viernes, 27 de julio de 2012

¿Qué sabrá Montoro de los higos chumbos?

Ahora que está peatonalizada y antes que no lo estaba, la Esquina de Valiño de mi pueblo ha sido siempre una institución seria. Incluso desde antes de conocerla yo, sé por lo que cuentan o escriben otros viejos paisanos que fue un lugar de tertulia o conspiración, según el rato y la época. Pero sobre todo la Esquina de Valiño constituye el otro Cuatro Vientos interior, no como el de la general, mucho más abierto y despersonalizado, sino concentrado, cercano y plural al mismo tiempo, por donde uno puede pasar dos veces y enterarse sin hablar con nadie si el mundo ha amanecido bien o amenaza con derrumbarse. Hace un rato, antes de almorzar, le he comprado allí a un hombre una bolsita con diez higos higiénicamente pelados con unos guantes de látex como los de las clínicas. Alguien le habrá dicho al hombre que la gente es ya muy escrupulosa y que como no sea con guantes no se parará ni Dios. Así que allí está el viejo, porque ya tiene una edad, con su vespino y las angarillas, su gorra calada, su navaja y su sonrisa cálida pregonando como antiguamente: "¡10 higos, un euro! ¡Venga, que se va el tío!". 

No me he equivocado al reproducir el pregón: 10 higos, un euro. Yo he comprado una bolsita y le he entregado al hombre un euro. Al decirle gracias, he sentido vergüenza y se me han acumulado las ideas. En medio de la calle me he reencontrado con Marina, que venía de comprar un bikini: 50 euros. Y conforme caminábamos en busca del coche, me he acordado de Montoro, de Rajoy, de De Guindos, de la Merkel, de Draghi... y de todas sus primas, que no tienen más riesgo que este vendedor de higos al que no van a retener en su casa con la paguita de viejo o la ayudita del yernazo. 

¡Este señor de los higos sí que sabe de Economía!, he pensado apesadumbradamente. Porque lo he imaginado con su caña y su vespino con cerón, dejando atrás una polvareda mañanera por cualquier cañada de los alrededores, en busca de unas pencas que no fueran de nadie. Coger higos tiene guasa. Hay que capturarlos uno a uno, con una caña de casi tres metros, bajo unos pencales que te llenan de puyas quieras o no. Cuando tienes diez o doce, te parecen muy pocos y no tienes más remedio que seguir cogiendo, con parsimonia prudente entre los ariscos pencales. Una vez que tienes un montón como para llenar un cubo, es conveniente sacudirlos sobre una manta, en la arena, para que suelten puyas. Luego pelarlos es otra historia. 

Yo siempre recordaré cómo lo hacía mi abuelo Eloy. Los tenía en un cubo de aluminio en el brocal del pozo, que es donde verdaderamente alcanzaba el frescor adecuado. "En el frigorífico ese se ponen relamíos", hubiera dicho el pobre. Mi abuelo andaba lentamente, como un obispo en el altar mayor. Se acercaba al brocal, cogía el cubo lleno de higos, se iba al corral, dejaba el cubo en el suelo, volvía a por su sillita baja, la colocaba en el lugar justo donde estuviera la corriente de la marea vespertina, se sentaba con cuidado, abría las piernas y apoyaba los codos en las rodillas huesudas, y comenzaba la operación con la navaja en la derecha y el higo en la izquierda, sostenido con mucho tino entre el dedo corazón y el pulgar, colocados sabiamente y sin mirar en los huecos donde no había puyas. Hacía un giro extraño con la mano izquierda para facilitar los tres cortes con la derecha, uno abajo, otro arriba y un tercero tranversal. Entonces soltaba la navaja en el filito del cubo y abría la cáscara, dejando el fruto, fresquito e irrestible, al alcance de mi mano, para que yo lo cogiera. Mientras me lo comía en tres o cuatro refrescantes y chorreantes bocados, yo pensaba en lo valiente que era mi abuelo para pelar tantos higos sin llenarse de puyas. "De esto sólo se puede comer uno o dos, que después ya sabes lo que pasa", decía él con retranca. Lo que pasaba es que uno se estreñía, por las pepitas, según se decía en aquella época.

Luego recuerdo que mi padre le quitaba hierro a esa prudencia excesiva en comer higos. "Te puedes comer cuatro o cinco y no pasa nada", decía él. Y aquella otra valentía a la hora de comer también la admiraba yo en mi asombro de niño. Algunas veces acompañé a mi padre a coger higos en verano. Llevaba un cubo enorme, para que el viaje mereciera la pena. Cuando volvíamos a casa y los había pelado para ponerlos en el frigorífico, se llevaba un rato chupándose los dedos y los bordes de las manos, para quitarse las puyas.

Muchos años después, cuando yo ya hacía reportajes para El Correo de Andalucía, al filo de esta crisis que entonces parecía que iba a durar un año, me enteré de que El Gamboo, uno de mi pueblo, había sembrado un campo de higos chumbos para sorpresa de los vecinos. Lo visité y me interesó tanto su historia de campesino emprendedor que escribí un reportaje para el periódico que tuvo cierto éxito. Todavía anda colgado en la web. Al final de aquel mismo verano, pasamos Marina y yo por la casa del Gamboo. Nos paró, nos dio un vaso de zumo de higos y nos regaló una garrafa entera, exagerada y generosamente. Tenía entonces El Gamboo la intención de aventurarse en el zumo y el helado de higos. Pero ya no supe más.

Cuando hoy compré la bolsita con diez higos, me dio vergüenza pagar solamente un euro, porque un solo higo, con todo lo que conlleva hasta que lo saboreas, no puede costar 10 céntimos, que es una moneda inútil. El hombre, sin embargo, me entregó la bolsita muy agradecido. Entonces me acordé de Montoro y de toda esa gente que no tiene ni idea de cómo coger higos chumbos y, por fuerza, tampoco de la economía verdadera, por la que, a pesar de ellos y sus tropelías, la gente no se muere de hambre. Ahora me he comido tres después de almorzar, para no ser tan prudente como mi abuelo ni tan valiente como mi padre, y para hacerle un homenaje íntimo a Aristóteles, aquel filósofo que insitía tanto en que en medio está la virtud y que en los últimos años ha sido completamente ignorado. Por eso estamos como estamos.

-Este artículo se publica también en el número de Septiembre de la revista Vía Marciala, de Utrera (Sevilla).

jueves, 26 de julio de 2012

La prima

En el siempre polémico terreno sociolingüístico del género, aparte de aquel "Si es prima hermana, con más ganas", creo que -al contrario que ocurre con la zorra, por ejemplo- la prima sale ganando su partida con el primo, pues, al margen de los números primos, siempre raros y solitarios, todo el mundo sabe que hacer el primo no es precisamente bueno, mientras que las primas siempre cotizaron más, no sólo las que se llevan calentitas los futbolistas por ganar o perder, a capricho, sino esta famosísima prima de riesgo que todos conocemos ya, que sube como la espuma cada vez que alguien importante mete la pata, o la gamba, que dirían los italianos. De primos y primas está el mundo lleno, máxime en estos momentos de crisis aguda en los que cualquiera se acuerda de uno/a por si le puede echar una manita. Ya sea en la izquierda o en la derecha, no tendríamos sino que echar un vistazo a los nuevos enchufados de las recién nacidas administraciones recolocadas a gusto de cada sigla para comprobar cuán abundantes son las primas y los primos, aunque esta de riesgo parezca la más arriesgada. Lo parezca, insisto. Que aquí todos los pájaros comen trigo y las culpas, al gorrión. Y también hay gorrionas.

En este sentido, a uno, que no entiende de Economía con mayúsculas, sino de la economía de andar por casa donde bastan las sumas y las restas para tirar, no deja de llamarle la atención dos asuntos relacionadas con esta famosa prima. 

El primero es que escuchaba en la radio, hará menos de un año, la catástrofe anunciada si la susodicha alcanzaba los 300 puntos básicos. Luego llegaron los expertos subiendo esa temida barrera a los 400. Y cuando todo parecía perdido porque rozábamos los 500, se puso la muy atrevida en los 650. Y la gente siguió entrando y saliendo, como si tal cosa. Algo así pasó con los millones de parados cuando íbamos a llegar a los tres. Y luego cada cual ha tirado con su pena, con prima o sin ella, más bien con madres y suegras. El caso es que quienes nos asustábamos tanto con esta prima hirviente tenemos ya la sensación de haber despertado de un letargo infantil donde nos contaban el cuento del lobo. Lo malo es que el lobo llegó -en el cuento, digo- y se comió a las ovejas cuando nadie lo esperaba.

El segundo tiene que ver con mi escaso conocimiento serio de en qué consiste esta prima de riesgo. Según tengo entendido, en la cantidad que hay que ofrecer a los inversores para contraprestar la falta de confianza que tienen en que le terminemos pagando lo que nos prestan. Y todo ello tomando la absoluta confianza que se tiene en Alemania como referencia. Como hay una relación directa entre esta prima y el porcentaje del interés de la deuda pública, cuanto mayor sea la prima, mayor es el interés que debemos pagar por esta deuda de todos. Con lo cual, si del interés viven -y cada vez mejor- unos cuantos espabilados, estos espabilados tendrán mucho interés en que la prima suba, y cuando tengan que pronunciarse en cuanto a la confianza que le genera España por lo que respecta a la posibilidad de pago de su deuda, siempre dirán que ninguna, que tienen cada vez menos confianza, y así la prima seguirá subiendo indefinidamene. O sea, un negocio redondo. Es la lógica del abusón. Si un abusón descubre que, retorciéndole el brazo, la víctima suelta más y más dinero, encontrará muy placentero el retorcimiento. Y no se preocupará de lo que vaya a pasar mañana. Que hoy mando yo, mañana mande quien quiera. En los casos de acoso en el instituto -bullying, creo que lo llaman- sólo la intervención de los demás compañeros y de los profesores puede romper la dinámica absurda y con vocación de eternidad del agresor. Si los profesores nos hiciésemos también las víctimas, los abusones se harían con las riendas del instituto.

Y valiéndome de la metáfora educativa, creo que algo así está pasando en el mercado internacional y en España con este gobierno victimista que tenemos. Por eso la prima no baja -ni pensarlo- cuando el gobierno anuncia ajuste sobre ajuste, sino todo lo contrario. Cuantos más ajustes haga el gobierno, contra los ciudadanos, más garantías tendrán los prestamistas de cobrar, pero -¡¿quién dijo miedo?!- siempre dirán que no es suficiente para que la prima suba más y el interés también. Así que por muchos más ajustes que el gobierno emprenda, los mercados no se darán por satisfechos. Es más, siempre contarán con la excusa de que si la cartera de la ciudadanía va peor, la economía estatal también lo irá. Con lo que se fían menos. La avaricia es infinita. Es un viejo pecado. 

Por todo ello, creo que en vez de insuflar confianza a los mercados, el gobierno debería insuflarnos confianza a los ciudadanos, y así ningunear a esos mercados sin cabeza que están convirtiendo este mundo en un esperpento difícil de espantar. Mientras no lo haga, siempre nos enfrentaremos, con resignación, a esa prima redicha a la que nadie es capaz de decirle a la cara lo fea que es. Sería un riesgo imprescindible.

jueves, 19 de julio de 2012

La crisis y otros escándalos (II)

La desesperación es mala consejera, tanto para un partido que ha conseguido el gobierno cuando ya no había nada que gestionar como para el resto de partidos -incluido el eterno compañero del turnismo- que se ve ahora en la obligación teatral de montar una bronca lo más gorda posible en la calle, con muchos sindicalistas, nostálgicos de la República, funcionarios trasquilados, parados y papás hartos de sostener a sus dos o tres siguientes generaciones en casa, sin futuro por ninguna parte. La desesperación lleva al gobierno a no ver más soluciones que pegar tijeretazos a diestro y siniestro, sobre todo a siniestro,  en un histrionismo cortante que pretende convertir en heroísmo, y al resto -donde nos integramos la población ahora como un todo que nunca lo fue, un todo de víctimas que nunca nos quisimos tanto-, a esa eterna lamentación un tanto absurda que siempre se resume en que esto de la crisis lo veíamos venir, que los políticos y los banqueros tienen la culpa de casi todo, que los nuevos ricos engordaron irresponsablemente la pelota de la inflación y que ahora deberíamos ponerlo todo patas arriba, empezando por la Iglesia y el Rey y terminando por esa casta política que nunca nos molestó tanto como ahora, cuando cualquier politicucho que no ha generado una sola idea decente para la colectividad vuelve a encontrar su carguito mientras a mi hijo y a mi yerno se les agotó la ayuda esa que daban.

Es el momento de los recortes gordos, aunque no los últimos, y de la desesperación, que conduce al populismo, a la demagogia, al discurso facilón y ardiente, para arrastrar a las masas no se sabe a dónde, aunque las masas van porque no tienen nada mejor que hacer. 

Y en medio de esta realidad tan teatralizante y teatralizada, uno se acuerda de esa percepción de los políticos que tenían mis mayores y hasta uno mismo de pequeño. Creíamos entonces que había una brecha enorme entre la gente preparada, como decíamos en aquella época, y la que no, la que no se ocupaba más que de trabajar y traer un sueldo a casa, para la que el mundo era una cosa insolucionable y cada cual tenía bastante con lo que se cocía en su hogar. Entonces creíamos muchas cosas que, conforme nos hicimos mayores, empezamos a descreerlas, que era una manera de defraudarnos con la vida. Supongo que es ese mismo proceso hacia la mayoría de edad del que teorizaban maestros como Kant por el que, tomando ejemplos más de andar por casa, uno veía a su papá como el más fuerte, el más listo y el más capaz de cualquir cosa, hasta que un día uno descubría que su padre era un tío más bien corriente, con muchos defectos y al que uno no querría parecerse precisamente, al menos en aquellos años adolescentes en que crecía la certeza absoluta de que uno se comería el mundo de dos bocados. Sí, los políticos dejaron de ser gente preparada para convertirse en oportunistas descarados, al que por supuesto el discurso forzado y locuaz al que el sistema los obliga no los libra de esa pinta vergonzosa de personajes de cómic o guiñol. Escribo esto y me acuerdo irremediablemente, por imperiosa actualidad, de los ministros Montoro y De Guindos, que forman como una exquisita pareja de tontorrones que siempre piensan después de haber hablado y por eso cada vez que hablan sube el pan, o el Íbex o la bolsa o la prima esa de riesgo, ya que hoy ni siquiera comemos pan al fin y al cabo, sino snacks o sandwidches o biocenturis como mucho. Montoro y De Guindos, De Guindos y Montoro son una pareja de risa pero peligrosa porque, a fin de cuentas, tratan con nuestro dinero, que es el de todos o el de nadie o el de ellos solamente, como demuestra este afán repentino por agradar en Europa, no bajando el paro, que es lo más preocupante por aquí abajo, sino el déficit, que es lo más importante por allá arriba. 

No veo solución al alcance de la mano mientras esta teatralizada sociedad no haga sino lo previsible, lo que a cada cual corresponde, ora amenazando con que no habrá dinero para pagar nóminas a los funcionarios, ora subiendo al autobús con la pancarta y la consigna memorizada. Luego los barrenderos limpiarán las calles de tanta indignación, preocupados porque ya estamos a final de mes y a ver si cobramos; los manifestantes se irán a casa, satisfechos de haberle gritado mucho al gobierno, y el gobierno preparará su análisis irónico del fracaso de las manifestaciones, porque las decisiones ya están tomadas, que le pregunten a la Merkel, que un día de estos lo va a dejar todo y se va a ir a su casita de pueblo, a descansar definitivamente. Con esta gente y este maniqueísmo estéril de buenos y malos, en función de la legislatura y la bancada, no llegaremos sino donde el tiempo nos depare. Dios nos ampare.

Este artículo, junto al anterior, se publican asimismo en el nº 2.116 del semanario Cambio16.

viernes, 13 de julio de 2012

La crisis y otros escándalos

Lo peor de la crisis que sufrimos a diario es que cada día se hace mayor, más omnipotente, más omnipresente, más protagonista hasta cuando hacemos el amor. No se habla de otra cosa. Y es una lata, sobre todo, oír decir las mismas paparruchadas a gente que no tiene ni idea de lo que dice, a gente que habla de oídas y que sólo abre su pico cuando le han dado un picotazo tras otro en su bolsillo de burguesito contumaz. Con esto de las nuevas tecnologías en red, además, proliferan los filósofos con dichos ingeniosos mientras se toman su gin-tonic, los pensadores que plagian cualquier frase que venga a cuento y la lanzan con su pda o como se llame, los reflexivos parlanchines en soledad que no saben cómo gestionar para nada su rabia porque, en efecto, aquello del bienestar se acabó el mes pasado.
 
A continuación están los políticos, que demostraron su inutilidad desde que la Merkel dijo aquí estoy, empezando por nuestro inútil presidente que más que un inútil en el sentido insultante que se le da en mi tierra, en ese sentido de no valer ni para estar escondido, es un inútil en el sentido de ser anacrónico, de estar pasado, como la uva pasa que ya nadie se come porque ya nadie guarda para sacar la bolsita dulce meses después. Cómo ha pasado el tiempo. Ese tiempo de las vacas gordas del que ahora resulta que todo quisqui reniega, del que ahora resulta que casi nadie se aprovechó. Siempre fueron otros los culpables. Y probablemente quienes se lamentan, nos lamentamos, tienen -tenemos- razón. Pero para qué sirve sino para alimentar la cansina llantina de convertir la crisis en el lobo feroz que ya llegó a pesar de que todos avisamos.
 
Hacen faltan ideas, individuales y colectivas. Las primeras para que cada cual apechugue y salga lo mejor que pueda de esta pantanosa situación. Las segundas para que la colectividad cuasinerte y aletargada que no ha pasado de indignarse, evidentemente, arranque el período de la acción en positivo, es decir, en gerundio creativo. Y yo no veo por ninguna parte ninguno de los dos tipos de ideas, sino toda especie de lamentación, hasta por parte de quienes tuvieron su época de labrarle un futuro a la sociedad y se dedicaron a dilapidar aquel presente a base de pelotazos, bien como agentes irresponsables de la gestión del bien común, bien como pelotas irremediables que entonces sonreían en silencio y ahora han perdido su pudor para hacerse las víctimas como todo hijo de vecino.
 
Lo peor de la crisis, en fin, es constatar todo esto y digerirlo a discreción.
 
Con el pleno histórico de recortes de este pasado martes uno constata, claro que sí, que vivimos la transición de una época a otra, la dolorosa crisis -o cambio- que nos ha arrastrado del tiempo ascendente de nuestros padres al tiempo descendente que van a heredar nuestros hijos. Y que la sangría de recortes, escándalos y sorpresas no ha terminado ni mucho menos, a pesar de las manifestaciones y otros picnic que preparemos para cuando se vaya este sofoco, sino que vendrán más bajadas y subidas al dictado europeo, al servicio de esta moneda que nos dimos alegremente sin pensar en ningún momento cómo funcionaba eso de la prima de riesgo, de los eurobonos, del Íbex, del BCE, del FMI, de las participaciones preferentes, de los valores sinvergüenzas, de las agencias de calificación y de la madre que los parió.

No hace falta ser un lumbreras ni haber estudiado un máster, y ni siquiera ser un pesimista más o menos informado o un optimista ajustado a los tiempos que corren, para darnos cuenta del explotido a rachas que está sufriendo todo, ese todo que los sindicalistas vaticinan que los otros, los malos, quieren cargarse mientras sacan provecho. El perverso sistema se encarga de darnos tantas noticias amargas a cuentagotas. Menos mal. Pero sería imprescindible que unos cuantos valientes dieran el salto para ver el final de esta pelota histérica y rutinaria antes de que lo veamos y suframos el resto de los mortales. Hace falta ir trabajando ya la reconstrucción, para ganar tiempo, y que el tiempo de los escombros dure lo menos posible. Al menos está claro que esa clase de valientes no va a salir de la clase política actual. Por eso es importante la investigación.

miércoles, 4 de julio de 2012

La vida sigue igual

Después de que la Selección Española de Fútbol ganara la Eurocopa (creo que se llama así, pero no me hagan demasiado caso; me pierdo con estos nombres semivacíos) y millones de españoles actuaran como si les hubiera tocado la lotería, para mi asombro, parece que la rutina vuelve a imponerse, con sus lotes de parados y malas noticias al amanecer. No me considero ningún aguafiestas, pero por mucho que me paro a pensarlo no consigo comprender que tanta gente celebre que un puñado de chavales a los que se les da fenomenalmente jugar al fútbol hayan ganado un campeonato europeo después de jugar seis partidos y ahora se lleven calentitos 50 millones de las pesetas que todos echamos de menos. No es envidia, no es descaste, no es mal rollo. Es, simple y llanamente, que no lo comprendo. Todavía si alguno de los futbolistas fuera mi primo o mi hijo o mi hermano, todavía. Todavía si los que se desgañitan animando al equipo de sus pasiones se llevaran una módica cantidad, simbólica, de -digamos- diez euritos, todavía. Pero estando el patio como está y el futuro como está, comprendo cada día menos cosas. Me esfuerzo, no se crean. Y pienso que se trata de un fenómeno de masas por el que muchas personas se olvidan de sus propios problemas, de sus propias agonías y experimentan un halo de felicidad al saberse parte de una colectividad que hace suyos los triunfos de unos jugadores que nos representan a todos los que vivimos en España. Pero luego lo pienso todo fríamente y sigo sin comprenderlo de verdad. Debo de ser un tío muy frío, o un tío demasiado racional. Supongo. Porque, créanme, vi, por ejemplo, el partido de la final, el de la Italia humillada por el 4-0. Y sí, me entusiasmé con los goles y todo eso. Pero cuando terminó el partido y escuché los berridos y las trompetas de la masa, volví a darme de bruces con una realidad que cada día entiendo menos. Muchos paisanos se fueron, al parecer, a celebrarlo a la fuente principal de la avenida principal de mi pueblo. A celebrarlo. En fin. 

Yo miré a mi hijo, al que Marina le había comprado una camiseta roja de esas, en los chinos. Disfruté mirándolo porque es muy guapo, con esa camiseta o con la que sea. Pero me lo imaginé veinte años después, y deseé no verlo celebrando nada tan ajeno como un partido de la tele con un entusiasmo tan fuera de lugar. Imaginé, sobre todo, que dentro de veinte años esta crisis que está arruinando el futuro de los jóvenes fuera ya pasado histórico, de esa clase de pasado que se mira por el rabillo del ojo y del que los viejos siempre hablan con suficiencia de sabiondos. Imaginé que los políticos que salen por la tele fueran otros, pero otros de verdad, no los herederos de estos papafritas que no tienen siquiera una porción de discurso mínimamente esperanzodora, sino una serie de clichés repetitivos que ya no convencen a nadie y tal vez por eso oigo gilipolleces tales como la proposición de que Vicente del Bosque, el seleccionador de los futbolistas estos, sea presidente del Gobierno. Qué vamos a esperar. 

Hablando en serio, más allá de estas celebraciones tan periódicas que siempre acaban con borracheras, calles sucias y muchos tíos con camisetas iguales y bolsitos en banderolas, aborregados, hablando en serio, digo, me preocupa seriamente que mi país destaque solo porque nuestra selección de futbolistas haya ganado los partidos que se le han puesto por delante. Que no destaque en investigación ni en economía ni en resultados educativos ni en gestión de los propios recursos. Y, sobre todo, me preocupa que esa élite de pensadores que debería decir todo esto a las claras se pliegue, sin embargo, a agavillar una serie de mentiras políticamente correctas para seguir bailándole el agua a no sé quién: que esta selección es un ejemplo a seguir, que con el esfuerzo se llega a cualquier sitio, que si el compañerismo, que si el coraje, que si la raza española. El esfuerzo y la honestidad son otra cosa, que se mide en años de sacrificio y no en un juego con la pelota. Hablamos de la vida, idiotas, me gustaría decirles a los amigos que aprecio de verdad. Una cosa es el fútbol, ese fútbol aupado a símbolo de no sé qué, a cortina de sí sé qué, y otra cosa la vida, que es algo irrepetible y muchísimo más serio. 

En los próximos años intentaré enseñárselo a mi hijo, que empieza la escuela en septiembre, y al que le queda tanto por vivir en serio, por fortuna.