lunes, 29 de septiembre de 2014

Otro carguito: la bandera

Ahora que el Tribunal Constitucional le ha recordado al PP la incompatibilidad de ser alcalde y parlamentario a la vez, el partido del Gobierno, que no pierde puntada en el afán aglutinador de los suyos, se inventa un nuevo cargo para que lo desempeñe la segunda del Ejecutivo, la todopoderosa Soraya Sáenz de Santamaría: el de centinela de la Bandera de España. La vicepresidenta es, desde que el pasado viernes lo publicara el BOE, la guardiana de la enseña nacional, y aunque seguramente el nuevo título no sea sino un aviso para navegantes dirigido a los tripulantes del proceso independentista catalán, no deberíamos subestimar la potencia de los símbolos. Un servidor les concede tanta importancia que hasta me asustan, máxime viniendo de un gobierno tan dado a hipervalorar el simbolismo patrio, incluso por encima de la misma patria entendida no como el conjunto real de los ciudadanos españoles, sino como entelequia más valiosa que las personas.


           
            Hasta ahora, la defensa de la Bandera no era competencia de ningún miembro del Gobierno, ya que su custodia venía marcada por la llamada “Ley de la bandera”, de 1981, el año del Golpe. Según aquel texto, “la bandera de España simboliza la nación: es signo de la soberanía, integridad y unidad de la patria”. Pero parece que aquella ley es ya insuficiente y el Ejecutivo de Rajoy quiere dar un peligroso paso más.
           
            Nombrar a una ministra responsable de la bandera nacional me recuerda fatídicamente a esa apropiación indebida que hizo el Franquismo de la enseña de nuestro país hasta el punto de que, casi un siglo después, los españoles sin un color acentuado seguimos viendo en nuestra bandera una marcada señal de derechas, innecesariamente. Menos mal que la selección nacional de fútbol, con sus goles, su simpatía y el carácter bonachón de aquel seleccionador con maneras de abuelete, nos redimió los colores en los años del boom. En España, nadie ha hecho más por la restitución simbólica de nuestra bandera que aquellos futbolistas que agarraban su mástil sin complejos, que inundaron de camisetas nacionales los patios de los colegios y que eran capaces de entonar el himno patrio sin más connotaciones que las derivadas de la sana deportividad que no encuentra enemigos sino adversarios.


            Los símbolos, como las armas y hasta algunas letras, también los puede cargar el diablo, sobre todo ese demonio populachero tan presto a tornar los concienzudos decretos gubernamentales en fáciles explicaciones tabernarias. Si ahora hay alguien en el Gobierno con un cargo más, ya se sabe que cada cargo viene acompañado de su estipendio y su correspondiente personal estipendiado. Será o no, pero la calle se cree –y vota- lo que le da la gana. Al menos mientras la democracia tenga más de real que de simbólica. 

martes, 16 de septiembre de 2014

Embestida hacia el pasado

Dicen que de 1534 -mientras el sevillano Bartolomé de las Casas emprendía una lucha irreversible a favor de los indios como seres humanos y el toledano Garcilaso de la Vega cantaba en églogas italianizantes su amor imposible- datan las primeras referencias a ese espectáculo salvaje que ayer mismo seguía llamándose Torneo del Toro de la Vega. Es muy probable que tales referencias escritas fueran ya muy tardías, de cuando el Renacimiento posibilitó incluso dejar constancia de las barbaridades que el Medioevo había sostenido a lomos del mítico embrutecimiento del que no se libraba ni el campo en el que tuvo lugar el mayor repartimiento del mundo, del globo mismo en planeta entre los Estados más poderosos de entonces que cabían pese a sus ciegas ambiciones en la misma Península de toda la vida. Pues ayer, cinco siglos después y hasta con el mismísimo gobierno franquista suavizando la vergüenza nacional –se prohibió la muerte del animal entre 1966 y 1970-, este torneo, que no tiene nada de tal si se considera el medio millar de lanzas para acorralar al bicho, volvió a metaforizarnos como país en medio mundo incluso ahora que ya ni soñamos con repartirnos nada. 




Un toro matado a pinchazos; españoles llorando de rabia frente a españoles destilando odio en sus malditas sonrisas; y las fuerzas de seguridad del Estado evitando enfrentamientos, es decir, amparando la barbarie oficial. Ayer en Tordesillas no se firmaba ningún tratado ni se repartía el Globo, pero Goya, ausente, ha vuelto a retratarnos como indeseable oscuridad del mundo. Los telediarios ofrecieron como otra noticia tópica de final de verano el aguafuerte de muchedumbre, polvareda, lanzas, gritos, sangre y toro muerto. Y en esa silueta negra de astado vencido se alzaba victorioso nuestro empecinamiento patriótico contra el humanismo, la progresía y un futuro en el que avergonzarnos menos frente a nuestros hijos; esta España inferior que seguimos siendo, en profecía machadiana, orando y embistiendo cuando nos dignamos usar la cabeza. Desde Tordesillas se disolvió la masa, hasta el año que viene. Ya pasó todo. Los animalistas para un lado y los animales para otro.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El año que nací yo

Supongo que, como todo en la vida, también el nombre de los años, es decir, esa numeración de cuatro dígitos que vemos escrita, va cambiando a nuestra percepción conforme pasan precisamente los años. Nuestros abuelos no tenían en demasiada estima el año en que nacieron. Quiero decir que casi nunca lo mencionaban porque supongo que no les era para nada trascendente. Ellos se agarraban más bien al año en que fueron llamados al servicio militar, la mili. Y hablaban de la Quinta; el año en que un grupo de quintos fueron juntos a, en muchos casos, el único viaje que iban a hacer en la vida, que unas veces era a la aventura exótica del Sáhara y otras, una cómoda excursión a El Copero, de donde se iba y venía en bicicleta. Luego se llevaban toda la vida ya recordando lo que hicieron o dejaron de hacer en la mili, e incluso sus vidas se dividían ya para siempre en dos: antes y después de la mili, licenciados, como ellos decían, con un léxico extraño que a mí siempre me sonaba más a latinoamericano que a de por aquí pero que ellos pronunciaban muy serios, con dos cojones, como les habían enseñado aquellos otros señorones serios de allí a los que, medio siglo después, seguían recordando como mi coronel, mi teniente o mi sargento, de quienes se acordaban con nombres, apellidos y graduación completa, aunque los señorones los miraran a ellos como moscas confundibles que revoloteaban hambrientas cada catorce meses por el cuartel...

Los que empezamos ya a no ir a la mili, sí tenemos en algo más de estima el año en que nacimos. Yo lo hice, o me lo hicieron -como decía Clarín, "me nacieron en Zamora"-, en 1979. En los años 80, cuando yo era un niño, 1979 era para mí un año cercano, accesible si pudiera decirse pese a ser pasado, tangible, familiar. Mis padres se habían casado un par de años antes y aquella década no tenía, entonces, ese halo de cuéntame que tiene hoy. Hoy dices "1979" y suena a franquista más o menos. Suena a gris, a ropa usada muchas veces, a tele con dos cadenas, a muchas mujeres con rebeca, a ambulatorio de pueblo llamado entonces consultorio, en el que te daban el número en un papelito al entrar, con olor a desinfectante y miedo a jeringuillas esdrújulas, que no existirán, pero que a mí me sonaban así de contundentes, con ese soniquete malvado que hacían las dosis de cristal mientras el practicante las movía haciéndolas rodar sobre las palmas de sus manos y el anillo de casado. 

Hoy pienso en 1979, el año que yo nací, y me suena a libro de Historia, a Transición, a coros de músicos represaliados cantando horteras canciones de libertad. Estoy a punto de cumplir los 35 y me acuerdo más que nunca de Gil de Biedma y de aquel poema suyo titulado 'No volveré a ser joven', escrito justamente a sus 35 años..., y me veo a mí mismo, sin escribir un poema similar pero repitiéndome mentalmente el comienzo del suyo: "Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde".