en torno al vestuario, los complementos y los instrumentos de una rica tradición musical y dancística. Reúne el flamenco, por tanto, todos los requisitos, y con creces, que exige la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.
Desde los zíngaros errantes que surcaron la Antigüedad hasta los gitanos que arribaron a España en pleno siglo XV para, después de centurias de injusto desamparo, fusionarse con el ya mestizo pueblo andaluz y darnos así este crisol de expresiones artísticas en forma de cante, toque y baile, han existido infinitas oportunidades de comprobar que el flamenco es, en efecto, universal. El flamenco se ha universalizado al madurar como un fruto, irremediablemente. Que esta gestión postrera de los políticos de turno sea capaz o no de darle título en la ONU será en todo caso secundario. El flamenco ya tiene abiertas sus alas y surca todos los cielos de este mundo nuestro, sin licencia, como era de esperar.
- Este trabajo aparece también en el nº 49 de la revista Cuadernos para el diálogo (marzo de 2010).
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