Resulta tan significativo como preocupante que por primera vez en muchos años -especialmente en los tres que llevamos de crisis económica- no hayamos oído en los brindis de Nochevieja el consabido deseo de que el nuevo año traiga aire fresco para espantar los males. En la mayoría de los casos, nos hemos limitado a brindar por la salud, por el amor... y hemos omitido la bicha. A diferencia de esa esperanza vana que la gente manejaba estas pasadas Navidades, todos estamos ya absolutamente convencidos de que la crisis no se va a ir en un año ni en dos. Incluso Zapatero habla ya de un lustro. Y todo el mundo sabe que este presidente de escaparate que aún sufrimos es un optimista compulsivo. Pero lo más grave de la crisis es que, aunque parezca mentira, lo del dinero es lo de menos. Quiero decir que la crisis económica o financiera representa sólo una arista o un lado del complejísimo problema total. He aludido en varias ocasiones a que la etimología de la palabra "crisis" nos remite a cambio, cambio para peor, en el sentido que sociológica y lógicamente le damos. Pues bien, a estas alturas estamos ya en disposición de comprender perfectamente este cambio profundo, este retorcimiento acusado del hábitat al que ciertas burbujas nos tenían malacostumbrados. Hemos terminado un año, y una década, y un ciclo que nos introduce en una época distinta, purgante y recicladora, pero probablemente sin los mimbres necesarios para sacar en claro un fortalecimiento del humanismo, sino para asistir al enjuague social que destile individuos aún más embrutecidos. Y ahí está el problema de verdad.
Que no haya dinero es la gran excusa para todo, el gran achaque para dejar de invertir en todo. Y sigo sin hablar en parámetros exclusivamente económicos. Tanto es así, que cuando sí había dinero, aunque fuera falso, prestado, prostituido por esa banca maquiavélica que ya se ha ido de rositas, tampoco existía la verdadera inversión. Iban mal la cohesión social, la educación y la televisión. Y con este trío de males ya es suficiente para comprender la enfermedad del país. Ahora que no hay dinero ni para medicinas, no hay quien mitigue los dolores. Hasta ahora existían los inmigrantes resignados, los informes educativos para engañabobos y determinadas alternativas mediáticas. Pero de un tiempo a esta parte los inmigrantes se nos han tenido que ir; el PISA nos ha puesto en nuestro sitio; y CNN+ se ha apagado para que se encienda la bombilla lúcida que ilumina al Gran Hermano perpetuo. El PISA no podía salir bien en una país que convierte en princesa a Belén Esteban, en un país cuyo principal grupo mediático despide a Gabilondo para ocupar la pantalla con la telebasura de rizar el rizo, en un país cuyos políticos, sin apenas excepción, se preocupan sólo de mantenerse en sus cargos y no de resolver las claves putrefactas que fallan desde hace décadas. Y, sobre todo, en un país donde, a pesar de todo esto y de más, nunca pasa nada.
No nos debería preocupar tanto jubilarnos a los 67 como no empezar a trabajar hasta los 37, y de becario, y quien empiece, para alimentar la panza de un club de ladrones sin escrúpulos. Nos debería preocupar que nada es lo que parece ser, ni lo que debería ser: ni la Administración, ni la política, ni los sindicatos, ni el sistema educativo, ni los medios, ni la Iglesia, ni... Sólo los mercados financieros son lo que parecen y actúan sin complejos ni disimulos en la gobernanza real que nos tiene a todos sometidos. Con este panorama que los principales responsables de nuestro mundo se niegan a reconocer, nuestros hijos amanecerán a un mundo mate que en nada se parecerá al que sus abuelos soñaron. El cambio -la crisis en su cara positiva- depende de una confluencia responsable de voluntades individuales que apuesten, cada cual desde su pequeña parcela vital, por labrar un futuro mejor a las generaciones venideras. Y esto depende de que llamemos a las cosas por su nombre, de que avisemos de que el éxito requiere de esfuerzo y de que no todo da lo mismo; de que enseñemos a nuestros hijos que es importante darse cuenta de que nadie da duros por pesetas, que es fundamental saber leer y comprender con juicio crítico lo que dicen los demás, especialmente los poderosos; que el verdadero humanismo depende de la voluntad de mejorarnos y de la curiosidad infinita; y que esto sólo lo arreglamos si nos conocemos bien nosotros mismos, y eso requiere de cierto silencio en la algarabía interesada que nos acosa cada día.
Que no haya dinero es la gran excusa para todo, el gran achaque para dejar de invertir en todo. Y sigo sin hablar en parámetros exclusivamente económicos. Tanto es así, que cuando sí había dinero, aunque fuera falso, prestado, prostituido por esa banca maquiavélica que ya se ha ido de rositas, tampoco existía la verdadera inversión. Iban mal la cohesión social, la educación y la televisión. Y con este trío de males ya es suficiente para comprender la enfermedad del país. Ahora que no hay dinero ni para medicinas, no hay quien mitigue los dolores. Hasta ahora existían los inmigrantes resignados, los informes educativos para engañabobos y determinadas alternativas mediáticas. Pero de un tiempo a esta parte los inmigrantes se nos han tenido que ir; el PISA nos ha puesto en nuestro sitio; y CNN+ se ha apagado para que se encienda la bombilla lúcida que ilumina al Gran Hermano perpetuo. El PISA no podía salir bien en una país que convierte en princesa a Belén Esteban, en un país cuyo principal grupo mediático despide a Gabilondo para ocupar la pantalla con la telebasura de rizar el rizo, en un país cuyos políticos, sin apenas excepción, se preocupan sólo de mantenerse en sus cargos y no de resolver las claves putrefactas que fallan desde hace décadas. Y, sobre todo, en un país donde, a pesar de todo esto y de más, nunca pasa nada.
No nos debería preocupar tanto jubilarnos a los 67 como no empezar a trabajar hasta los 37, y de becario, y quien empiece, para alimentar la panza de un club de ladrones sin escrúpulos. Nos debería preocupar que nada es lo que parece ser, ni lo que debería ser: ni la Administración, ni la política, ni los sindicatos, ni el sistema educativo, ni los medios, ni la Iglesia, ni... Sólo los mercados financieros son lo que parecen y actúan sin complejos ni disimulos en la gobernanza real que nos tiene a todos sometidos. Con este panorama que los principales responsables de nuestro mundo se niegan a reconocer, nuestros hijos amanecerán a un mundo mate que en nada se parecerá al que sus abuelos soñaron. El cambio -la crisis en su cara positiva- depende de una confluencia responsable de voluntades individuales que apuesten, cada cual desde su pequeña parcela vital, por labrar un futuro mejor a las generaciones venideras. Y esto depende de que llamemos a las cosas por su nombre, de que avisemos de que el éxito requiere de esfuerzo y de que no todo da lo mismo; de que enseñemos a nuestros hijos que es importante darse cuenta de que nadie da duros por pesetas, que es fundamental saber leer y comprender con juicio crítico lo que dicen los demás, especialmente los poderosos; que el verdadero humanismo depende de la voluntad de mejorarnos y de la curiosidad infinita; y que esto sólo lo arreglamos si nos conocemos bien nosotros mismos, y eso requiere de cierto silencio en la algarabía interesada que nos acosa cada día.
- Este artículo lo publica también el semanario Cambio16 en su nº 2.041
3 comentarios:
Cada día estoy mas seguro de lo ridículo que es el poder de los gobiernos comparado con el poder que tienen los grandes bancos y las grandes empresas. Estamos vendidos a estos señores, y me temo que solo una "revolución ideológica" sería capaz de librarnos de ese futuro tan oscuro del que hablas no ya para nuestros hijos, sino para nosotros mismos. El problema es que es muy difícil educar y que la gente nos demos cuenta de qué está pasando y quienes son los que tienen la sarten por el mango. Me alegro de que por lo menos tu pongas tu granito de arena en intentar que comprendamos qué es lo que pasa a nuestro alrededor; este es el periodismo "del weno", jajaja. Un abrazo.
Gracias por tu comentario, No Cars Go. Me da la sensación de que nos conocemos, ¿no?
No puedo estar más de acuerdo con su artículo.
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