Hasta los ateos más recalcitrantes tendrán que reconocer que ningún gobierno del mundo, ni siquiera el de EEUU, crea tantas expectativas a base de intriga como el del Vaticano, con toda esa liturgia de la que es experta la Iglesia de señorones lentos entrando por una puerta y desapareciendo por la otra, campanadas significantes y fumatas negras al cielo de Roma. Hasta el Habemus Papam definitivo -cuya deliberación previa ha tardado históricamente entre tres horas y tres años-, los telediarios del mundo entero tienen sus focos puestos en la Plaza de San Pedro y en la Capilla Sixtina, donde siguen reunidos los 115 hombres más poderosos de la Iglesia Católica Universal, dilucidando no sólo quién de ellos sería el hombre más oportuno para portar en su dedo el anillo del Pescador que ha devuelto Benedicto XVI para volver a llamarse Ratzinger, sino tal vez consultando con el Espíritu Santo qué han de hacer para revigorizar a una institución que podrá presumir de dos milenios de historia pero que no puede hacerlo de un presente abúlico en el que las nuevas generaciones -a menos que sean rebaño pastoreado por el Opus Dei o similares- no se interesan en absoluto por ella.
Por estos lares, las iglesias están llenas de viejas, y donde acaso se oye algo el jolgorio de cierta juventud es porque resuena también la golosina de un paso semanasantero que cuenta con su propio circo, ajeno a los designios de Cristo y el compromiso con los más pobres y volcadísimo con su propio repertorio de florecillas, trabajaderas y cornetas. Pero la Iglesia en sí, que tampoco se ocupó en su momento de reconvertir a aquellos capillitas en cristianos de fe sino que se conformó con que hicieran bulto en sus templos, como los papás en las primeras comuniones o el gentío en los pésames de los entierros, está de capa caída, con escaso ímpetu y nula capacidad conmovedora si no es allí donde los cristianos representan el 75% del total y donde sus pastores tienen, precisa y paradójicamente, menos cuota de poder. Cuántos cristianos de base, a ras de calle, hay en Latinoamérica y en África y, sin embargo, qué pocos cardenales con posibilidades por allí... He oído por la Iglesia que el mundo no está preparado para un Papa negro. Y me ha irritado la hipocresía insufrible de la afirmación. Después de un presidente norteamericano negro que ya va por su segunda legislatura, ¿quién no está preparado para un Papa negro: el mundo o la propia Iglesia? ¡Qué le importó a la Iglesia nunca la preparación del mundo!
Desde los preparativos del cónclave, se están escuchando nombres continuistas que no arreglarían en absoluto el caos de esta Iglesia que, en palabras del propio ex Papa, ahora emérito, es una "barca que hace aguas por todas partes". Y en este proceso desdogmatizador que inicia justamente el Papa más severo con el relativismo moderno sale nuestro cardenal sevillano, Amigo Vallejo, también emérito, y dice que él ya ha acordado con el Espíritu Santo no salir de Papa. Y por aquí se le ríe la gracia.
Toda la potencia intrigante del proceso elector del nuevo Papa es directamente proporcional a la potencia defraudadora si el nuevo Papa sale con más de lo mismo, más incienso y más enroque sobre sí mismo y nulo aperturismo hacia un mundo que, profundamente defraudado con todos los predicadores, está pidiendo a gritos gestos de buena voluntad, amagos directos para la Salvación de los Pobres que prometió Jesucristo. Sólo si lo consiguiera, y empezaran a recuperar la voz tantos intelectuales lúcidos reprimidos por la Santa Madre, la Iglesia empezaría a tener posbilidades de resucitarse a sí misma. Si no, el desgaste o la reconversión en otra cosa es cuestión de tiempo. Al latín le pasó. Que le pregunten al español, o al italiano.
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