De El Lebrijano, cantaor flamenco abierto donde los haya, guardo un difuso recuerdo de mi infancia entre la magia de las casetes que guardaba mi padre en el mueble-bar y la coincidencia de que toda su ascendencia, la de mi abuelo paterno, provenía del histórico pueblo en el que también naciera Elio Antonio, el padre de nuestra gramática española: Nebrixa, en el remoto castellano. Tal vez fueron las galeras, ese palo de remo castigado que inventó romanceado para su disco más célebre y vehemente, Persecución (1976), lo primero que oí de su voz redonda y febril. Luego, no recuerdo cuándo, me familiaricé con el disco completo, con las letras de Félix Grande, con el drama histórico del pueblo gitano desde el comienzo de su eterna condición errante allá por la Baja Edad Media, con esos sonidos mezclados y espíritu andalusí... y continué degustando su obra con Reencuentro (1983), Casablanca (1998) o los más recientes Yo me llamo Juan (2003) o el garciamarquiano Cuando Lebrijano canta, se moja el agua (2008). Opiné en los últimos años que Juan Peña Fernández, como cantaor, estaba prácticamente acabado, y no sé si debería mantener el juicio, porque la emoción le hace a uno perder objetividad. Y ya se sabe que esa furcia periodística ni siquiera existe.
Ayer me volví a emocionar al encontrarme con él en el Ayuntamiento de su pueblo. Más viejo, más delgado, pero con la dignidad intacta de un gitano rubio que puede mirar de frente a quien se le ponga por delante. Le concedían, por unanimidad, el título de Hijo Predilecto de la ciudad de Lebrija, seguramente la distinción más difícil de conseguir para quien ha llevado su cante y el nombre de su pueblo por los cinco continentes a lo largo y ancho de medio siglo. Volver a que te reconozcan por fin tiene un valor de desmedida proeza.
Mientras lo miraba y lo fotografiaba para la crónica que hoy publico en El Correo de Andalucía (http://www.correoandalucia.com/cultura.htm), me acordaba de la primera vez que hablé con él: correría el verano del año 2001. Yo trabajaba en el Chipiona Información y, aunque aquel quincenal estaba acostumbrado a rellenarse a base de teletipos maltrechos, yo aterricé en su redacción con la firme ilusión de convertirlo en un periódico local interesante. De modo que buscaba siempre la forma de incluir en él entrevistas con todas las personalidades del folklore que veraneaban medio anónimas en aquella playa multitudinaria. Y ocurrió así: cuando salía yo mismo de la playa en un día de descanso, oí que alguien decía a la altura de las duchas de enjuague: 'Mira, ése es El Lebrijano'. Era cierto. Al mirarlo, me percaté de sus profundísimos ojos azules bajo su cetrina piel dorada, empapadísimo como un pollito. Entonces, sin soltar la hamaca ni la sombrilla me acerqué a él y, ni corto ni perezoso, le propuse allí mismo la entrevista para mi periódico local. Él me contestó que sí mientras se echaba agua fresca en los pies, con una cola de domingueros esperándolo. Y yo me marché contento de tener ya a un personaje para la próxima edición. Creo recordar que lo entrevisté en un hotel de Chipiona. Casi dos años después, lo volví a entrevistar en la Plaza del Cabildo de Sanlúcar de Barrameda, cuando yo era ya redactor jefe de aquel otro periódico que era un semanario sabatino y él acababa de grabar un disco titulado Sueños en el aire que se presentó en La Merced. De aquella segunda entrevista recuerdo más pericia por mi parte y más sinceridad por la suya. Hablamos de lo humano y lo divino, de cante antiguo y cante moderno, de la literatura, de la vida y hasta de su coqueteo con las drogas, hasta que su mujer, Pilar, vino a recogerlo. Recuerdo que ella tenía el pelo negro, y no rubio como anoche, cuando se acercó a la presidencia del salón de plenos lebrijano a recoger un ramo de rosas bajo el tópico de que detrás de todo gran hombre hay siempre una gran mujer.
Anoche me alegré de volver a escribir de El Lebrijano porque me sentía testigo directo de una justicia histórica. No era justo que este artista nada endogámico no fuera Hijo Predilecto de su pueblo, sobre todo cuando jovencísimos artistas de nuevo cuño, como el cineasta Benito Zambrano, ya lo son. No es que me parezca mal lo de Zambrano, pero todo debería tener un orden y el puesto de Juan Peña en la Historia, también en la de su pueblo, hacía décadas que palpitaba por ser señalado.