Ahora que el Tribunal Constitucional le
ha recordado al PP la incompatibilidad de ser alcalde y parlamentario a la vez,
el partido del Gobierno, que no pierde puntada en el afán aglutinador de los
suyos, se inventa un nuevo cargo para que lo desempeñe la segunda del
Ejecutivo, la todopoderosa Soraya Sáenz de Santamaría: el de centinela de la
Bandera de España. La vicepresidenta es, desde que el pasado viernes lo
publicara el BOE, la guardiana de la enseña nacional, y aunque seguramente el
nuevo título no sea sino un aviso para navegantes dirigido a los tripulantes
del proceso independentista catalán, no deberíamos subestimar la potencia de los
símbolos. Un servidor les concede tanta importancia que hasta me asustan,
máxime viniendo de un gobierno tan dado a hipervalorar el simbolismo patrio,
incluso por encima de la misma patria entendida no como el conjunto real de los
ciudadanos españoles, sino como entelequia más valiosa que las personas.
Hasta
ahora, la defensa de la Bandera no era competencia de ningún miembro del
Gobierno, ya que su custodia venía marcada por la llamada “Ley de la bandera”,
de 1981, el año del Golpe. Según aquel texto, “la bandera de España simboliza
la nación: es signo de la soberanía, integridad y unidad de la patria”. Pero
parece que aquella ley es ya insuficiente y el Ejecutivo de Rajoy quiere dar un
peligroso paso más.
Nombrar
a una ministra responsable de la bandera nacional me recuerda fatídicamente a
esa apropiación indebida que hizo el Franquismo de la enseña de nuestro país
hasta el punto de que, casi un siglo después, los españoles sin un color
acentuado seguimos viendo en nuestra bandera una marcada señal de derechas, innecesariamente. Menos mal
que la selección nacional de fútbol, con sus goles, su simpatía y el carácter
bonachón de aquel seleccionador con maneras de abuelete, nos redimió los
colores en los años del boom. En España, nadie ha hecho más por la restitución
simbólica de nuestra bandera que aquellos futbolistas que agarraban su mástil
sin complejos, que inundaron de camisetas nacionales los patios de los colegios
y que eran capaces de entonar el himno patrio sin más connotaciones que las
derivadas de la sana deportividad que no encuentra enemigos sino adversarios.
Los
símbolos, como las armas y hasta algunas letras, también los puede cargar el
diablo, sobre todo ese demonio populachero tan presto a tornar los concienzudos
decretos gubernamentales en fáciles explicaciones tabernarias. Si ahora hay
alguien en el Gobierno con un cargo más, ya se sabe que cada cargo viene
acompañado de su estipendio y su correspondiente personal estipendiado. Será o
no, pero la calle se cree –y vota- lo que le da la gana. Al menos mientras la
democracia tenga más de real que de simbólica.
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