sábado, 27 de abril de 2013

Ni izquierda ni derecha sino todo lo contrario

Hace un siglo, los movimientos de vanguardias, tomando esta palabra del campo semántico de tantas guerras como se avecinaban, deshumanizaron el arte para intentar reflejar un mundo que tampoco tenía demasiado de humano, en plena espiral futurista, dadaísta y surrealista hacia la desembocadura de la misma guerra mundial versión dos, que fue lo que ya empujó a los artistas más sensibles del globo a volver la vista al esperpento de Valle-Inclán y a las pinturas negras de Goya, que habían intentado avisar en vano, como ceros a la izquierda en un mundo que se precipitaba hacia la bomba atómica que sólo nos dejó en claro el absurdo en escena tras la deflagración, algo así como a Vladimir y a Estragón esperando a Godot. A partir de entonces, nuestra sociedad civilizada tuvo que hacerse de nuevo, como si la historia de la humanidad fuera una fórmula libresca que en rigor nunca hubiera existido cronológicamente y todos fuésemos hijos repentinos de esa náusea que patentó Sartre. La frialdad se fue templando y la mayoría de los países que aspiraban a que el futuro fuese lo que era contribuyeron, desde sus realidades o sus ficciones, a engordar eso que llamaríamos Estado del Bienestar, obesa y obtusa abstracción de la que no tardaremos en reconocer que entre todos la engordamos y ninguno la mató.

Ajenos a esa construcción virtual que algunos llamaron la posmodernidad, sobrevivieron algunas mentes lúcidas a lomos de ese humor que, por necesidad, se convierte en sinónimo de inteligencia. En nuestro país, por ejemplo, trazaron su disimulada curva de ballesta, en torno a una torpe e indolente censura, genios de la talla de Miguel Mihura y Luis García Berlanga, por citar sólo a dos de los principales artífices de esa película que ahora cumple 60 años, Bienvenido Mr Marshall, que es la misma edad de todos aquellos que, como cantaba Ana Belén, también nacieron en el 53. Es la generación que vino al mundo en las postrimerías del hambre, que ascendió en la escala social de la ilusión de los nuevos ricos y que ahora, ya abuelos, vislumbran en cada taperware que rellenan para sus retoños el eterno retorno a un país cainita destrozado por la ambición.

Mihura, sabedor desde pequeño que la vida era puro teatro, se sacó de la manga aquella comedia brillante y lastimera que fue Tres sombreros de copa que en 1932 se topó con un país inválido para su asimilación y que tuvo que esperar 20 años, aunque no fueran nada -pero sí lo fueron-, para volver a estrenarse con un mínimo de garantía de que a algún españolito le escociera de verdad, con aquel retrato de matrimonio absurdo y aquellos tipos absurdos que retrataban al terrateniente y al militar que aquí conocíamos de siempre mientras, al final, la pareja protagonista se alejaba del happy end norteamericano para tirar cada cual por los tristes caminos del convencionalismo que dios mandaba por entonces. Un año después del estreno dramático de veras, es decir, en el 53, se estrenaba la película a la que él y Juan Antonio Bardem le habían puesto unos diálogos tan disparatados como agudos no sólo para definir a los políticos del momento que prometían todo sin pensar en nada, sino para despistar a los censores del régimen con la cupletista del momento que lo cantaba todo sin decir más que "Osú" o "Vaya". García Berlanga, como director, logró que Lolita Sevilla, bajo el azulejo monocromo de Carmen Vargas, tapara con su canto de "Americanos, os recibimos con alegría" y "viva tu mare, viva tu tía" la verdadera crítica sagaz a un alcalde sordo que le debía una explicación a su pueblo y se enredaba en su promesa de dársela, mientras el secretario dormitaba, y a un delegado del gobierno que reconocía decir siempre y sin pudor lo del ferrocaril, aunque las vías férreas -no ya la ayuda americana que pasa de largo- nunca fueran a llegar.

     Ahora, 60 años después, el panorama es un déjá vu que ha ganado en patetismo y en color: la cupletista blanquea dinero, muchos alcaldes siguen sufriendo sordera y el Gobierno promete siempre lo del empleo aunque sepa que es mentira. Al pueblo hay que entretenerlo, en este nuevo teatro del absurdo que consiste en mostrar el anverso de una realidad palpable para sonrisas de unos y lágrimas de la mayoría. Otra vez pasó la época de la lógica, y por eso tenemos que trabajar hasta los 70 ahora que no hay trabajo para nadie; por eso se suben los impuestos ahora que baja tanto el consumo; por eso inventan una reforma laboral que facilite el despido ahora que los despidos llueven solos; por eso fomentamos el vicio de Eurovegas y los cuernos del toreo mientras se cargan las Humanidades... Quién piensa ya en la lógica mientras el ilógico mundo se nos derrumba. Quién piensa ya en izquierda o derecha mientras el presidente Rajoy es un holograma que se aparece como la Virgen de Fátima pero sin niños y el PSOE alternativo es una gallina sin cabeza.

    El pueblo soñador está despertando de su letargo profundo, mientras las banderitas sucias y las consignas ridículas corren por el agua negra de la acequia. Llegó la hora de pagar el sueño, sin rodeos por la izquierda o por la derecha, sino por derecho: en fila india y pagando el pato entre todos. ¿A cuánto cabremos? Ya harán las cuentas nuestros nietos. 

  • Este artículo también aparece como Tribuna en la edición del viernes 3 de mayo de El Correo de Andalucía.

jueves, 18 de abril de 2013

Conferencia sobre el Poeta del Amor

El próximo martes 23 de abril, con motivo del Día del Libro, me esforzaré por entusiasmar a cuantos asistan a mi conferencia. La voz a ti debida es tal vez el mejor libro de poesía amorosa del siglo XX. Y tiene tanta historia por delante y por detrás que merece un estudio profundísimo. Ojalá mi charla sea una definitiva invitación a su lectura.

sábado, 13 de abril de 2013

Los de abajo

'Los de abajo' es una expresión a la que en tiempos de crisis, como los de ahora, se recurre más -porque somos más los que andamos por aquí- y también el título de una estupenda novela sobre la revolución mexicana de la que en 2016 estaremos celebrando su centenario -quién sabe si algo más. Los de abajo, con toda su connotación de escala social y toda su sonoridad de bloque de vecinos, somos los que ahora, cuando va quedando menos -a algunos casi nada-, no sólo estamos soportando el peso sinvergüenza de este vacío repentino -de dinero, de valores, de esperanza-, sino también la humillación de que desde arriba se rían descaradamente y nos den lecciones de marca. Se les llena la boca a nuestro presidente y a sus ministros al hablar de la 'Marca España', como si se tratase de un logotipo que los demás, los de abajo y los mensajeros sobre todo, no debiéramos manchar porque la crean con esfuerzo otros, esas élites intocables que no terminamos de comprender: la alta clase política, la alta clase empresarial, la alta clase financiera, los grandes de España y otros grandes visionarios de los tejemanejes internacionales de los que por aquí abajo no tenemos ni idea. Precisamente por eso no ha estallado la revolución, porque apenas nos enteramos. Al fin y al cabo, todo nuestro pataleo social se reduce a unos cuantos ladrones de guante blanco en las tesorerías de algunos partidos y sindicatos; unos cuantos chupatintas en las habitaciones aledañas de La Zarzuela; unos cuantos listillos en las patronales y en los bancos; y otros cuantos tramposos en los deportes de alta competición. Nada más. Y nada menos. Que aquí el que menos se compra unos trajes -de Vuitton o de gitana- y se los apunta al contribuyente, que puede con todo, desde aquí abajo.

    Como venimos cargando con todo el peso de la ironía, es preciso decir, directamente, que esa supuesta 'Marca España' no existe, es un bulo, una alucinación descarada, una tapadera sin disimulo, una broma de mal gusto para quienes utilizan España y no saben nada de los españoles, para quienes hacen grandes negocios en la inmune burbuja internacional y recalan por aquí en yate o en hoteles de cinco estrellas, levitando al amparo de otras élites amigas. Si existiera, la 'Marca España' la sustentarían los millones de ciudadanos que cada día madrugan para trabajar en ese puesto que pende de un hilo, que se toman en serio su vida y la de los demás, que se preocupan y se ocupan de que los otros sobrevivan. Si existiera esa Marca España, no brillaría con la artificiosidad digital de ningún logotipo estatal, sino con la humanidad sudorosa de los millones de españoles que marcan el paso sin desfallecer. Por eso la supuesta Marca España cotiza tan bajo en la prensa internacional, donde siempre se habla de nuestros peores pajarracos, y sube como la espuma cuando nos visitan y nos tratan de verdad.

    Hablo de la Marca España, pero claro que podría hacerlo de la Marca Andalucía o de la Marca Sevilla. La interesada confusión es siempre la misma. Y si los políticos honrados que quedan, que son muchos, tuvieran verdadera visión de futuro, se desvivirían por focalizar y fomentar esa verdadera Marca que nos ha de vender a todos en el exterior, el sello inconfundible que nos hace particularmente interesantes. Pero no lo hacen, o no con suficiencia. Fíjense qué malauva la de La Sexta con nuestra Semana Santa, ridiculizando al costalero y a la señora que cree en Santa Ángela aunque no sepa explicarlo. Desde Madrid o desde Alemania se aprovecha esta deficiencia comunicativa para cargar precisamente con lo auténtico que podemos exportar como Marca. Lástima que no estuviera vivo Joaquín Romero Murube, que lo dejó escrito en su 'Sevilla en los labios': "¿Quién se atreve a transcribir estos matices sutilísimos de la emoción, estos sesgos tan finos y recónditos, donde los sentimientos más complejos se purifican y concentran en una común apariencia: la cofradía?". Se atreve una tetona tontona, don Joaquín, podríamos contestarle hoy con guasona aliteración. Y un teutón atontado. Los de siempre, añadiría él. En su pueblo y el mío, Los Palacios y Villafranca, ocurrió algo parecido el año pasado con un programa de Canal Sur, que trazó las líneas gruesas con quienes no salían del tópico cateto recordando la pachocha del tiempo del hambre, sin recordar, sin embargo y por ejemplo, que se cumple medio siglo del nacimiento de uno de los mejores restaurantes de la provincia, el Manolo Mayo, que comenzó con las fatigas de Manolo y Emilia, su mujer, cuando la marca del país se pintaba en blanco y negro, pero que hoy, en el mismo sitio, se erige como uno de los mejores escaparates de la gastronomía andaluza, capaz de crear marca por sí solo. Como dijo Romero Murube en su 'Discurso de la mentira', hace ahora 70 años, "a Sevilla la representa todo aquel que en su oficio o profesión logra captar e infundir el espíritu de la ciudad. (...) Y no olvidemos que este espíritu es la gracia sobrehumana, que nunca muere porque reside sólo en Dios, y Dios la da y otorga cuando le place". 


    Sendos ayuntamientos, el de Sevilla y el de mi pueblo, reaccionaron tarde y mal ante las afrentas de esta nueva televisión que se regodea en la vulgaridad, la nueva marca de un país que se deja arrastrar por el vocerío ramplón y concatenado del zafio anecdotario. El sabio Schopenhauer ya previó este mundo al revés de quienes buscan la marca donde más lejos se encuentra, y nos previno: "Uno debe acostumbrarse a oír todo sin inmutarse, incluso las historias más descabelladas, ponderando la insignificancia de quien habla y sus opiniones, y absteniéndose de cualquier discusión. Ello permitirá luego recordar la escena con satisfacción". Amén.


  • Este artículo también se publica en la edición del martes 16 de abril de 2013 de El Correo de Andalucía.

viernes, 5 de abril de 2013

El chiquito piconero contra el machismo

Dicen que en Córdoba, antigua capital en la máxima inspiración de Al-Ándalus, se ha montado cierta marimorena con el cartel que protagoniza un morenazo de la tierra para anunciar su feria, de las más largas de Andalucía. Es obra de la pintora de Montilla María José Ruiz, a la que le están lloviendo las críticas por haber innovado sacrificando uno los tópicos más inviolables si quieres que los rancios te sigan tocando las palmas en el corazoncito chico del chovinismo ramplón: el del machismo de toda la vida. En vez de una flamenca jamona y de ojos verdes, con mucho faralá y toda la tragedia crepuscular que encumbró al Romero de Torres que remataba a sus chicas con el rizo en la frente, Ruiz se ha atrevido a pintar a un chico que se pone todo eso por sombrero, es decir, que se toca con el mismísimo sombrero del gran pintor cordobés, cedido por la directora de los museos municipales, Mercedes Valverde, para que el modelo del cartel, un entrenador personal de gimnasio de 32 años, posara con él. Por lo que se lee por allí, el gesto ha sido una afrenta en toda regla, lo cual nos hace preguntarnos si esta crisis que empezó por la Bolsa y ha terminado por sacar las vergüenzas del sistema educativo se ha tragado también todas aquellas pretensiones civilizadoras que nuestro país soñó hace sólo un rato, cuando incluso tuvimos la visionaria osadía de contar con un Ministerio de la Igualdad. Desde luego fue el primero que se cargaron cuando Zapatero hablaba todavía de recesión económica, hace tan sólo un lustro, y ahora, tan sólo un lustro después, se entienden muchas cosas, no por la supresión de aquella innovación ministerial, que tal vez pudo ser una golosina política que ni siquiera impidiera la tragedia de género -lo más decisivo-, sino porque antes, durante y después de aquellos sueños de la razón igualitaria este país nuestro siguió siendo tan cazurro que siempre es demasiado pronto para que entienda que las innovaciones de quienes miran distinto, los artistas, vaticinan en símbolos o alegorías lo que ya, contemporáneamente, supone un tiempo nuevo.

    También le pasó a Julio Romero de Torres, cuando aspiraba en 1912 a la medalla de honor en la Exposición Nacional y no le dieron ni los buenos días. Al año siguiente -curioso que haga ahora un siglo, ¿verdad?- recibió el primer premio en la Exposición Internacional de Múnich (Alemania). Y no sería hasta 1922, el año en que Lorca y Falla sacaban el Flamenco de las cuevas y la marginalidad para catapultarlo al orbe del Arte con mayúsculas con el primer Concurso Nacional, cuando Romero de Torres no empezó a triunfar, no aquí, claro, sino en Buenos Aires (Argentina). Y me estaba acordando de esta paradoja del aplauso afuera de nuestros artistas porque María José Ruiz ya ha expuesto con éxito en el Vaticano, por donde ha recalado ahora otro innovador sin quitarse la sotana.


    En el cartel de la polémica aparece un chico guapo, tan racial como actual, con vaqueros y camisa blanca, que coquetea en su mano izquierda con una copa de vino de la tierra de la pintora, Montilla-Moriles, y un par de claveles. Detrás, un muro judío y encalado que lleva embutida en una esquina una columna con un fuste romano y un capitel árabe califal. Al fondo, una callejuela del barrio de las flores. O sea, pura concesión al tópico. Se trata, al fin y al cabo, de un cartel de feria. Y de la feria de una ciudad que se enorgullece, claro, de la declaración por parte de la Unesco de que sus Patios -que merecen la mayúscula, sí- sean ya Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Por lo tanto, ¿qué es lo que molesta? Tan sólo que la figura humana no sea hembra sino macho. Así de claro y primitivo.

    En pleno siglo XXI, no se trata de que el cartel les guste a las mujeres y no a los hombres, sino de que como anuncio de unas fiestas en una ciudad del siglo XXI, conjugue sin complejos tradición y vanguardia, o lo que es lo mismo: tópico e innovación; clasicismo y valentía. La elección de un chico para el motivo principal, a estas alturas, debería pasar desapercibida, pero no deja de ser sintomático que en vez de alcanzar la pintura en sí la condición de símbolo de algo, sea la chata polémica suscitada la que se erija en símbolo de estos tiempos regresivos que vivimos. Sintomático y preocupante. Tal vez algunos hombres que confunden el feminismo sigan pensando que, como en la pragmática publicidad, donde llegue el reclamo de una fémina no llegará nunca el de un varón. Y tal vez algunas mujeres que confunden hasta el machismo piensen ahora que si el último grito intelectual es esa literatura barata que descubre a buena hora el erotismo para reprimidas de la lectura no está mal esta concesión de un chulazo de cartel marcando paquete.

    Miopes extremismos aparte, la triste conclusión es que hoy, en una ciudad cualquiera -mañana podría ser Sevilla-, el concepto de Patrimonio Inmaterial sigue sin entenderse; ser hombre o ser mujer ni es igual ni es lo mismo; y el arte aún no es por el arte sino para las habladurías que genera la anécdota más ruín. Menos mal que en mayo no faltará ni una flor, y menos en Córdoba. Tópico del consenso y viceversa.

  • Este artículo se publica asimismo en el nº 2.149 del semanario Cambio16.

martes, 2 de abril de 2013

No somos pardillos, pero como si lo fuéramos

A diario, y conforme cumplo meses -no digo años por pura cuestión de vértigo-, constato cómo los poderes fácticos de este mundo nuestro que se nos antoja cada día más pequeño -y no sólo por cuestión de aviones, sino de simplismo del malo- toman al pueblo -al llano, por no decir plano- por una panda de pardillos que, en el fondo -aunque en la forma se note cada vez menos-, no somos para nada. No lo somos, pardillos, quiero decir, pero como si lo fuéramos. Y en un debate personal que a mí me quita el sueño muy a menudo, el de la verosimilitud, es algo que admiro profundamente. Me explico: literariamente, estoy siempre preocupado por que lo que escribo sea verosímil para que el lector se reconozca en el mundo posible que yo pueda concebir. Es, con mucho, mi mayor preocupación cuando me pongo a escribir. Pues bien, cada vez más compruebo cómo ese pudor que yo siento por la verosimilitud, o porque se me note la inverosimilitud, es un pudor cada vez más mío, más personal o tal vez debiera decir más del pueblo y menos de esos poderes fácticos a los que me venía refiriendo. Por no salirnos del tiesto, veo series de televisión que en un solo anuncio prometen diecisite tramas imposibles para el siguiente capítulo, y tan panchos. Luego salen los índices de audiencia y millones de gente la siguen, y encantados además. Lo mismo con esa literatura barata de cuarentonas reprimidas que ahora descubren el erotismo o el porno ramplón. Yo alucino, pero comprendo que si funciona, funciona. 

Y aunque alucine, por eso comprendo el ecosistema de las televisiones, de los responsables públicos, de los políticos y del resto de mandamases que mandan aunque sea en la cofradía de su barrio. Con comprender quiero decir que me hago cargo de que si la gente traga, pues traga y punto. Y como todo en la vida, supongo que será cosa de costumbre, de práctica, de mucho ensayo y poco error. Era Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler, quien patentó aquello de "repite una mentira mil veces y terminará por convertirse en verdad", ¿no? Pues más o menos. No es cuestión de verdad o de talento, sino de insistencia y cabezonería. El cansino es el que vence. Al menos a corto plazo. Pero es que la gente, con tanto recorte, tiende ya a entender la vida a corto plazo. Y ahí radica, creo yo, el problema fundamental.

¿Cómo se entiende, si no, que personajes públicos de todo signo e índole se agarren al hierro ardiendo de la ficción que imaginan sin preocuparse tanto, como un servidor, de la verosimilitud? Estoy por suponer que soy yo el que tengo un complejo de la verosimilitud que acaso quedara pasado de moda. Sin entrar en el fondo de los asuntos, pongamos ejemplos recientes: ¿Cómo es posible que el presidente gallego, Feijóo, con ese nombre de ilustradísimo de los que ya ni se estudian en el cole, diga con cara de persona decente que en el año 1996 aún no sabía a qué se dedicaba el pirata Marcial Dorado cuando la prensa -especialmente la gallega, claro- venía informando de sus detenciones y trapicheos desde el año 90? ¿Cómo es posible que el presidente andaluz no supiera nada de los ERE fraudulentos que no le han costado ni siquiera el puesto cuando por la Junta hasta el gato del último despacho había oído algo de sobrecitos y repartos, dentro y fuera de las tabernas? Y hablando de sobres -ahora que la epístola cayó tanto con el triunfo del whatsapp-, ¿cómo es posible que Rajoy tampoco supiera nada de los de Bárcenas cuando el tipo llevaba más de una década dirigiendo la orquesta financiera del partido que gobernaba y que estaba llamado a volver a gobernar? ¿Cómo es posible que tampoco los sindicalistas andaluces supieran nada de los ERE de mentira cuando uno ellos de verdad, de nombre Juan Lanzas, dirigía tanto con tan espléndida generosidad que allí nadie se quejaba, como Lázaro cuando lo de las uvas del ciego, que callaba, claro, porque él comía de tres en tres?

Ya no son horas de seguir estrujándose el cerebro, pero como la inspiración me llama a seguir novelando y vuelve a afectarme mi complejo de verosimilitud, llego a la siguiente impúdica conclusión disyuntiva: o aquí los mandamases son ases de la ficción convincente o aquí el resto del pueblo, y me incluyo, somos todos gilipollas.