Ha muerto José, el premio Nobel portugués de la Literatura que siempre se trazó con carboncillo ético, comprometido. Ha muerto Saramago, el escritor tardío que explotó de creacionismo cuando todavía no era tarde para elaborar una magistral obra ética y estéticamente admirable e interesadísima por el Humanismo con mayúscula, por ese afán de conocer al ser humano que le ha llevado a enseñarnos desde la Caverna de Platón hasta la última ráfaga de ese Caín que nuestra cultura maldice y él ha redescubierto como nuestro semejante, nuestro hermano, que dijo hace ya tanto Baudelaire. Este literato lusitano, antes de elaborar un quinto Evangelio según Jesucristo y su enésima novela sobre la ceguera humana, tan tristemente recurrente, había imaginado una Europa empapada de iberismo en naufragio continuo, y tal vez por eso su pensamiento conecta tan bien con nosotros los españoles, porque en su cosmovisión, a pesar de tanta saudade, no existe ningún abismo entre los hermanos que habitamos la Península, o las Islas Afortunadas, en cuyo epicentro espiritual llamado Lanzarote –celda marina y privilegiadamente retirada– ha tanto que gusta de vivir con una sevillana, periodista como él, ahora ya viuda y traductora no sólo de sus palabras.
Descanse en paz.
Descanse en paz.
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