Supongo que, como todo en la vida, también el nombre de los años, es decir, esa numeración de cuatro dígitos que vemos escrita, va cambiando a nuestra percepción conforme pasan precisamente los años. Nuestros abuelos no tenían en demasiada estima el año en que nacieron. Quiero decir que casi nunca lo mencionaban porque supongo que no les era para nada trascendente. Ellos se agarraban más bien al año en que fueron llamados al servicio militar, la mili. Y hablaban de la Quinta; el año en que un grupo de quintos fueron juntos a, en muchos casos, el único viaje que iban a hacer en la vida, que unas veces era a la aventura exótica del Sáhara y otras, una cómoda excursión a El Copero, de donde se iba y venía en bicicleta. Luego se llevaban toda la vida ya recordando lo que hicieron o dejaron de hacer en la mili, e incluso sus vidas se dividían ya para siempre en dos: antes y después de la mili, licenciados, como ellos decían, con un léxico extraño que a mí siempre me sonaba más a latinoamericano que a de por aquí pero que ellos pronunciaban muy serios, con dos cojones, como les habían enseñado aquellos otros señorones serios de allí a los que, medio siglo después, seguían recordando como mi coronel, mi teniente o mi sargento, de quienes se acordaban con nombres, apellidos y graduación completa, aunque los señorones los miraran a ellos como moscas confundibles que revoloteaban hambrientas cada catorce meses por el cuartel...
Los que empezamos ya a no ir a la mili, sí tenemos en algo más de estima el año en que nacimos. Yo lo hice, o me lo hicieron -como decía Clarín, "me nacieron en Zamora"-, en 1979. En los años 80, cuando yo era un niño, 1979 era para mí un año cercano, accesible si pudiera decirse pese a ser pasado, tangible, familiar. Mis padres se habían casado un par de años antes y aquella década no tenía, entonces, ese halo de cuéntame que tiene hoy. Hoy dices "1979" y suena a franquista más o menos. Suena a gris, a ropa usada muchas veces, a tele con dos cadenas, a muchas mujeres con rebeca, a ambulatorio de pueblo llamado entonces consultorio, en el que te daban el número en un papelito al entrar, con olor a desinfectante y miedo a jeringuillas esdrújulas, que no existirán, pero que a mí me sonaban así de contundentes, con ese soniquete malvado que hacían las dosis de cristal mientras el practicante las movía haciéndolas rodar sobre las palmas de sus manos y el anillo de casado.
Hoy pienso en 1979, el año que yo nací, y me suena a libro de Historia, a Transición, a coros de músicos represaliados cantando horteras canciones de libertad. Estoy a punto de cumplir los 35 y me acuerdo más que nunca de Gil de Biedma y de aquel poema suyo titulado 'No volveré a ser joven', escrito justamente a sus 35 años..., y me veo a mí mismo, sin escribir un poema similar pero repitiéndome mentalmente el comienzo del suyo: "Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde".
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