Con la sinvergonzonería cotidiana que nos va cubriendo desde que comenzamos a no hablar de otra cosa que de la Crisis, así con mayúsculas, uno va comprendiendo mejor aquel refrán que oímos de chico que empezaba por admitir que todos los pájaros comían trigo. Ahora sabemos que no es que todos los pájaros comiesen trigo, sino que la mayoría comía mucho trigo, demasiado, aunque la culpa se la llevase siempre el pajarito más doméstico, más cercano y familiar del que sabíamos hasta el nombre. La confianza da asco era otro de esos refranes que uno empieza a comprender más tarde. Y viene esta reflexión de culpas siniestras e injustas al hilo de cierta melancolía que he empezado a sentir esta mañana cuando leí que una nueva ordenanza contra el ruido del Ayuntamiento sevillano está planeando prohibir que las campanas de las iglesias y los relojes de los edificios públicos den las horas. Es decir, que sacan una norma para luchar contra el ruido y se fijan en las campanas de las iglesias, cagoendiez, y perdonen el exabrupto, pero es que la melancolía se me agrió en malaleche cuando supuse a las campanadas de por quién doblan las campanas y de las iglesias pueblerinas de Juan Ramón y hasta del reloj de bolero al que Moncho le pedía en clave de amor que no marcase las horas como culpables del ruido que nos está volviendo a todos locos. Y eso, perdonen el juego fácil, suena fatal, a cacofonía del peor metal... como todo en este loco mundo en el que nos quieren hacer lo blanco negro y convertir en tonto al que tonto no es.
La cosa puede parecer anecdótica, pues hasta un servidor reconoce el alivio que ha sentido mi pueblo desde que echaron a cierto cura al que llamaban el campanero -aunque el motivo de que lo quitaran de en medio no fue que tirara de la soga demasiado; por el campanario ya había pasado la segunda modernización de la que él adolecía-, pero una cosa son los casos puntuales y otra la conceptualización general. No es anécdota que culpen de hacer ruido a las campanas de las iglesias en un contexto burlón como el nuestro en el que los ruidos vienen de todas partes y en el que el ruido psicológico -mucho peor- es mucho más ruidoso que el de los decibelios. Hace ruido el tráfico, y la gente maleducada que grita hasta por el móvil; hacen ruido los niñatos de la música ratonera y los vecinos sin consideración; hacen ruido las botellonas tristes y las emergencias falsas de tantos conductores sin porvenir... Pero las campanas de las iglesias y algunos relojes viejos daban el son de cierta vida latente en el corazón de los pueblos y los barrios que todavía representan la vida de verdad, la de las gentes que aún se rigen por un tiempo honesto y no por los minutos falseados de la red de redes, la conversión en kilómetros/hora y la prisa de las urbes sin alma.
Esta culpa del ruido que pesa sobre las campanas me sabe de la misma forma que la culpa que pesa sobre todos nosotros, gente don nadie, por haber provocado la crisis, a base de antenas parabólicas, 3.000 euros al mes durante tres meses y algún viajecito de más placer del permitido. Hasta que la cosa no ha reventado por sus propias costuras, nadie se iba a figurar que también los banqueros sin escrúpulos, los urdangarines sin límites, los empresarios corruptos, los políticos de cuello blanco y sus amigos de estómago negrucio iban a tener alguna culpa en este saqueo del copón internacional.
Pero es que todas las acusaciones comienzan por lo más cercano: la de comer trigo, ya se sabía; la de la crisis, se sabe ahora; la del ruido, se está investigando.
- Este artículo también aparece como Tribuna en la edición del 18 de marzo de 2013 de El Correo de Andalucía.
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